domingo, diciembre 29, 2013

 

Antigüedad portátil

La antigüedad en el empleo tiene un peso excesivo al decidir cuando un empleado piensa en cambiar de empresa o un patrón piensa en despedir a una persona. Las leyes mexicanas hacen el despido difícil y costoso, como si el vínculo ideal fuese una especie de matrimonio indisoluble. El costo base de la indemnización es de tres meses de sueldo más veinte días por año de antigüedad. Más una prima de antigüedad con modalidades complejas. Más otras cantidades que pueden derivar del contrato colectivo o individual.

Se comprende que haya personas descontentas en su trabajo que no lo dejan "por no perder su antigüedad". Al descontento suman la esperanza, no de encontrar algo mejor, ¡sino de ser despedidas! Sucede incluso que, ante una buena oferta de otra empresa, el ejecutivo titubea. No es tan difícil calcular en cuántos meses de ganar más se amortiza la antigüedad perdida. No es tan difícil suponer que trabajar contento mejora el desempeño y amplía las oportunidades, incluso ganando menos. Pero la incertidumbre de lo "bueno por conocer" se suma a la inercia de aceptar lo "malo por conocido".

A veces, hay codependencias sádico-masoquistas. Ni se va, ni lo corren. El jefe también está descontento y regaña y se queja del que "no produce nada", pero cree que el despido cuesta una barbaridad. No es tan difícil calcular que si cuesta 10 meses de sueldo, la inversión se paga en 10 meses. Incluso en menos, porque el verdadero costo está en los daños (y oportunidades perdidas) que causa un "bueno para nada".

Un joven muy independiente, cuando obtuvo su primer empleo, decidió ahorrar lo necesario para indemnizarse a sí mismo cuando se le pegara la gana. No es una cantidad tan grande ni tan pequeña, pero le dio una seguridad que mejoró su desempeño. Se quedó muchos años y acabó comprando la empresa.

Que todo puesto tenga la persona ideal y toda persona el puesto ideal mejora la productividad y la felicidad. La buena administración sabe la importancia de esa meta, pero las urgencias se imponen, tanto en el reclutamiento de candidatos por parte de la empresa como en la búsqueda de empleo por parte de los candidatos. Cosas tan elementales como vivir cerca del lugar de trabajo son pasadas por alto. Por otra parte, los reacomodos son difíciles para los puestos muy especializados, porque las oportunidades para ambas partes se cuentan con los dedos de la mano.

En un librito notable ("How to avoid work"), el consejero vocacional William Reilly argüía contra la impaciencia. Si piensas en décadas, no es tan difícil llegar a lo que parece imposible. Alguna vez aconsejó a un policía descontento. Después de examinar sus aficiones, deseos y capacidades, le hizo ver que la mejor combinación con su empleo actual no era la frustración, sino la meta de ser un abogado penalista poco común: con experiencia de calle. Tomó cursos nocturnos, a partir de los cuales lo ascendieron, etc.

John B. Miner ("The management of ineffective performance") dice que, por supuesto, el desempeño deficiente tiene que ver con problemas de capacidad y personalidad, pero que en la mayor parte de los casos tiene que ver con un "placement" equivocado: no es el mejor puesto para la persona, ni la mejor persona para el puesto.

Pero no es tan fácil lograr la combinación perfecta de puestos y personas. Los procedimientos tradicionales para combinar la descripción de un puesto con la descripción de una persona son tentativos, y nada más. Peter Drucker ("Management") arguye que es inevitable hacer la prueba final en la práctica. Esto supone aceptar que habrá errores y que habrá que corregirlos. Lo cual se dificulta cuando las reglas escalafonarias y las leyes laborales son rígidas.

Una manera de atenuar esta rigidez, en beneficio de ambas partes, sería separar el costo de los derechos de antigüedad y pagarlo de otra manera. En vez de esperar a la separación o el despido para efectuar el pago, se haría sobre la marcha, como aportación a las afores. Para esto, se tendría que hacer el cálculo actuarial de cuánto vale el posible despido, no para cada persona, sino como un porcentaje sobre el sueldo que todo patrón debe depositar en el Sistema de Ahorro para el Retiro.

Así la antigüedad sería portátil: nunca se perdería al pasar de una empresa a otra, y el costo del despido se reduciría mucho, sin afectar los derechos de antigüedad, que estarían de hecho pagados de antemano.

 

Gabriel Zaid


viernes, diciembre 13, 2013

 

Bochornos y definiciones

"Dios ha muerto, Marx ha muerto y  yo no me estoy sintiendo muy bien." Woody Allen

 

La Reforma Energética ya fue aprobada, va camino a las legislaturas estatales para que se convierta en letra constitucional. Ya hemos hablado, y tendremos que seguir haciéndolo, sobre su importancia y la forma en que modificará todo el ciclo energético en el país, pero también generará cambios políticos, sociales, económicos y culturales. El petróleo era un mito, un tabú, y cada vez que se logra derribar uno de ellos, los cambios en cadena se suceden.

 

Muchos ganan con esta reforma, pero también hay muchos que pierden o peor aún, se exhiben como lo que realmente son. Pierde el sindicato petrolero (no sus trabajadores que ganan con la ampliación del mercado de trabajo y con una empresa más eficiente, sino sus líderes que se quedarán, progresivamente, porque eso tampoco sucederá de un día para el otro, sin muchas de sus prebendas); pierden los pocos legisladores panistas pintados de amarillo como Javier Corral, que votan contra su partido y su historia; y pierde, sobre todo, el PRD, no porque se haya opuesto a la reforma, sino porque una vez más no pudo terminar de desligarse a tiempo de las alas radicales de su propio partido, del PT y de MC, aliados tácitamente con Morena (que sin López Obrador, como se comprobó, no es nada) que dañan irremediablemente la imagen pública que habían intentado con bastante éxito recomponer durante este año.

 

Hubo exhibiciones lamentables en la llamada izquierda. Qué mejor ejemplo que la senadora Layda Sansores, siempre prudente, nunca atrabancada, siempre con conocimientos sensatos, con argumentos sustentados, cuando le indujo suavemente a sus pares senadores “esto me recuerda a Saramago: ustedes que quieren privatizar y están con los ánimos de los tiempos nuevos: privaticen los sueños, privaticen la ley, privaticen la justicia, pero si quieren que realmente haya una privatización a fondo, vayan y privaticen a la puta madre que los parió, eso sería mucho mejor que lo hicieran porque al menos ésa es suya, esta patria no les pertenece porque no se la merecen”. Argumentos contundentes. Pobre Saramago, que penas ajenas le hacen pasar. Lo cierto es que lo que más se recordó de cuatro días de debates en la izquierda fue a Lady Layda, quien hasta hace unos años era priista, convertida al PRD cuando le negaron la gubernatura de Campeche, hija de un terrible cacique absolutamente echeverrista, Carlos Sansores Pérez. Todas credenciales de izquierda.

 

Qué decir del diputado Antonio García Conejo, perredista de Michoacán, que se encueró en tribuna en una patética parodia de aquel Naked News de la televisión canadiense y rusa, donde la conductora se despojaba de una de sus ropas con cada noticia… la diferencia, obviamente, una muy apreciable cuestión de estética. Había que debatir sobre el petróleo y entonces el diputado decidió mostrar miserias.

 

También son para recordar las líneas argumentales de la diputada perredista, la aguerrida Karen Quiroga, que para fortalecer sus tesis en el debate legislativo la emprendió a golpes y rasguños contra una diputada priista que terminó en la enfermería. Para demostrar civilidad política, más tarde Quiroga se disculpó en tribuna por haber madreado (diría Lady Layda) a su colega.

 

Mientras tanto en el salón de sesiones de San Lázaro, convertido en trinchera de la lucha “antiprivatizadora”, cerradas sus puertas con cadenas, recordando aquellos bellos días de la toma de posesión de Felipe Calderón, una veintena de diputados del PRD, PT y MC (no todos, algunos no eran siquiera legisladores, como el propio secretario general del PRD, bejaranista él, Alejandro Sánchez), disfrutaban del salón como si fuera suyo: nadie podía contradecirlos o votar en contra de sus propuestas: usaban curules, tribuna, micrófonos, sentían lo que nunca habían sentido en realidad, que tenían poder. Alfonso Durazo, ahora en MC, luego de haber pasado por el PRI, por la secretaría particular de Colosio, por aquellas oficinas de Aniceto Ortega, donde tanto desapareció, por la secretaría particular del presidente Fox y su coordinación de comunicación social, por la campaña de López Obrador, siempre con una línea congruente, se declaraba presidente de la sesión secuestrada y desde allí arengaba contra políticas que impulsó durante buena parte de su carrera. Y qué decir al ver a Manuel Camacho y su tocayo Bartlett, ellos siempre tan amigos y cercanos políticamente, congruentes, tomando la tribuna del Senado.

 

¿Qué hacen en la izquierda, que tiene mucho que decir y que hacer en un verdadero debate político, estos personajes? ¿Cuánto van a tardar en comprender en las corrientes serias del PRD que con esos compañeros de ruta se desprestigian, pierden influencia y seriedad? Sí como decía don Jesús Reyes Heroles la forma es fondo, las formas que esgrimen demuestran un fondo bochornoso que no puede ser parte de una corriente política seria.

 

Jorge Fernández Menéndez


lunes, diciembre 02, 2013

 

¿Quién paga los impuestos? (realmente)

En relación con la polemizada reforma tributaria, un estimado amigo mío me recordó hace poco el certero dicho de un distinguido economista: "en la sociedad sólo hay dos clases de personas: las que pagan impuestos y las que viven de los impuestos". Desafortunadamente, a menudo no está claro quiénes integran la primera categoría.

En la literatura sobre finanzas públicas una cosa es "el impacto" de un impuesto y otra cosa, muy distinta con frecuencia, es "la incidencia". La diferencia estriba en que el pagador formal del tributo puede "trasladarlo" en muchas ocasiones. Por ejemplo, el impuesto sobre la gasolina, vendida a nivel de bomba, lo paga claramente el consumidor a través del precio (incidencia), aunque sea el vendedor quien tiene la obligación de enterarlo (impacto) al fisco. La historia no acaba ahí en realidad, pero basta y sobra como ilustración.

En todo caso, el ejemplo anterior sirve para enfatizar un punto clave: todos los impuestos recaen "a fin de cuentas" sobre las personas físicas. Las empresas son simplemente agentes recaudadores. Eso es cierto no sólo en lo que toca a gravámenes como el mencionado, sino también en lo que respecta al impuesto sobre las utilidades de las empresas (ISU, para propósitos de esta nota).

A primera vista, el ISU lo pagan los propietarios de la empresa gravada. Esa era precisamente la visión tradicional -aunque no todas las opiniones de los economistas coincidieran. Sin embargo, los avances de la teoría y la acumulación de resultados de ciertos estudios empíricos, han llegado a conformar un nuevo consenso: es muy probable que los trabajadores y los clientes de la empresa terminen pagando una buena parte del ISU. (Vale reconocer que el asunto es cualquier cosa, menos sencillo).

Lo señalado es apenas una primera regla elemental en cuanto a la incidencia de un ISU. La empresa, como tal, no paga impuestos. Una segunda regla es que el gravamen se distribuye en función de la movilidad de los involucrados. Si el impuesto reduce la rentabilidad del capital y éste se puede desplazar con facilidad entre actividades y entre países -como sucede en la economía global- la carga del tributo se traslada, en parte, a los trabajadores. En todo caso, no hay duda de que, en el mundo actual, el capital es más móvil que la mano de obra.

La apertura de la economía (el grado de competencia) limita también la posibilidad de que el impuesto se traslade a los consumidores: el producto afectado puede encontrar la competencia de bienes parecidos, pero producidos en economías donde el ISU es menor. De nueva cuenta, el peso del tributo puede caer sobre los trabajadores.

Una consideración adicional es relevante. Si un ISU propicia la adopción de métodos de producción menos intensivos en capital, ello puede resultar en un crecimiento más lento de la productividad de la mano de obra, en perjuicio de los salarios reales.

Hace poco, en algún otro escrito, cité la conclusión de un trabajo realizado por la Oficina de Análisis Tributario (OTA) del Departamento del Tesoro de Estados Unidos. A la letra, la OTA dice que los resultados de diversos estudios "sugieren reconsiderar el supuesto de que el impuesto sobre el ingreso de las empresas incide sobre los propietarios del capital; los trabajadores quizá reciben una porción sustancial de la carga...". El "quizá" contenido en la frase constituye una advertencia lógica: en estos temas, nunca hay juicios definitivos, hay sólo respuestas razonables.

Así pues, la noción popular de que un ISU lo pagan "los de arriba", es cuando menos cuestionable.
 
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Se ha señalado, con razón, que la recién aprobada reforma tributaria, al reducir la deducibilidad de los gastos de las empresas en previsión social y en aportaciones a los fondos de pensión, causará un aumento del costo de la mano de obra. Eso desalentará, muy probablemente, la creación de empleos formales.

 

Everardo Elizondo

 

 

Entre más carga fiscal tengan las empresas, al final el que paga es el trabajador. Por un lado con productos/servicios más caros. Pero por el otro, y quizá el más grave, con menos inversión productiva (que es la que genera empleos) lo que causa desempleo y, por ende, reducción de los salarios reales. Los salarios no es más que otro precio en el mercado. Es el precio del trabajo. Y a mayor oferta de empleo (vacantes) los salarios suben. Pero si no hay crecimiento económico, si no se generan empleos a un ritmo mayor al del crecimiento de la población, los sueldos bajarán pues habrá más gente dispuesta a aceptar un empleo con un sueldo menor.

 


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