domingo, marzo 29, 2015
Libertad Relativa
Uno de los beneficios que más se asocian con la democracia es la libertad. Muchos de los defectos de la incipiente democracia mexicana pasan a segundo término cuando se sopesan contra ese estado tan ansiado y valorado por el hombre desde que se dieron las primeras manifestaciones de sometimiento (natural o inducido) entre las culturas humanas.
Arrastramos en nuestra historia una serie de episodios bélicos cuyo fin ha sido obtener libertad, un estado o condición de vida que muchas veces malentendemos o idealizamos.
Tengo más preguntas que respuestas en esto de cómo vivir y entender la libertad, ¿cuánta libertad equivale a felicidad?, ¿somos realmente libres en México?, ¿la democracia mexicana nos da la libertad que nos conviene?, ¿por qué otras culturas con menos libertad son más civilizadas y progresistas?
Durante mis años de autoexilio en Estados Unidos confirmé que la libertad es un gran valor de esa cultura. Irónicamente, el "Land of the free" se hace de lo opuesto a la libertad: las restricciones, esos contrapesos legales a la conducta de los individuos que establecen límites a lo que uno puede o no hacer.
Para el estereotipo mexicano, los límites norteamericanos ahogan, acosan, intimidan, se percibe un exceso de regulación y la amenaza constante de la consecuencia: la aplicación de la ley.
Estacionar un automóvil en una ciudad norteamericana tiene límites inconcebibles para quien está acostumbrado a la doble o triple fila, a estacionarse sobre la banqueta, bloquear una entrada ajena u obstruir una rampa para discapacitados.
La pregunta es ¿qué tipo de libertad debería tener una sociedad para desarrollarse en armonía? Ciertamente en México tenemos un exceso de libertad desde el punto de vista de que mucha gente comete ilícitos y conductas que afectan la libertad y derechos de terceros, sin consecuencia para sus actos. Mi vecino puede armar una ruidosa fiesta durante toda la madrugada porque tiene el poder (la libertad) de hacerlo, en otros países esta libertad no existe.
La libertad norteamericana se hace de límites tajantes, la libertad mexicana se hace de límites negociables y subjetivos. Los límites en un régimen de libertad equivalen a lo que para los derechos son las obligaciones. Tengo tanta libertad como no afecte la de los demás.
En México tenemos una libertad informe, peleamos por derechos y en nombre de éstos se cometen actos legales e ilegales, la balanza es dispar, no estamos viendo el lado de las obligaciones ni educando a las nuevas generaciones para dar en vez de exigir. La corrupción mexicana es una malformación de la libertad mexicana, un poder hacer, con total impunidad.
Un buen gobierno regula de forma efectiva la libertad para que ésta se traduzca en mejores condiciones de vida. Tener la libertad de elegir un gobernante no necesariamente implica tener libertad y mucho menos calidad de vida.
Murió Lee Kuan Yew, artífice de Singapur, y la reflexión es obligada. Si a nosotros nos parece exagerada la regulación (falta de libertad) de los gringos, a ellos se les hace exagerada la de Singapur, una nación con envidiable calidad de vida e ingreso per cápita, un país ordenado, limpio, con un Gobierno honesto y sanciones implacables para los infractores, cualidades que lograron sin ser un régimen democrático.
Un habitante en México vive más libertades que en Estados Unidos o Singapur; el problema es que tenemos libertad de hacer mucho de lo que no deberíamos hacer. Pero no tenemos otras libertades, no podemos caminar en las calles sin miedo, necesitamos aparentar para que los criminales no nos detecten, nuestros hijos crecen en un país que no se mueve, nuestros políticos tienen una libertad envidiable para hacer y deshacer sin consecuencias.
¿Preferirías vivir con menos libertades a cambio de un país con seguridad, menos corrupción y con futuro estable para tus hijos?, es pregunta que debería hacerse México cuando salga de su adolescencia, esa etapa bronca donde libertad es una palabra de ocho letras, una sensación endeble y relativa.
Eduardo Caccia
Leer más: http://www.elnorte.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=59440#ixzz3Vn3LrQio
sábado, marzo 28, 2015
Financiamiento a Independientes
jueves, marzo 19, 2015
Jaime Rodríguez, un peje norteño
lunes, marzo 16, 2015
AMLO y Juárez
"Quiero llegar a hacer lo que hizo Benito Juárez". Andrés Manuel López Obrador (3 abril 2012)
VILLAHERMOSA, Tabasco.- Este 10 de marzo Andrés Manuel López Obrador dijo en Jiutepec, Morelos: "Al triunfo de nuestro movimiento vamos a dejar la Constitución como estaba, como la escribieron los constituyentes en 1917; se va a volver al artículo tercero como estaba, al artículo 27, al artículo 123".
La afirmación no puede menospreciarse porque es muy posible que López Obrador tarde o temprano llegue al poder; pero sorprende porque, aunque el líder de Morena se ha presentado como juarista, no pide volver a la Constitución de Benito Juárez y los liberales.
La Constitución de 1857 era un texto de gran sencillez y brevedad. Establecía derechos fundamentales sin dar poderes excesivos al gobierno y a los políticos. El artículo tercero, por ejemplo, señalaba que "La enseñanza es libre" y añadía: "La ley determinará qué profesiones necesitan título para su ejercicio, y con qué requisitos se deben expedir". Nada más.
El artículo tercero de la Constitución de 1917 era un poco más restrictivo, pero no tanto. Señalaba que la educación, además de libre, debía ser laica y prohibía a la Iglesia o a los sacerdotes establecer o dirigir escuelas de instrucción primaria. Añadía que la educación primaria sería gratuita y estaría bajo la supervisión del gobierno. El actual artículo tercero, en cambio, es un largo y complicado laberinto que parte de afirmar que la educación es un derecho para después emitir reglas complicadas que lo limitan. Coincido con López Obrador que sería mejor el artículo del 17 que el actual, pero el de 1857 es sin duda mejor porque no establece restricciones indebidas a un campo de actividad que por naturaleza debe cambiar constantemente.
El artículo 27 de la Constitución juarista tiene sólo dos párrafos. Reconoce el derecho a la propiedad privada al declarar: "La propiedad de las personas no puede ser ocupada sin su consentimiento, sino por causa de utilidad pública y previa indemnización". El segundo párrafo prohíbe que las corporaciones cívicas, eclesiásticas o de cualquier tipo adquieran propiedades o las administren, excepto las directamente relacionadas con su función. Esta disposición, en el espíritu de la Ley de Desamortización, buscaba impedir que la Iglesia tuviera propiedades o las comunidades indígenas controlaran tierras de manera colectiva.
El artículo 27 de la Constitución del 17, en contraste, estableció que en México "la propiedad de las tierras y aguas... corresponde originariamente a la Nación". La propiedad privada sólo existe si el gobierno la transmite a los particulares. Este artículo regresa también al sistema colonial de propiedad colectiva indígena que defendieron los conservadores del siglo XIX. Al pronunciarse por este artículo, y no por el liberal de 1857, López Obrador deja en claro que no es juarista.
La Constitución del 57 no tiene un artículo que rija la vida laboral, que los liberales piensan debe definirse en acuerdos privados entre trabajadores y patrones. El artículo 123 de la Constitución del 17, en cambio, estableció una larga serie de reglas para los contratos de trabajo. La excesiva regulación ha hecho que nuestros trabajadores tengan ingresos míseros y deban migrar a otros países para buscar empleo. El actual artículo 123 es todavía más complejo; convierte el trabajo en un derecho, pero crea un largo número de limitaciones a la contratación de trabajadores.
López Obrador tiene derecho a defender la Constitución del 17, pero no puede al mismo tiempo llamarse juarista. No se vale aprovechar la figura de Juárez cuando se rechazan las ideas liberales que éste defendió.
Sergio Sarmiento
domingo, marzo 01, 2015
¿Importa la corrupción?
Cuando los "padres fundadores" de la nación norteamericana discutían los elementos que debían incorporarse en su nueva Constitución, Hamilton argumentaba que si se le purga al modelo heredado de los británicos "sus fuentes de corrupción... se creará un gobierno disfuncional: como está en el presente, con todos sus supuestos defectos, es el mejor sistema de gobierno que jamás existió".
Para Hamilton la corrupción era un costo inevitable de la vida pública. Al final Hamilton perdió, quedando el sistema integral de pesos y contrapesos que postulaba Madison.
La argumentación pública en México, 230 años después, es casi idéntica. Pulula la noción de que, primero, así ha sido siempre y, por lo tanto, así seguirá. Segundo, que en la medida en que la corrupción permite que las cosas funcionen, su costo es menor.
Aunque hay mediciones que sugieren un costo incremental (más de 1 por ciento del PIB anual), es evidente que ésta ha ido mutando, y que lo que pudo haber sido válido en el pasado no necesariamente lo es ahora.
Lo que debería preocuparnos a todos no es el hecho mismo de que un funcionario se enriquezca en el poder (algo usual), sino el hecho de que la corrupción se ha ido generalizando, sumando a todos los partidos políticos y penetrando de manera incremental a toda la sociedad.
Si antes fue un factor que permitía atenuar conflictos o acelerar la implementación de proyectos, sobre todo la obra pública, fuente ancestral de corrupción, hoy se vive un fenómeno de metástasis que podría acabar paralizando no sólo al Gobierno sino al País en general.
Luis Carlos Ugalde (Nexos, febrero, 2015) describe la naturaleza y dimensiones del fenómeno, ilustrando la forma en que la corrupción piramidal de la era de presidencialismo autoritario se ha ido "democratizando" al incorporarse todos los niveles de gobierno, partidos y poderes públicos. Peor, su ubicuidad ha generado un amplio repudio en la sociedad, enojo que ha llegado a convertirse en odio.
La democratización de la corrupción ha generado un efecto ejemplo que, combinado con la impunidad, se ha propagado hacia otros ámbitos de la sociedad.
Mientras que la corrupción de antes era típica de la disponibilidad de información privilegiada dentro del Gobierno (por ejemplo para comprar terrenos a sabiendas de que ahí se construiría una carretera), del uso del gasto público para fines privados o de la interacción entre actores públicos y privados (como las compras gubernamentales), hoy la corrupción es frecuente en transacciones entre actores privados.
Más que un fenómeno exclusivamente monetario, la corrupción ha alterado el léxico, el discurso y el modus operandi: podría parecer que se trata de un mero cambio semántico, pero lo que en realidad implica es que deja de concebirse a la corrupción como un "mal necesario" para pasar a ser la única forma de conducir la vida pública.
Ese "pequeño" paso implica que deja de haber límites y que todo se vale: todo vestigio de comunidad, sociedad organizada o reino de la ley desaparece y se torna inasequible. La historia demuestra que ése es el mejor caldo de cultivo para liderazgos mesiánicos, populistas y autoritarios.
La mayor parte de las propuestas de solución no atacan más que los síntomas. La legislación en materia de transparencia se ha atorado en un conjunto de excepciones que diversas entidades del Gobierno han intentado interponer, algunas más lógicas que otras.
Pero la dinámica de esa discusión es reveladora en sí misma: todo el esfuerzo se concentra en transparentar y fiscalizar (importante), no en eliminar las causas del fenómeno. El título mismo del instrumento que se ha propuesto para combatirla es sugerente de sus limitaciones: Sistema Nacional Anticorrupción.
El problema de todas las recetas que se han presentado para combatir la corrupción es que no se atreven a reconocer el fondo, sobre todo la razón por la cual ésta se ha "democratizado". En una palabra, nuestro problema no es de corrupción, violencia, criminalidad o drogas. Nuestro problema es la ausencia de un sistema de Gobierno profesional.
Pasamos de un patrimonialismo autoritario de corrupción controlada a un desorden patrimonialista en que la corrupción hizo metástasis. Nada va a cambiar mientras no se construya un sistema moderno de Gobierno, con una burocracia profesional y apolítica, anclado en el reino de la legalidad.
En tanto eso no ocurra, la descomposición persistirá y la economía seguirá arrojando resultados mediocres. Las reformas son necesarias, pero sin Gobierno y sin ley nada cambiará.
Luis Rubio
Leer más: http://www.elnorte.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=57377#ixzz3T9cUWsgn
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