domingo, mayo 31, 2015

 

Votar sin ganas

Hace medio siglo, la prensa en México era gris porque tenía un solo cliente: el Señor Presidente. Su mayor animación estaba en las noticias deportivas, los espectáculos y la nota roja. En voz baja, un periodista cínico declaró alguna vez: "Yo no gano por lo que publico, sino por lo que no publico".

 

El negocio cambió. Ahora el cliente es una multitud ávida de escándalos, y abundan en el mundo político, que se volvió el gran tema nacional, como si la vida del País se redujera al protagonismo de los trepadores.

 

La clase política de hace medio siglo no era mejor, pero estaba a salvo de ser exhibida por una prensa libre. Paradójicamente, la profusa publicación de los abusos, que se ha vuelto normal, no provoca vergüenza, sino exhibicionismo. En voz alta, los políticos cínicos declaran impunemente: "Robé, pero poquito". "Abusé, pero no es ilegal".

 

El espectáculo provoca indignaciones poco prácticas. Exigir que renuncie el Presidente es no medir las consecuencias y hasta ignorar la Constitución: "El cargo de Presidente de la república sólo es renunciable por causa grave, que calificará el Congreso de la Unión, ante el que se presentará la renuncia" (Artículo 86). En el otro extremo, castigar a la clase política dejando de votar, no es castigarla: es dejarle vía libre.

 

Votar es, en primer lugar, decidir que la democracia es preferible al antiguo régimen. También es preferir a un partido, y eso es lo que quita las ganas de votar: no hay uno preferible. Pero es también preferir a un candidato, y sí hay algunos preferibles.

 

Aunque las elecciones se organizan para escoger personas, y las campañas supuestamente sirven para que expongan su capacidad y propuestas, los votantes tienden a escoger partidos, no personas, porque las campañas tienen la misma orientación. No hay debates para observar a los candidatos y escuchar lo que proponen. Hay un irritante bombardeo de propaganda que cuesta mucho y dice poco.

 

Hacen falta debates y hace falta información de fuentes fidedignas. El número de cargos sujetos a votación (más de 2 mil) y el número de candidatos (más de 13 mil) no se prestan al debate en cadena nacional de radio y televisión, aunque sí en los medios locales con los candidatos respectivos. Otra cosa es la información en la web.

 

El gasto electoral tiene un presupuesto escandaloso: casi mil 200 millones de pesos para gastos de campaña sufragados con dinero público, más no se sabe cuánto de dinero privado; más 3 mil 900 millones para las "actividades ordinarias permanentes" de los partidos; más los otros gastos del Instituto Nacional Electoral; más el tiempo gratuito de un millón de ciudadanos que atenderán las casillas y el de ¿40? millones (de casi 84) que se tomarán el trabajo de votar.

 

Frente a tamaño dispendio, crear buenas bases de datos consultables en línea tiene un costo ridículo.

 

Hay iniciativas en esa dirección, por ejemplo: el portal candidatotransparente.mx creado por el Instituto Mexicano para la Competitividad y Transparencia Mexicana.

 

Medio centenar de candidatos de todos los partidos han publicado ahí su foto, su declaración de ingresos al fisco de 2012, 2013 y 2014; su declaración patrimonial y una declaración de intereses potencialmente conflictivos: parentela, participación en empresas y otras actividades. Pero son poquísimos. Deberían ser todos, obligándolos por ley.

 

Las tres declaraciones básicas podrían enriquecerse con la presentación de sí mismo que quiera hacer el candidato y con un vínculo de su nombre al buscador de Google, para observar lo que se dice de él.

 

El INE tiene un portal (www.ine.mx) con una sección (Elecciones), una subsección (Procesos electorales) y un apartado (Proceso electoral 2014-2015) que incluye un subapartado (Consulta el listado completo de precandidatos) donde se pueden buscar los candidatos por cargo, entidad, sección electoral y partido. Resulta complicado. La consulta es más rápida en EL NORTE Voto 2015.

 

Lo deseable es un portal donde cada votante pueda escribir su clave de elector (la que aparece en su credencial) y, sin más, obtener la lista de los candidatos sujetos a su voto, destacando a los que han hecho públicas sus tres declaraciones.

 

Hay que premiarlos votando única y exclusivamente por ellos, aunque eso implique votar en blanco en todos los otros cargos donde ningún candidato lo haya hecho. Los candidatos que se niegan a informar quiénes son no merecen el voto.

 

Gabriel Zaid


domingo, mayo 24, 2015

 

Caudillos o instituciones

"México debe pasar, de una vez por todas, de la condición histórica de país de un hombre a la de nación de instituciones y leyes", dijo Plutarco Elías Calles en su último informe presidencial (1 de septiembre de 1928).

 

Casi 90 años después, pareciera que estamos en la situación inversa: la crisis de las instituciones y las leyes, el ascenso de viejos y nuevos caudillos. La tensión es real, pero las circunstancias son distintas y las soluciones deben ser nuevas.

 

Calles hizo la crítica certera de los caudillos, esos "hombres necesarios" que supuestamente encarnan una "condición fatal y única para la vida y la tranquilidad del país". Su veredicto es vigente:

"No necesito recordar cómo estorbaron los caudillos... cómo imposibilitaron o retrasaron (aun contra la voluntad propia... en ocasiones, pero siempre del mismo modo natural y lógico) el desarrollo pacífico evolutivo de México como país institucional en el que los hombres no fueran (como no debemos ser) sino meros accidentes sin importancia real al lado de la serenidad perpetua y augusta de las instituciones y las leyes".

 

En la práctica, el llamado de Calles a crear un país de instituciones y leyes se tradujo en la fundación del PNR, partido que inventó una especie de caudillismo institucional.

 

Con todos sus defectos, resultaba mejor que el caudillismo puro (acotaba el poder cada seis años), pero inferior a una auténtica vida republicana y democrática, porque el poder del Presidente en turno era casi absoluto.

 

En 1994, a 65 años de la fundación del PNR, el magnicidio de un candidato presidencial (Colosio) y la sorprendente aparición de un caudillo (Marcos) marcaron el principio del fin del sistema político mexicano.

 

Era la hora de dar un paso histórico: no una vuelta a los caudillos ni la permanencia de un "caudillismo institucional" sino un tránsito a las leyes e instituciones de la "república representativa, democrática y federal" plasmada en la letra (casi muerta) de la Constitución. Ése fue el sentido del cambio que, tras muchos años de procurarlo, los mexicanos conquistamos pacífica y ordenadamente, el año 2000.

 

Por razones diversas y complejas, ese tránsito ha sido sumamente difícil.

 

Los Gobiernos panistas hicieron muy poco para consolidar el país de instituciones y leyes, con lo cual abrieron la puerta al surgimiento del primer caudillo del siglo 21, que si bien ha sido respaldado por sucesivas organizaciones partidarias, nunca ha ocultado el carácter personalista (redentorista) de su proyecto y su desdén por las leyes e instituciones que considera serviles a una oligarquía económica. Un voto por él es un voto por el caudillismo.

 

En el umbral de las elecciones del 2015, un nuevo personaje -Jaime Rodríguez, "El Bronco"- ha subido a la escena.

 

¿Es un caudillo o un líder? Hasta ahora no ha mandado al diablo las leyes ni las instituciones. Su aparición era natural y previsible. Su liderazgo parece orientado a sacudir a las instituciones para reorientarlas a su origen (el recto y eficaz servicio del ciudadano).

 

Su crítica principal se dirige a los partidos (cuyos gobiernos, particularmente en Nuevo León, han tenido un desempeño desastroso), a la permanencia inadmisible de la cultura de la corrupción, y a la connivencia del poder local y estatal con la ilegalidad y el crimen.

 

Un voto por él puede no ser un voto por el caudillismo sino un acicate para el cambio institucional.

 

Más allá del desenlace, el fenómeno de "El Bronco" es sintomático de un malestar explicable, pero preocupante: el ascenso de la anti-política, la idea de que podemos vivir sin partidos.

 

Lo cierto es que no podemos. Toda democracia funciona con partidos políticos. Son, si se quiere, un mal necesario, pero las alternativas son peores.

 

Necesitamos una renovación profunda de los partidos políticos tradicionales. Necesitamos acotar con las leyes y repudiar en las urnas a aquellos que no son más que jugosas franquicias.

 

Y a riesgo de que la justificada indignación de los jóvenes quede en un estallido ruidoso, pero inútil, necesitamos un partido nuevo, de amplia participación juvenil. Pero sin partidos políticos una democracia se vuelve presa inmediata de demagogos, caudillos y dictadores.

 

¿Ayudará "El Bronco" a la autocrítica de las instituciones o precipitará una vuelta al "México bronco" y caudillista de los años veinte?

 

Ése es, me parece, el dilema que debe resolver el votante nuevoleonés el próximo 7 de junio.

 

Enrique Krauze

www.enriquekrauze.com.mx

 

Leer más: http://www.elnorte.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=63298#ixzz3b4bIUcZ4

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jueves, mayo 21, 2015

 

Arqueología del populismo

El populismo ha sido un mal endémico de América Latina. El líder populista arenga al pueblo contra el “no pueblo”, anuncia el amanecer de la historia, promete el cielo en la tierra. Cuando llega al poder, micrófono en mano decreta la verdad oficial, desquicia la economía, azuza el odio de clases, mantiene a las masas en continua movilización, desdeña los parlamentos, manipula las elecciones, acota las libertades. Su método es tan antiguo como los demagogos griegos: “Ahora quienes dirigen al pueblo son los que saben hablar… las revoluciones en las democracias... son causadas sobre todo por la intemperancia de los demagogos”. El ciclo se cerraba cuando las élites se unían para remover al demagogo, reprimir la voluntad popular e instaurar la tiranía (Aristóteles, Política V). En América Latina, los demagogos llegan al poder, usurpan (desvirtúan, manipulan, compran) la voluntad popular e instauran la tiranía.

 

Esto es lo que ha pasado en Venezuela, cuyo Gobierno populista inspiró (y en algún caso financió) a dirigentes de Podemos. Se diría que la tragedia de ese país (que ocurre ante nuestros ojos) bastaría para disuadir a cualquier votante sensato de importar el modelo, pero la sensatez no es una virtud que se reparta democráticamente. Por eso, la cuestión que ha desvelado a los demócratas de este lado del Atlántico se ha vuelto pertinente para España: ¿por qué nuestra América ha sido tan proclive al populismo?

 

La mejor respuesta la dio un sabio historiador estadounidense llamado Richard M. Morse en su libro El espejo de Próspero (1978). En Iberoamérica —explicó— subyacen y convergen dos legitimidades premodernas: el culto popular a la personalidad carismática y un concepto corporativo y casi místico del Estado como una entidad que encarna la soberanía popular por encima de las conciencias individuales. En ese hallazgo arqueológico está el origen remoto de nuestro populismo.

 

El derrumbe definitivo del edificio imperial español en la tercera década del siglo XIX —aduce Morse— dejó en los antiguos dominios un vacío de legitimidad. El poder central se disgregó regionalmente fortaleciendo a los caudillos sobrevivientes de las guerras de independencia, personajes a quienes el pueblo seguía instintivamente y que parecían surgidos de los Discursos de Maquiavelo: José Antonio Páez en Venezuela, Facundo Quiroga en Argentina o Antonio López de Santa Anna en México. (Según Octavio Paz, el verdadero arquetipo era el caudillo hispano árabe del medioevo).

 

La tragedia de Venezuela bastaría para disuadir a cualquier votante sensato de importar el modelo

 

Pero la legitimidad carismática pura no podía sostenerse. El propio Maquiavelo reconoce la necesidad de que el príncipe se rija por “leyes que proporcionen seguridad para todo su pueblo”. Según Morse, nuestros países encontraron esa fuente complementaria de legitimidad en la tradición del Estado patrimonial español que acababan de desplazar. Si bien las Constituciones que adoptaron se inspiraban en las de Francia y EE UU, los regímenes que se crearon correspondían más bien a la doctrina política neotomista formulada (entre otros) por el gran teólogo jesuita Francisco Suárez (1548-1617).

 

La tradición neotomista —explicó Morse— ha sido el sustrato más profundo de la cultura política en Iberoamérica. Su origen está en el Pactum Translationis: Dios otorga la soberanía al pueblo, pero este, a su vez, la enajena absolutamente (no sólo la delega) al monarca. De ahí se desprende un concepto paternal de la política, y la idea del Estado como una arquitectura orgánica y corporativa, un “cuerpo místico” cuya cabeza corresponde a la de un padre que ejerce a plenitud y sin cortapisas la “potestad dominadora” sobre el pueblo que lo acata y aclama. Este diseño tuvo aspectos positivos, como la incorporación de los pueblos indígenas, pero creó costumbres y mentalidades ajenas a las libertades y derechos de los individuos.

 

Varios casos avalan esta interpretación patriarcal de la cultura política iberoamericana en el siglo XIX: el último Simón Bolívar (el de la Constitución de Bolivia y la presidencia vitalicia), Diego Portales en Chile (un republicano forzado a emplear métodos monárquicos) y Porfirio Díaz en México (un monarca con ropajes republicanos). Y este paradigma siguió vigente durante casi todo el siglo XX, pero adoptando formas y contenidos populistas. En 1987, Morse escribía: “Hoy día es casi tan cierto como en tiempos coloniales que en Latinoamérica se considera que el grueso de la sociedad está compuesto de partes que se relacionan a través de un centro patrimonial y no directamente entre sí. El Gobierno nacional funciona como fuente de energía, coordinación y dirigencia para los gremios, sindicatos, entidades corporativas, instituciones, estratos sociales y regiones geográficas”.

 

En los albores del siglo XXI resuenan voces liberales opuestas al mesianismo político

 

En el siglo XX, inspirado en el fascismo italiano y su control mediático de las masas, el caudillismo patriarcal se volvió populismo. Getulio Vargas en Brasil, Perón en Argentina, algunos presidentes del PRI en México se ajustan a esta definición. El caso de Hugo Chávez (y sus satélites) puede entenderse mejor con la clave de Morse: un líder carismático jura redimir al pueblo, gana las elecciones, se apropia del aparato corporativo, burocrático, productivo (y represivo) del Estado, cancela la división de poderes, ahoga las libertades e irremisiblemente instaura una dictadura.

 

Algunos países iberoamericanos lograron construir una tercera legitimidad, la de un régimen respetuoso de la división de poderes, las leyes y las libertades individuales: Uruguay, Chile, Costa Rica, en menor medida Colombia y Argentina (hasta 1931). Al mismo tiempo, varias figuras políticas e intelectuales del XIX buscaron cimentar un orden democrático: Sarmiento en Argentina, Andrés Bello y Balmaceda en Chile, la generación liberal de la Reforma en México. A lo largo del siglo XX, nunca faltaron pensadores y políticos que intentaron consolidar la democracia aun en los países más caudillistas o dictatoriales (el ejemplo más ilustre fue el venezolano Rómulo Betancourt). Y en los albores del siglo XXI siguen resonando voces liberales opuestas al mesianismo político y al estatismo (Mario Vargas Llosa en primer lugar).

 

Esta tendencia democrática (liberal o socialdemócrata) está ganando la batalla en Iberoamérica. El populismo persiste sólo por la fuerza, no por la convicción. La región avanza en la dirección moderna, la misma que aprendió hace casi cuarenta años gracias a la ejemplar Transición española. Parecería impensable que, en un vuelco paradójico de la historia, España opte ahora por un modelo arcaico que en estas tierras está por caducar. A pesar de los muchos errores y desmesuras, es mucho lo que España ha hecho bien: después de la Guerra Civil y la dictadura, y en un marco de reconciliación y tolerancia, conquistó la democracia, construyó un Estado de derecho, un régimen parlamentario, una admirable cultura cívica, una considerable modernidad económica, amplias libertades sociales e individuales. Y doblegó al terrorismo. Por todo ello, un gobierno populista en España sería más que un anacronismo arqueológico: sería un suicidio.

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.

 

Tomado de El País 

 


sábado, mayo 09, 2015

 

¿Por qué #broncochairos o #broncoliebers?

No es un secreto y tampoco es noticia reciente que no soy simpatizante de Jaime Rodriguez Calderón, el bronco. Desde que fue alcalde de García, cuando se hizo muy conocido, se me hizo muy fanfarrón. No fue hasta que inició su campaña por el gobierno de Nuevo León, hace ya casi 3 años, que empecé a seguirlo más de cerca. Desde sus primeras entrevistas, sus reportajes, y hasta película, me di cuenta de su populismo exacerbado. Y quienes me conocen bien saben que mi liberalismo no procesa propuestas y actitudes populistas.

 

Cuando renuncia al PRI y abiertamente inicia campaña como "independiente" (solo de partido, no de forma de ser, ni de amistades) su propuesta de mercado (eso es y eso hacen todos los políticos) fue simple y con "argumentos" al sentimiento, poco a la razón. Aprovechó muy bien su personalidad campechana, dizque cercana al pueblo (a la raza), y con lenguaje sencillo, ha ido atrayendo muchos votantes.

 

Ha aprovechado sin lugar a dudas el hartazgo bipartidista en Nuevo León, donde la mayoría (poco más de la mitad dicen que no votarán por el PRI ni por el PAN, y si se suman a abstencionistas, se van a 2/3) y con su fachada de ser el único "sin partido" (que no es lo mismo que "sin intereses") parece estar arriba en las encuestas serias.

 

Todo bien hasta ahí, pues cada quien hace su lucha y sabe qué propuesta y formato de campaña hace, así como qué segmento de mercado político quiere atacar. El problema se está viendo con muchos de sus seguidores que lo han endiosado y lo consideran como el salvador del estado, como la única esperanza, como si después del 7 de junio, si no gana El Bronco, no hay futuro, el apocalipsis.

 

Y es ahí donde la puerca tuerce el rabo. Y en buena parte la causa es ese discurso al sentimiento, al corazón del votante, no a la razón. Es la misma estrategia que usó y sigue usando AMLO, de ahí la belicosidad de sus seguidores que con un maniqueísmo pueril dividen a la población entre "el pueblo bueno", todo aquel que apoya al peje, y el resto que forma parte de la "mafia en el poder", PRIANISTAS, o en últimos años peñabots.

 

En un principio empecé a usar el término de #pejenorteño para referirme a El Bronco, principalmente por su discurso demagógico, dirigido al sentimiento. Hasta frases iguales usa, solo que con acento norteño, no tabasqueño. Pero no había usado ningún término para referirme a sus seguidores. Sin embargo, a medida que comentaba o publicaba noticias en contra de él, empecé a notar el lenguaje agresivo, maniqueo (buenos Vs malos, si no estás con él, estás en su contra) de muchos de sus seguidores.

 

Inclusive he detectado que algunos seguidores de AMLO acá en Nuevo León también lo son de El Bronco. Fue a partir de entonces que empecé a usar el término #broncochairo para referirme a ese fanático de El bronco que se molesta porque críticas a su gallo. Y no solo se molesta, te acusa de ser comparsa del PRIAN, de la mafia en el poder, solo porque no simpatizas con su mesías.

 

Eso es un #chairo, aquel que con un discurso maniqueo quiere convencer a otros de que el político de su preferencia es el único que puede resolver las cosas para bien del pueblo. ¿Y quién es el pueblo? Pues claro, solo aquellos que comparten sus ideas, los demás son vendidos. Y al ver que no te convencen o si sigues insistiendo en comentar negativamente sobre su ídolo, se enojan y hasta dejan de hablarte.

 

Entiendo que algunos se sientan ofendidos si uso el concepto #broncochairo o #broncolieber, pero espero no sean de esos que irracionalmente apoyan a un político, pues de ser así, entonces les queda el término. Si planeas votar por él, y lo haces de forma razonada, consciente de las consecuencias de su victoria, adelante, estás en tu derecho. Así es la democracia. Solo hazlo con la cabeza fría, y no lo tomes personal, como si una crítica al bronco fuera a tu persona. En tiempo de elecciones cada ciudadano es libre de opinar positiva o negativamente de cualquier candidato. De eso se trata el periodo de campañas, de hacer juicios, de dudar, de investigar, de analizar y de sintetizar.

 

Pero por favor no digas que quien no vota por El Bronco está tirando su voto a la basura y se convierte en cómplice del PRI. Así como los seguidores del bronco desechan los argumentos de su pasado de 33 años en el PRI, de sus terrenos, de las sospechas de golpear a sus esposas, de mentiras y propuestas populistas, otros también pueden tener sus razones de peso o no, para no votar por él, para anular o hasta para abstenerse. Así es la democracia.

 

Hagan su campaña, expliquen a sus conocidos por qué votar por su gallo, justifiquen lo negativo que salga de él, pero no sean agresivos ni rencorosos, no se lo tomen personal, si alguien opina diferente. Y si su único argumento es que sólo El Bronco representa el cambio, la esperanza de Nuevo León, con todo respeto los seguiré llamando #broncochairos.


martes, mayo 05, 2015

 

La tentación populista 6. Ilusión y Urgencia de la Ley

Solo hay un remedio democrático contra la tentación populista: el desarrollo mismo, la modernización, lo cual incluye:

Por un lado, democracias que funcionen. Por otro lado, economías que funcionen. Por un último lado, estados que redistribuyan el ingreso y reparen los daños de las grandes transformaciones que generan riqueza pero también desplazan trabajos, empresas, oficios, viejos derechos y antigua productividad.

Para vencer la tentación populista, la modernización en curso ha de ser incluyente y transparente. Nuestra democracia ha de ser creíble y representativa. Nuestro gobierno ha de ser eficaz. Nuestra cultura clientelar, nuestro “populismo institucional”, ha de ser servido con la construcción de un verdadero estado de bienestar.

Ninguna de esas cosas se conseguirá sin la gran asignatura pendiente de la modernización mexicana que es el gobierno de la ley, la aplicación de la ley, la igualdad ante la ley, la vigencia de la ley.

En ningún orden es tan clara esta ausencia como en el de la seguridad pública, que el Estado no puede garantizar.

Pero la debilidad del gobierno legal, el gobierno semilegal, el semiestado de derecho en que vivimos, toca todos los órdenes de nuestra vida pública.

Esta es la tarea histórica de gobernantes y gobernados de México: someterse a la ley: liberarse obedeciendo la ley.

¿Liberarse de qué? De la desconfianza que guía nuestras relaciones y nuestros tratos, De los privilegios que nos perjudican todos los días. De la injusticia que golpea nuestro sentido de la justicia. Del abuso pequeño o grande de nuestras autoridades, grandes o pequeñas. Del abuso, pequeño o grande, de nuestros grandes y pequeños poderosos, privados o públicos.

Y de la inseguridad que golpea nuestra seguridad en todos sus órdenes: seguridad física, seguridad jurídica, seguridad patrimonial.

El imperio de la ley es algo que depende en primera instancia de la autoridad, pero depende también de los ciudadanos.

Es un camino de ida y vuelta. La gran reforma moral que México necesita tiene como referente y como termómetro público el respeto de la ley.

Que este ideal suene abstracto e ilusorio no es, a su vez, sino un termómetro del tamaño del hoyo de modernidad inconclusa en que estamos.

 

Héctor Aguilar Camín

hector.aguilarcamin@milenio.com


 

Desempleo con título

"Nunca dejé que la escuela interfiriera con mi educación". Mark Twain

 

Durante mucho tiempo un título universitario fue un pasaporte a la clase media. Ser licenciado, médico o ingeniero aseguraba un ingreso digno en un país con salarios de miseria.

 

Por eso los padres de familia impulsaban a sus hijos a ir a la universidad sin importar su vocación o inclinación mientras que los gobiernos gastaban crecientes cantidades de dinero para subsidiar la educación superior que hicieron virtualmente gratuita y también masiva.

 

Toda acción, sin embargo, provoca una reacción. Los mercados se han saturado para casi todas las profesiones. No sólo se han desplomado las posibilidades de empleo sino también los salarios de los egresados.

 

Hace algunas semanas leía un artículo en el El Financiero (14 de abril) sobre una reciente Feria del Empleo del Gobierno de la Ciudad de México.

 

Farmacias Similares ofrecía un puesto para botarguero, es decir, para una persona que personifique al Dr. Simi, por 6 mil 700 pesos al mes, más un "atractivo" plan de compensaciones. En cambio los puestos para graduados universitarios pagaban alrededor de 5 mil pesos.

 

El INEGI reporta que en el primer trimestre de este 2015 solamente el 20.9 por ciento de los desocupados no contaba con estudios completos de secundaria. En cambio el 79.1 por ciento correspondía a personas de "mayor nivel de instrucción".

 

Las cifras de diciembre del 2014 mostraban que el 40.9 por ciento de los desocupados tenían preparatoria o universidad.

 

Los graduados universitarios mexicanos no están trabajando en los campos para los que se han preparado. En el 2012 sólo un 40 por ciento laboraba dentro de su especialidad (gestiopolis.com).

 

Un graduado puede ganar más dinero conduciendo un Uber o vendiendo bienes raíces. El dinero gastado por el contribuyente para la educación universitaria se desperdicia en buena medida.

 

Los graduados universitarios están pagando la factura de políticas populistas que se iniciaron hace décadas y persisten todavía.

 

Quizá las medidas se hayan aplicado de buena fe, con la falsa idea de que todos los mexicanos pueden ser universitarios, pero al final se revierten contra aquellos que supuestamente debían beneficiar.

 

El sistema público universitario se expandió durante décadas por presiones de estudiantes rechazados y por el interés de los rectores de universidades públicas de tener más alumnos y mayores presupuestos sin importar lo que ocurra con los graduados.

 

El resultado fue ampliar el número de estudiantes a un nivel tal que no había posibilidad de que la economía pudiera generar empleos para todos. Con la masificación ha habido también un deterioro de la calidad. Muchos de los graduados simplemente no tienen la capacidad para desempeñarse en su campo de preparación en el mundo laboral.

 

Si no queremos seguir condenando a los graduados al desempleo y a la pobreza deberíamos reconocer que es imposible que todo el mundo pueda ser licenciado, doctor o ingeniero. La inflación de títulos se traduce necesariamente en desempleo y en una reducción de sueldos.

 

Una educación universitaria es cara y el costo debe reflejarse en las colegiaturas, como ocurre en Estados Unidos, el Reino Unido y muchos países desarrollados. Debe haber becas, pero sólo para estudiantes de buen desempeño y sin recursos.

 

Cobrar 20 centavos al año a todos no lleva más que a una distorsión del mercado educativo y a una saturación de las profesiones, exactamente lo que estamos viendo. Las universidades mexicanas deben concentrarse en mejorar la calidad antes que en perseguir la masificación.

 

De nada servirá una reforma universitaria, empero, si no se logra un mayor crecimiento de la economía.

 

Si el País sigue creciendo 2 por ciento al año no habrá ni más empleos ni mayores salarios para nadie.

BLOQUEANDO

Ayer unas 200 personas bloquearon durante horas la autopista México-Cuernavaca causando un daño enorme a miles de personas. Los bloqueos no sólo se siguen permitiendo en México sino que se vuelven cada vez más comunes, con una lamentable pérdida de productividad.

 

Sergio Sarmiento

www.sergiosarmiento.com


domingo, mayo 03, 2015

 

El plumaje de AMLO

En su entrevista reciente con Jacobo Zabludovsky, Andrés Manuel López Obrador nos informa que su plumaje es de esos "que cruzan el pantano y no se manchan".

 

Por supuesto no evocó a Díaz Mirón -el símil es mío-, sino a otras plumas de mayor calibre que, supone, son como las suyas: las de Mandela, Martin Luther King Jr. y Mahatma Gandhi.

 

La comparación es un insulto. Mientras que Mandela, Luther King y Gandhi elaboraron diagnósticos certeros de los males que enfrentaban sus naciones y programas complejos y detallados para resolverlos, López Obrador es un político de pocas ideas y proyectos simplistas.

 

La corrupción agrava los problemas de México, pero no es la causa única "de la pobreza, la inseguridad y la violencia". Problemas ancestrales como la miseria y actuales como la violencia que ha generado el narco tienen más cabezas que la hidra y requieren de soluciones que ataquen a cada una de ellas.

 

Y aunque está claro que acabar con la corrupción es indispensable para cimentar un Estado de derecho, una democracia plena y facilitar el desarrollo económico, hacerlo no va a llenar las arcas públicas, ni acabará con los impuestos, ni con la deuda pública como promete López Obrador.

 

Acabar con la corrupción dejará de redistribuir dinero, por debajo de la mesa, a los corruptos, pero ese dinero no ingresará al renglón de ingresos gubernamentales.

 

Es inútil arar en otras de sus propuestas porque son estériles: examen de admisión o no, las universidades públicas no tienen lugar para más estudiantes; los "radicales" que denuncia en la entrevista porque convocan a no votar, cuya violencia nunca ha condenado, son parte de su base de apoyo.

 

AMLO no puede defender el voto cuando desconoce sistemáticamente el resultado de elecciones que no le favorecen.

 

La importancia política de López Obrador está en otra parte, más allá de sus declaraciones: en la cultura política que ha alimentado durante decenios. Una cultura política que es lo opuesto de la posición democrática, inclusiva y plural de Gandhi, King y Mandela.

 

La definición más aceptada de cultura política nos dice que es la percepción subjetiva de creencias y valores fundamentales de una sociedad y las expectativas e identidades producto de la historia.

 

López Obrador se ha convertido en el catalizador, portavoz y líder de percepciones y creencias subjetivas que anidaron mucho antes de que él apareciera en escena, en diversos sectores de la sociedad: los partidos de izquierda, el mundo académico, movimientos disidentes y una que otra franja lunática que aboga por la violencia. (Sub)culturas políticas que se nutrieron, entre otros factores, del (justificado) antiimperialismo y la (injustificada) admiración por la revolución cubana.

 

AMLO no busca un cambio "de régimen". Lo que quiere es un cambio de sistema. Para lograrlo ha alimentado una atmósfera de pesimismo, temor y desesperanza ("no se puede esperar nada bueno de este régimen que está podrido"); mandado al diablo las instituciones y fabricado teorías conspiratorias que giran alrededor de enemigos todopoderosos e inasibles ("poderes fácticos", "extrema derecha", "traidores", "integrantes de la mafia") a los que nunca identifica, para evitar que le respondan y tener que probar sus acusaciones.

 

La utilísima vaguedad es uno de los ejes de su retórica política: todos caben en las filas de sus enemigos cuando sus intereses políticos lo requieren.

 

El otro eje es el populismo antidemocrático. En aras de la "salvación del pueblo", todo se vale, incluso inventar fraudes incomprobables que erosionan la confianza del electorado en el voto y la democracia, o violar la ley (ocupando el Zócalo o Reforma y apoyando manifestaciones que siembran el caos).

 

En esta cultura política, el racismo, la difamación y la injuria son medios válidos de lucha, así como todo acto de violencia que erosione la capacidad del Estado para usar la violencia legítima. En el universo político de AMLO la violencia ilegítima es válida y la legítima es siempre "represión".

 

En función de sus intereses, la cultura política que ha fabricado ha sido muy eficaz: ha polarizado a la ciudadanía, acallado a sus opositores y paralizado, más allá de sus errores y aciertos, a dos Gobiernos de diferente filiación partidista.

 

Ciertamente pasará a la historia -que tanto le quita el sueño- aunque jamás gobierne desde Los Pinos. El resto de los mexicanos enfrentaremos la larga tarea de desmontar la cultura política que es ya su peor legado.

 

Isabel Turrent


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