domingo, septiembre 28, 2014

 

Innovación y riqueza

El libro de Thomas Piketty, "Capital", ha causado sensación por la simple razón de que toca un tema preocupante: la desigualdad. Su argumento central es que el capital crece mucho más rápido que el producto del trabajo, es decir: el dinero se reproduce con celeridad y quienes lo tienen lo multiplican sin cesar.

Lo que Piketty no distingue es la creación del capital de la acumulación del mismo. Ahí yace una lección clave para nosotros.

En términos conceptuales, el argumento de Piketty es impecable porque muestra cómo, a lo largo de la historia, el dinero tiende a reproducirse. Sin embargo, su planteamiento se refiere, en el fondo, a los rentistas: personas que heredan capitales acumulados por otros y que son ricos o ricas por virtud de herencia y no de trabajo.

En el corazón del debate que ha desatado su publicación yace una interrogante crucial: el capital ¿se multiplica inexorablemente? o ¿se recrea en cada generación? O sea, la riqueza se crea o es producto de herencia.

Piketty no hace esta distinción y enfoca partiendo del principio de que los ricos son todos producto de herencia, razón por la cual propone un impuesto para atenuar la desigualdad resultante. La forma en que uno entienda y defina estos asuntos determina si es necesaria algún tipo de acción correctiva.

Para Piketty, "el retorno del capital con frecuencia combina elementos de creatividad empresarial, suerte y robo descarado". Sobre Betancourt, la fortuna de L'Oréal, dice "que nunca ha trabajado un día en su vida", pero vio crecer su fortuna tan rápido como la de Bill Gates.

En este punto Deidre McCloskey, historiadora económica y autora de tres volúmenes sobre el origen de la riqueza en el mundo occidental, aporta una perspectiva invaluable.

Para McCloskey el gran salto en el ingreso en Europa en los últimos siglos provino no tanto del ahorro, sino de la legitimidad -la "dignidad"- de la burguesía: en la medida en que los burgueses (hoy empresarios) y su función social adquirió reconocimiento público, comenzaron a proliferar los valores de la acumulación capitalista y la innovación: la creación de riqueza es producto de la innovación y que ésta depende de que los valores predominantes en una sociedad favorezcan y premien a los innovadores.

Para McCloskey, innovadores como Steve Jobs y Bill Gates no hicieron sus fortunas gracias a la inversión de capital o al interés compuesto que produce su acumulación, sino a su propiedad intelectual. Más bien, inventaron algo nuevo que antes no existía. En este sentido, McCloskey representa una visión alternativa a Piketty.

Para McCloskey la creación empresarial de riqueza es lo único relevante y es lo que ella considera el reto medular de los Gobiernos que se proponen impulsar el desarrollo de sus países.

Aunque reconoce que siempre coexisten fortunas heredadas con fortunas creadas por innovación, su observación histórica es que lo que eleva la riqueza general de una sociedad no son los impuestos y la labor redistributiva del Gobierno, sino el contexto en el que actúan los empresarios.

Un entorno que legitima la creación de riqueza y "dignifica" la labor de los empresarios tiende a sedimentar la plataforma dentro de la cual una sociedad puede prosperar. En sentido contrario, la ausencia de reconocimiento social de la actividad empresarial conlleva poca innovación y, por lo tanto, poco crecimiento económico.

En México proliferan los ejemplos de riqueza acumulada, condición que ha llevado a que muchos justifiquen la receta de Piketty de gravar el capital. Pero también es obvio que el entorno socio-político no sólo no legitima la creación de riqueza, sino que la penaliza. Ambas circunstancias se retroalimentan creando tanto desigualdad como poco crecimiento económico.

Para Piketty la solución es obvia: gravar el capital y redistribuirlo en la forma de gasto público. McCloskey afirma lo contrario: imponerles impuestos gravosos a los potenciales Steve Jobs o Bill Gates no haría sino impedir la constitución de empresas exitosas como Apple y Microsoft. Para ella es preferible dejar que los herederos que no trabajan sigan acumulando a impedir que se cree nueva riqueza.

La pregunta para nosotros es cómo crear un entorno propicio para la creación de riqueza producto de la innovación.

Claramente, ése no ha sido el tenor de la estrategia histórica de desarrollo en el País y ahí se originan, desde mi perspectiva, buena parte de los rezagos sociales que nos caracterizan. Capaz que también ahí se requiere mucha innovación y un gran liderazgo.

Luis Rubio 
www.cidac.org

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Futuro de las universidades

La institución universitaria cumplirá un milenio este siglo. Es un invento medieval y estudiantil.

Hubo en Bolonia abogados famosos que se habían formado en la práctica. Recibían como ayudantes a hijos de notables que deseaban tener en la familia expertos que abogaran por sus intereses.

Los artesanos medievales estaban agremiados y entre sus reglas tenían las de aprendizaje y admisión de nuevos miembros. Cuando el aprendiz de un maestro demostraba que ya era capaz de hacer una obra maestra, entraba al gremio.

El modelo gremial inspiró a los estudiantes. Formaron una cooperativa (universitas): una especie de gremio estudiantil para arrendar locales, contratar bedeles y pagar a los maestros que enseñaran ahí, no en su casa. Con el tiempo, también los maestros se agremiaron. Y aunque la nueva institución nació al margen de la Iglesia y el Estado, después quedó sujeta a su intervención.

El instrumento de control decisivo fue la autorización para ejercer. Nadie podía enseñar teología sin autorización eclesiástica. Nadie podía ejercer como abogado sin título profesional. Este monopolio privilegió a los titulados: excluyó a los que saben, pero no tienen credenciales de saber.

Los primeros universitarios eran de clase alta, y no las necesitaban para subir a donde ya estaban. Pero las credenciales dieron la oportunidad de subir a los hijos de la clase media, y eso creó una demanda incontenible, que requería administración, mucha administración.

En el siglo 20, las universidades se burocratizaron, como casi todo en el planeta. Hoy son instituciones buscadas, ante todo, por las credenciales que otorgan.

El negocio va mal, por razones económicas y tecnológicas. Cuando millones tienen credenciales para subir, la ventaja se devalúa: abundan los universitarios desempleados o con empleos de poca paga y prestigio. A pesar de lo cual aumentan los costos de la institución, porque la administración se hincha y las exigencias sindicales son cada vez mayores. A esto hay que sumar la técnica medieval de enseñar, que se volvió obsoleta para un estudiantado masivo.

Quien haya tenido la fortuna de estudiar con buenos maestros, que en clase y fuera de clase le dieron atención personal para aprender y madurar, y hasta para iniciar con ellos su carrera profesional (en el despacho, consultorio o empresa del maestro), pueden creer que ese privilegio es generalizable a toda la población. No lo es.

Las universidades ya no valen lo que cuestan, y eso va a traer cambios. Tres están a la vista:
 
1. Separar dos funciones distintas: educar y credencializar, para concentrarse en educar. En muchos países ya existen organismos oficiales que no permiten ejercer (aunque se tenga un título universitario) sin aprobar exámenes uniformes. También existen asociaciones de especialistas que certifican los conocimientos de sus miembros.

Que las universidades certifiquen a sus graduados deforma su misión fundamental: educarlos. Si cobraran lo que cobran por dar los mismos cursos, pero sueltos y sin otorgar un título final, la demanda se desplomaría, reducida a los que quieren aprender, no sacar credenciales.

2. Separar las materias que requieren laboratorios, talleres, hospitales o la presencia física de un maestro de las que pueden enseñarse a distancia. Los costos de la presencia mutua del maestro y los estudiantes (desplazarse para coincidir en un lugar y momento) son elevadísimos, y sólo se justifican para algunas materias. Las demás deben impartirse de otra manera.

Asombra el éxito de Coursera, una empresa asociada con universidades de prestigio para dar cursos en línea. En dos años pasó de cero a 7 millones de estudiantes.

3. No ver la educación como una etapa previa a los años de trabajo, sino paralela y de toda la vida. Flexibilizar contenidos y calendarios en los planes de estudio para combinar educación y trabajo. Entrenar para el autodidactismo, y en particular: enseñar a leer libros completos, a resumirlos por escrito y discutirlos.

Después de la imprenta (renacentista) e internet (actual), ¿se justifica la universidad (medieval)? Ya en el siglo 19, Carlyle escribía: "La verdadera universidad hoy es una colección de libros". Lo más que puede hacer un maestro universitario por nosotros es lo mismo que un maestro de primaria: enseñarnos a leer ("Los Héroes", V).

Desgraciadamente, se han multiplicado los universitarios que no saben leer libros, y las universidades no se hacen responsables de tamaña atrofia.

Gabriel Zaid


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domingo, septiembre 21, 2014

 

'Odile', Eladio y Foucault

Supongamos que se llama Eladio. Supongamos que pasó una noche en una pequeña bodega con su familia, resguardado de vientos que, a más de 200 km/h, arrancaron postes de la red eléctrica, voltearon autos, destrozaron ventanas, muebles, plafones; ahogaron caminos, torcieron metales, sembrando la destrucción y astillando el alma de un lugar llamado Los Cabos.

Al día siguiente Eladio empuja con dificultad un carrito de supermercado atiborrado de mercancía por una calle que parece un río, el cauce del agua, a las rodillas, amenaza con hacerle perder el equilibrio y, lo peor, llevarse la pantalla de televisión que corona la rapiña y eleva aquel rectángulo de plasma por encima del agua potable y medicinas; total, diría Eladio, "Odile" se llevó todo, pero nos trajo tele nueva.

Como Eladio, miles de personas pasaron de la sorpresa al miedo y luego a los saqueos, demostrando que la fragilidad humana, al menos en esta zona de Baja California Sur, no aguanta un huracán categoría 3, pero tampoco la pobrísima cultura de prevención y la lentitud de las autoridades para actuar.

Michel Foucault diría "se los dije". El filósofo francés argumentó que la ciudad moderna, incluso el Estado actual, son meras ilusiones, espejismo que se sostiene de una delicada red de alfileres, mecanismos de control que operan cotidianamente: la Policía, los semáforos, la disciplina en la fila de la escuela, las cámaras de vigilancia, el orden peatonal en un crucero, el intercambio recíproco del mercado, la previsible rutina del trabajo, en fin, de todo aquello que compacta lo que llamamos orden normal de las cosas, la vida homogénea.

Cuando se fractura este orden y se alteran o interrumpen los mecanismos de control y la ciudad ya no funciona como ciudad, y el Estado no es Estado y no cumple su función esencial: proteger a sus habitantes, la realidad se desvanece y emerge un territorio salvaje donde impera una lucha por la sobrevivencia en la que las personas tratan de establecer su propio orden (desde saquear una tienda hasta poner barricadas de protección vecinal).

La voz de la manada impera sobre el individuo, los actos colectivos moldean la percepción (y ésta, la realidad), generando caos y conductas que se autojustifican.

Una vez derrumbado el orden social, ciudad y selva son lo mismo, a menos que haya señales de contrapeso que normen el flujo de la tribu, que detengan la estampida, que provoquen nuevas percepciones. Es aquí donde me parece que las autoridades, incluso empresas y población civil, fallaron.

La tecnología hace de la predicción de huracanes casi una ciencia exacta, la tarea de las autoridades es estar preparadas para lo peor, no para lo mejor.

Tengo amigos que el mismo domingo que pegó "Odile", horas antes abordaron un avión hacia Los Cabos. El personal de la aerolínea dijo que no había riesgo. Ahora la empresa dice que nunca tuvo un aviso, de autoridad competente, que detuviera la llegada de cientos de pasajeros al desastre (mis amigos tuvieron dos intentos de aterrizaje por los fuertes vientos).

Ni el Gobierno local ni el federal previeron para lo peor, fueron reaccionarios cuando tenían que haber sido previsores, con campañas que orientan el comportamiento (como simulacros de sismo), con información previa que tranquilice (ante el miedo de la escasez de agua y alimentos, surge la agresividad primal): "Tenemos abasto de agua y víveres, eviten tal cosa".

"Odile" rebasó la naturaleza humana y puso en evidencia la frágil estructura de protección gubernamental que tenemos.

Cuando se restablezca la energía eléctrica, Eladio colgará su nueva pantalla de plasma. Quizá no tenga su mismo trabajo, quizá su calle siga en ruinas y la economía cuesta arriba, pero cuando encienda su televisión, en ese momento sentirá que las cosas han vuelto a la normalidad.

Él no sabrá nunca de Foucault ni de prevención, pero en su realidad será feliz de ser un hijo más del sistema (cultura) que, en vez de llevarlo a una universidad y enseñarle ética, lo lleva a la ilusión del Canal de las Estrellas.

Eduardo Caccia


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martes, septiembre 16, 2014

 

Patrioterismo

"El patriotismo es con frecuencia una veneración arbitraria de un bien raíz antes que de los principios". George Jean Nathan
 
Cuando yo era niño el viaje en autobús escolar el 15 de septiembre era más complicado que de costumbre.

Asistía al Colegio Madrid, una de las escuelas de hijos y nietos de refugiados de la guerra civil española, y el autobús portaba el nombre de la escuela en los costados.

Algunos en las calles nos gritaban ese día "gachupines" u otros insultos. Tengo entendido, aunque a mí no me tocó, que a un autobús alguien le tiró piedras.

Me costaba trabajo entender por qué alguien podía odiar tanto a unos niños que nunca le habían hecho nada malo.

Desde entonces me he sentido incómodo ante el patrioterismo. No tengo ningún problema con las expresiones de amor y de pertenencia a un país.

Mientras escribo este artículo, en efecto, tengo en la solapa una pequeña Bandera mexicana. Me sirve en estas fechas para celebrar el orgullo de ser mexicano.

Pero eso no significa que esté yo listo a salir a las calles a gritar "pinches gringos" o "vamos a matar gachupines" o que vaya a establecer una partida de vigilantes armados en la frontera sur para evitar la entrada de guatemaltecos y salvadoreños a nuestro país.

Festejar la independencia de una nación es natural y lógico. Lo hacemos los mexicanos de manera natural los días 15 y 16 de septiembre.

Pero tenemos que ser conscientes de que la independencia a veces tiene un costo.

En 1820, un año antes de lograr la independencia, México, conocido entonces como Nueva España, tenía un PIB per cápita de 759 dólares internacionales de 1990 contra mil 008 de España, 24.7 por ciento menos (Angus Maddison, "Historical statistics").

Actualmente México registra un PIB per cápita de 10 mil 629 dólares contra 29 mil 150 de España (FMI, 2013). España, a pesar de su crisis, es hoy casi tres veces más próspera que México.

Escocia llevará a cabo este 18 de septiembre un referéndum sobre su posible separación del Reino Unido, país del que forma parte desde 1707 cuando se le dio el nombre de Reino de Gran Bretaña.

Casi todos los especialistas sugieren que la separación de Escocia tendría un costo económico importante para los escoceses, pero aun así un número significativo votará por la independencia.

Movimientos políticos buscan también separar al País Vasco y a Cataluña de España. Las consecuencias económicas serían también negativas, pero para muchos vascos y catalanes eso importa poco o nada.

Los políticos utilizan a menudo el patrioterismo como forma de obtener votos y poder. Escucho a alguno que dice que en México ya no debemos celebrar la independencia porque "Peña Nieto entregó el petróleo a los gringos".

Pero ¿realmente creerá que nuestra nación está hecha de petróleo? ¿Pensará que todos los países del mundo con inversión privada en sus industrias petroleras (virtualmente todos) han regalado su independencia?

Desde tiempo inmemorial los políticos han aprendido que la desconfianza del ser humano al extranjero permite a los peores entre ellos mantener el poder simplemente por ser nacionales.

La verdad es que podemos ser patriotas, orgullosos de nuestra nación, sin ser patrioteros.

Hoy es un buen momento para brindar con nuestros amigos de otros países, los españoles también, por un pasado común que nos une más de lo que nos separa.

Los mexicanos podemos estar orgullosos de nuestra nacionalidad a pesar de que también lo estemos de ser yucatecos, chihuahuenses, oaxaqueños, poblanos o bajacalifornianos.

El que seamos diferentes no justifica que tratemos de discriminar o de agredir a quienes tienen otra nacionalidad.

Cuando niño nunca entendí que la gente pudiera agredir o insultar a niños por el hecho de ser trasladados en un transporte escolar con el nombre de una ciudad extranjera. Sigo sin entenderlo.

Sergio Sarmiento
www.sergiosarmiento.com

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domingo, septiembre 14, 2014

 

Genoma del político (mexicano)

De mi compendio de preguntas ociosas: ¿qué motiva a una persona para convertirse en político? Supongo que les gusta serlo. Quienes se dedican a un trabajo que les gusta sienten una pasión desbordante. Bach hipotecó su vista escribiendo música en la penumbra cadenciosa de una vela; Picasso pintaba en tablas de desecho de los embarcaderos.

La pasión es un motivador fuera de borda. El escritor no puede vivir sin escribir, el pintor sin pintar. Marie Curie pasó horas en su laboratorio, trabajó gratuitamente, amaba profundamente su labor, fue la primera persona en recibir dos Premios Nobel en distintas categorías, difícilmente pudo haber logrado esto sin la tremenda pasión por lo que hacía.

Saco otra pregunta: ¿dónde está la pasión de un político?, ¿en lograr qué?

En su génesis, el candidato amolda su discurso al interés del votante, argumenta frases rimbombantes y repite que desea servir, adereza su arenga con frases de manipulómetro, hace diagnósticos donde hay culpables sin nombre y apellido (mucho menos castigo), profetiza cambios, vende esperanzas.

La ideología es una capa camaleónica, escalera multicolor. Ya en el poder, el individuo se descubre, aflora un ser con intereses distintos, se sabe que su pasión no fue servir, entregarse; sobreviene la desilusión, y la Nación se lo demanda y no pasa nada. Así, las campañas políticas son una fiesta de disfraces, un juego de simulaciones, pero ¿en aras de qué?

La oruga se hace mariposa. El político se hace rico. Ha sido notorio que ser político conduce a tener riqueza y poder. No quiero ser malpensado, pero ¿sería posible que la verdadera motivación de muchos políticos sea hacerse ricos?

Si esta descabellada idea fuera cierta, explicaría por qué dentro de esa aristocracia hay venta de candidaturas y otras prebendas, como los moches; después de todo, un puesto político sería visto como un centro de utilidades, no de servicio; sería lógico pensar que, para hacerlo rentable, el político deba pagar una hipoteca envenenada, el entramado pacto que hizo posible su encumbramiento.

"Que el poder sirva a la gente", otrora lema de campaña presidencial labastidista, diagnostica con brillante precisión una necesidad tan grande como el sarcasmo que encierra. Generalmente, la pasión del político no es servir, sino servirse, y para ello ha de simular, entrar en un juego de espejos donde por un lado da poco y, por otro toma mucho.

El político no parece sentir la hipoteca social. Según este concepto, todos quienes tenemos algún privilegio y somos dueños de algo (inmueble, estudios, servicios de salud, viajes, visión, etc.) estamos obligados a trabajar por aquellos que no lo tienen, o tienen menos, con objeto de hacer una mejor sociedad, donde la riqueza sea mejor repartida.

Me pregunto: ¿a cuántos políticos les motiva la hipoteca social? Tal parece que su trabajo no es cerrar la brecha, sino mantenerla, administrarla, esquilmarla.

La niñez y la juventud en México tienen incentivos torcidos para enrolarse en las filas del crimen. Los modelos a seguir consiguen fama, dinero, poder; rara vez son castigados.

Esa misma estructura de motivadores opera bajo otra escenografía: el teatro político. Llegar para tomar (no para dar) es una instrucción dentro del genoma del ser político mexicano. Las excepciones se vuelven enemigos del sistema, nada es más peligroso que un virus de honestidad, una vacuna contra la impunidad o poner primero al ciudadano.

Si un político acepta que su pasión es servir a la gente, debería ser capaz de trabajar sin sueldo. Hacer realidad su pasión sería su mejor remuneración.

Como difícilmente se come y se mantiene una familia con aplausos, está bien que cobren un salario. Sin embargo, parece que la nómina es meramente la constancia oficial de pertenencia a la ubre presupuestal, el ejercicio del poder guarda otras fuentes de ingresos, y pensando mal, sólo pensando mal, me temo que ahí reside la gran motivación del estereotipo de un político mexicano.

Eduardo Caccia


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lunes, septiembre 08, 2014

 

Gastalones

"A los políticos les gusta gastar más porque es más fácil que medir los logros". Grover Norquist  

 

El gobierno de la República pretende gastar 4 billones 676 mil 237.1 millones de pesos en 2015 si el Congreso le da su bendición. Aunque los funcionarios dicen que es muy poco, que representa "niveles de gasto que no son suficientes para cubrir las necesidades de la población en áreas estratégicas" (Criterios 2015), es en realidad el mayor monto de la historia... como lo ha sido el de 2014 y lo fue el de 2013. Todos los años recientes el gobierno federal ha roto récords históricos. Yo no sé si el gobierno gasta mucho o poco, lo que sí es claro es que gasta más que nunca.

 

El gasto gubernamental representa el 26 por ciento del Producto Interno Bruto. Casi uno de cada cuatro pesos de la producción de bienes y servicios que generan los mexicanos lo gasta -pero no lo produce- el gobierno. El sector público sustrae en lugar de sumar. Eroga 39 mil pesos por cada uno de los 119 millones de personas que Conapo estima vivimos en México en 2014. Esto representa 195 mil pesos por cada familia típica de cinco integrantes. ¿Usted piensa que su familia recibe 195 mil pesos al año en servicios del gobierno? Y ¿le parece que son servicios de calidad?

 

El gobierno siempre ha justificado su gasto con el argumento de que combate la pobreza y genera desarrollo. En octubre de 2013, sin embargo, publiqué aquí datos que señalan que mientras el gasto gubernamental para combatir la pobreza ha aumentado 20 veces de 1994 a 2012, de 15,888 millones de pesos a 310,302 millones de pesos, la pobreza pasó apenas de 52.4 a 52.3 por ciento de la población (Coneval). Esa décima de punto se pierde en el margen de error. Quizá el creciente gasto gubernamental haya servido para aumentar la burocracia, pero no para disminuir la pobreza. Por otra parte, estos últimos años de marcas históricas en el gasto público han coincidido con un estancamiento de la economía mexicana.

 

Cada día nos enteramos de algún nuevo dispendio gubernamental. Que si la Sedena compró un avión Challenger de lujo para 10 pasajeros que implicará una erogación de 662 millones de pesos porque el avión del general secretario ya era obsoleto. Que si las "subvenciones extra" para las bancadas de los partidos en la Cámara de Diputados, sobre las cuales no hay rendición de cuentas, han ascendido a más de 2 mil millones de pesos en 20 meses. Que si la Línea 12 del Metro costó 24 mil millones de pesos pero a menos de dos años de su inauguración ya no funciona. Que si la nómina del magisterio nacional exhibe anomalías con valor de 51 mil millones de pesos al año.

 

Parte del problema es que todos criticamos el dispendio gubernamental, pero cada grupo político defiende la porción que le toca. Las organizaciones campesinas demandan más subsidios, a pesar de que los que hay sólo han servido para hacer permanente la pobreza rural. Las constructoras exigen que "baje el dinero", para enriquecerse haciendo obra pública. Los intelectuales critican al gobierno, pero se enfurecen cuando alguien sugiere eliminar el subsidio del Fondo de Cultura Económica.

 

Mientras tanto, el gobierno fracasa en el cumplimiento de sus responsabilidades fundamentales, esas que nadie más puede cumplir. El caso más notable es la seguridad. El gobierno se enorgullece de que el número de homicidios dolosos ha caído de 24 por cada 100 mil habitantes en 2011 a 19 en 2013, pero omite señalar que en 2007 la cifra era de 8 (Inegi).

 

Supongo que no todo el gasto gubernamental es inútil. Algunos servicios públicos son valiosos. Pero la idea de que la forma de construir un país más próspero y con menor pobreza es aumentar el gasto público es falsa. El presupuesto es un simple botín que los grupos de poder se disputan para su beneficio.

 

· TRATA O TRABAJO

 

En un momento en que la persecución de la prostitución tildada de "trata" nos regresa a los tiempos del peor moralismo, Marta Lamas ofrece en Nexos un excelente artículo: "Prostitución, ¿trata o trabajo?". Es lectura obligada.

 

@SergioSarmiento

 


 

El salario del miedo

"El salario del miedo" es una estupenda película francesa de los años cincuenta, protagonizada por Yves Montand. El título se refiere al salario extraordinario pagado a cuatro europeos desesperados, que aceptan manejar un par de camiones cargados con nitroglicerina, a lo largo de cientos de kilómetros de malos caminos en Venezuela. La frase sirvió a un crítico memorioso, en 2013, para calificar la decisión de Nicolás Maduro de incrementar los salarios de los militares en un porcentaje varias veces mayor al aumento decretado para los trabajadores.

Consideraciones económicas aparte, no me parece injusto atribuir el origen del debate actual sobre los salarios mínimos en México, al menos en parte, a un temor político. Creo que tal atribución no necesita de más prueba: los partidos la han aportado.

Siguiendo con lo ajeno por un momento, he leído con atención varios comentarios donde se lamenta la "politización" de la discusión referida. Dado que el concepto se encuentra en el Artículo 12 3 de la Constitución, el tema es político por naturaleza. (Según entiendo, se estableció por primera vez en la Constitución de 1917). En otras palabras, no está politizado ahora, siempre ha sido así.

Dejando de lado lo anterior, el lector puede encontrar de algún interés las siguientes observaciones sumarias:
 
1.- La teoría económica y el sentido común no dejan lugar a dudas. En ciertas condiciones, aumentar "por decreto" el precio del trabajo puede resultar en mayor desempleo. Esto último afectaría, en especial, a los nuevos entrantes a la fuerza de trabajo, es decir, a los jóvenes, a los poco capacitados, etc. Se trata simplemente de una aplicación de la "ley de hierro" de la demanda: cuando aumenta el precio de algo (el trabajo), lo más probable es que se reduzca la cantidad comprada. A este respecto, la enorme literatura disponible no ofrece conclusiones definitivas. Sin embargo, algunos estudios recientes sugieren lo razonable: que el salario mínimo afecta el crecimiento del empleo, y que ese efecto es más pronunciado en los sectores económicos con una mayor proporción de trabajadores de bajos ingresos (baja productividad). En nuestro caso, vale suponer también que incentivaría la informalidad. Según entiendo, el 93% de los trabajadores que ganan hasta un salario mínimo laboran en la informalidad.

2.- Es cierto, por supuesto, que en términos reales el salario mínimo se ha reducido en forma muy significativa durante las últimas décadas (pero de 2000 a la fecha ha tenido un ligero crecimiento). Como quiera, el 70% de caída destacado en los discursos políticos es un mal punto de referencia, por una sencilla razón: la comparación se hace con el "pico" alcanzado en 1977 (1976), una situación anormal, producto de las (muchas) tonterías económicas de Luis Echeverría.

3.- El salario real se ha desplomado, una y otra vez, a lo largo del pasado reciente, como consecuencia de la persistencia de la inflación y de las diferentes crisis recurrentes que se han sufrido. De ello se sigue una recomendación obvia de política económica: estabilizar la economía redunda en beneficio sostenido de los trabajadores. En términos más concretos, eso quiere decir reducir y controlar la inflación y evitar los desequilibrios (fiscales y externos) que desembocan en catástrofes.

4.- Considerando lo anterior, resulta curioso notar que algunos de los críticos más severos del deterioro del salario mínimo son, al mismo tiempo, partidarios de aflojar la lucha contra la inflación y de devaluar sistemáticamente el peso -dos fenómenos que reducirían sin remedio el salario real.

5.- La teoría generalmente aceptada no avala la idea de que aumentar el salario mínimo se traduce por fuerza en inflación. El alza en cuestión significaría un incremento del costo de la mano de obra y en un salto hacia arriba de muchos precios. También, sin duda, en un deterioro de las expectativas. Sin embargo, para que se genere un proceso inflacionario lo anterior tiene que ser validado, a fin de cuentas, por una expansión del dinero en circulación. "La inflación es un fenómeno monetario".

6.- Por cierto, del 2000 al presente el llamado "salario medio de cotización" de los trabajadores afiliados al IMSS ha crecido 20% en términos reales.

Es ilusorio pensar que elevar el salario mínimo -por decreto, desde luego- va a terminar con la pobreza y va a reducir de veras la desigualdad. Así se ha intentado en el pasado... empeorando la situación.

Everardo Elizondo


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lunes, septiembre 01, 2014

 

Lecciones del populismo bolivariano

El populismo de Hugo Chávez, continuado por Nicolás Maduro, ha llevado a Venezuela, lógicamente, a su caótica situación actual. Y digo "lógicamente" en términos de lo que enseña la teoría económica elemental... y la historia.

Por ejemplo, según los datos del propio banco central de la ahora llamada "República Bolivariana", en fechas recientes la inflación general excedió al 60% anual, al mismo tiempo que la inflación de los alimentos se acercó al 80%. Tales cifras, alarmantes de por sí, con seguridad subestiman la realidad, dado que el gobierno ha establecido una serie de controles sobre los precios de todo tipos de bienes.

Las autoridades han atribuido el problema, desde luego, a la codicia de los comerciantes y de los productores. En esto, como en muchas otras cosas, no han exhibido mucha originalidad: el mismo argumento ha sido usado durante siglos por todos los políticos en circunstancias parecidas.

La explicación de veras es de libro de texto: el banco central ha venido aumentando la cantidad de dinero en circulación (bolívares) a tasas anuales alrededor del 75%. ¿Por qué? Simplemente, porque ha extendido crédito tanto al gobierno como a diversas empresas públicas. ¿Para qué? Para financiar sus gastos, con la intención de propulsar la actividad económica. En lenguaje de economistas, todo eso se conoce como "una política fiscal y monetaria (muy) expansiva".

Como era de esperarse, no ha tenido éxito. El PIB de Venezuela creció apenas 1.3% en 2013, y se estima que presentará una caída este año -nadie sabe, por supuesto, de qué tamaño. La incertidumbre al respecto se explica por dos factores al menos: la creciente confusión creada por los errores de política económica, y el aumento de la inquietud social, evidenciada en las protestas populares.

La explosión monetaria ha conducido, sin remedio, a otro resultado previsible: la abrupta devaluación del bolívar. En febrero del año pasado, la cotización oficial pasó de 4.30 a 6.30 bolívares por dólar, pero en el mercado "paralelo" (vulgo, "libre") el tipo de cambio era algo así como 60 bolívares. Con una disparidad de tal tamaño, era obvio que la moneda estaba sobrevaluada. Otro ajuste era simplemente cuestión de tiempo. Y, en efecto, en enero y en marzo de este año el gobierno introdujo dos sistemas cambiarios adicionales, aplicables a las importaciones de bienes que no son "de primera necesidad". En el primero de ellos, el tipo de cambio es aproximadamente 10 bolívares; en el segundo, el tipo de cambio es fluctuante y ronda los 50 bolívares. (Alguna vez vimos en México algo por el estilo, y ya sabemos que se acompaña siempre de la burocratización y la corrupción).

Es obvio que el desorden fiscal y monetario está en el fondo de los problemas económicos de Venezuela. Como no presenta señales de corrección, el gobierno ha seguido introduciendo medidas arbitrarias de control sobre los procesos económicos, las cuales pretenden suprimir sus consecuencias. La más reciente, constituye un ejemplo de las aberraciones a las que se puede llegar.

Los controles de precios (y de ganancias), en medio de la inflación, han provocado una escasez generalizada de bienes. Esto ha dado lugar a las reacciones lógicas del consumidor, entre otras, comprar todo lo que puede... cuando lo encuentra. La Superintendencia de Precios Justos (!) dice que ello propicia el contrabando y la informalidad. Frente a ello, el pasado 21 de agosto, la Superintendencia anunció que pondrá en operación en los supermercados un "sistema biométrico" para vigilar las ventas, por medio de las huellas dactilares de los compradores. El esquema no es otra cosa que una (tonta) "cartilla electrónica de racionamiento", como ha sido bien calificada. Por supuesto, fracasará.

Frente a la inflación, el salario "mínimo" aumentó tres veces durante el año pasado (para un total de 45%) y en dos ocasiones en 2014 (43%). Como quiera, ha disminuido en términos reales. Esto último pone de manifiesto, una vez más, "las falsas promesas del populismo", para usar la frase certera de un economista chileno.

El populista típico ofrece redimir a las masas de sus males pero, en la práctica, los agrava. En palabras de Octavio Paz: "... en el fondo del populismo hay un gran e inconfesado desprecio por el pueblo".

 

Everardo Elizondo


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