lunes, abril 30, 2007

 

De reformas a reformas

Imagine usted una reunión que convocara a todos los jerarcas de política nacional: altos representantes del gobierno, dirigentes de todos los partidos y, por supuesto, periodistas y opinadores. Imagine a los más encumbrados señores de empresa entre los asistentes. Dueños y gerentes de los más poderosos conglomerados empresariales del País. Imagine usted un lugar apropiado para tan extraordinario evento. Un imponente salón con vieja historia para el desfile de potentados. Imaginemos que ocasión tan resplandeciente tendría como origen celebrar la instalación de una Comisión Nacional para la Reforma de la Economía.

La repostería oratoria estaría a la altura del evento. Cada uno de los desfilantes se llenaría la boca con cremosas palabras. Reconciliación, futuro, prosperidad nacional, justicia, tiempos históricos. Sobre todo esto último: los declamadores insistirían en la naturaleza "histórica" de su fiesta. Adelantarían con convicción que, si la Comisión lograba el éxito, los niños mexicanos del futuro tendrían que memorizar la fecha de ese encuentro tan pulido para identificar el momento en que el País logró dar el brinco definitivo de su progreso.

La floritura de los oradores insistiría en la ambición de la Comisión Nacional para la Reforma de la Economía. No podrían "escatimarse esfuerzos." La patria esperaba el feliz desenlace de estos trabajos. Se trataba, ni más ni menos, de darle al País una economía para el siglo 21. Por ello había que revisarlo todo y redefinirlo todo, eso sí, en el plazo estricto de 12 meses. Las mesas de análisis y propuestas que se organizaron para el efecto describían la vaguedad de la ambición. Se estudiaría, se analizaría y se decidiría todo. ¿Debíamos cuidar la estructura del mercado y estimular la competencia o pasar decididamente a una economía centralmente planificada? ¿Debíamos levantar murallas al comercio internacional o sería conveniente seguir la ruta de la apertura? ¿Habría que nacionalizar nuevamente la banca? ¿Terminar con la autonomía del banco central? ¿Instaurar un control generalizado de precios?

La Comisión partiría de la convicción de que había que cambiar, que había que cambiar mucho, pero no tendría mucha claridad de por qué era necesario el cambio, ni qué dirección debía tener. Eso sí: había que organizar mesas para escuchar ponencias.

Un espectáculo idénticamente absurdo se ha presentado hace unos días al instalarse fastuosamente una junta llamada Comisión Ejecutiva de Negociación y Construcción de Acuerdos del Congreso de la Unión (sic). El propósito de tan ejecutiva comisión es revisar el tejido institucional de la democracia mexicana. Ni más ni menos. Es cierto que no existe un diagnóstico preciso de los defectos de nuestro régimen político, ni hay tampoco un plan de vuelo, lo único que queda claro es el afán de intervenir la estructura de nuestras instituciones. Todo merece examen: el trazo constitucional de los poderes, el funcionamiento de la legislatura y las facultades del Presidente; la administración de justicia; el sistema de legalidad; el reparto regional de los poderes; el papel de los medios y los mecanismos electorales.

Quizá necesito decir lo obvio: es natural someter a examen riguroso cada una de las piezas de la compleja maquinaria pluralista. Es saludable criticar cotidiana y severamente el desempeño de la política. Lo que resulta extraño hasta extremos de lo grotesco es que las instancias más altas del poder nacional entiendan que es su función convocar a la revisión de las instituciones sin una carta de navegación razonablemente trazada. Lo que llama la atención es precisamente esa mezcla de ambición histórica y vaguedad de propósito. Se quiere cambiar pero no se sabe qué. Se quiere reformar pero no se sabe para qué. Ya conocemos el desenlace de ese matrimonio de demagogia y miopía. Cuando los políticos se dedican a soplar al aire pompas de jabón, cuando se entregan a la fantasía de la reinvención nacional, se ponen en ridículo y exponen al régimen democrático al desprestigio.

Pero, mientras estos personajes se dedican a pronunciar discursos históricos, hay reformas importantes que prosperan. De manera silenciosa, las cosas cambian. Pienso en dos transformaciones discretas pero profundas. El Senado acaba de aprobar una reforma constitucional para garantizar -ahora sí- el derecho a la información pública en todo el País. Toda la información que posea una autoridad pública será pública. Ningún gobierno, ninguna instancia, sea municipal, local o federal, podrá ocultar lo que pertenece a todos. La reforma es importantísima. La transparencia ha avanzado a nivel nacional y en ciertos estados, pero no se ha instalado por completo en todos los ámbitos de la vida pública. Hay avances pero también retrocesos. La reforma impone mínimos de transparencia en todo el País, oxigenando con ello la vida democrática de México.

En ese mismo camino se inserta la determinación de echar luz a la cueva oscura del sindicalismo mexicano. Los sindicatos, esas poderosísimas estructuras que han expropiado la voz de los trabajadores mexicanos, han sido escondites de la arbitrariedad. Para los propios miembros de la organización sindical, el proceder de sus dirigentes, el uso de los recursos comunes y el trato con el patrón ha sido un misterio. Sin necesidad de reformar ley alguna, empleando los instrumentos legales disponibles, la Secretaría del Trabajo ha iniciado la apertura de la información que posee. Sacar documentos como el padrón de afiliados, los estatutos sindicales o los contratos colectivos de trabajo del baúl de las complicidades es uno de esos cambios pequeños y discretos que desencadenan enormes y benéficas transformaciones.

Poco ruido y buenas nueces.


Jesús Silva-Herzog Márquez, El Norte, 30 de abril 2007


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