domingo, enero 14, 2007

 

La izquierda del PRD

Retobona y murmuradora. Así calificó Octavio Paz a la izquierda mexicana en 1976. Eran otros tiempos. El "socialismo real" estaba de pie y la veneración por Cuba y Fidel Castro era total. Cualquier crítica contra el Comandante, la URSS o China era descalificada como una patraña imperialista. Con igual vehemencia se condenaba a la democracia burguesa: igualdad formal, no real, al servicio de la clase dominante. Octavio Paz era el blanco de todas las agresiones e insultos. La quema de su imagen frente a la embajada de Estados Unidos en 1984 resume bien aquellos años de intolerancia y fanatismo.

Treinta años después las cosas han cambiado. Pero han cambiado, como en la fórmula de Lampedusa, para que todo siga igual. El socialismo real se colapsó con la caída del Muro de Berlín. Fidel Castro está al borde de la muerte y nadie, o casi nadie, define a Cuba como el paraíso de la igualdad y la hermandad. Y, sin embargo, ahí están Chávez, Evo Morales y Daniel Ortega en Nicaragua. En ese mismo lapso la izquierda mexicana apostó por la democracia y se organizó como el Partido de la Revolución Democrática. Y sin embargo, la convicción y las prácticas democráticas siguen brillando por su ausencia.

El PRD nació de dos tradiciones autoritarias: la socialista (marxista, en sus distintas variables: leninista, trotskista, maoísta, etcétera) y la nacionalista revolucionaria del PRI. Ambas tenían fe ciega en la intervención del Estado, condenaban o desconfiaban de la economía de mercado y no creían que el sufragio universal y el respeto del estado de derecho fueran la respuesta para los problemas de México. No sólo eso. La fusión y la organización se dio en torno a un solo hombre: Cuauhtémoc Cárdenas. Sin su liderazgo esa historia jamás se hubiera escrito. La izquierda seguiría hoy dividida y fragmentada en muchas corrientes.

Infancia, decía Freud, es destino. Y lo que es cierto para los individuos, también puede aplicarse a los partidos -o cuando menos al PRD. El perredismo nació en 1989 a la sombra de un hombre fuerte. Su liderazgo moral le dio cohesión y dirección. Diecisiete años después, las cosas lejos de haber cambiado han empeorado. Cárdenas ya no es la figura central. Su lugar, ahora, lo ocupa el Peje. Nada se mueve al margen de este Mesías de Macuspana. Los perredistas de todos olores y colores están postrados y aterrados frente al nuevo timonel. Con una agravante adicional: AMLO no tiene la mesura, la prudencia ni la estatura de Cuauhtémoc Cárdenas.

No hay, entonces, por qué sorprenderse. El PRD juega un doble juego. Se mantiene en la legalidad, pero descalifica a las instituciones. Emprende marchas y movilizaciones al margen de la ley, pero las financia con los recursos que le proporciona el Estado. Opera en sentido estricto con una "lógica revolucionaria". El fin justifica los medios. Todo se agudizó después del 2 de julio. La denuncia del fraude, la violación de la ley y la amenaza de impedir la toma de posesión del Presidente electo fueron la regla. Detrás hay un mar de fondo: las caídas y las recaídas de los perredistas no son casuales. Su temple y su convicción siguen siendo "revolucionarios". Por eso cayeron de hinojos ante el EZLN en 1994 y por eso, también, jugaron a la insurrección banquetera en el Paseo de la Reforma.

En suma, los perredistas no son confiables. Su compromiso con la legalidad y la democracia es muy frágil. No apuestan a las instituciones. Carecen de palabra y de memoria. A final de cuentas, la palabra del caudillo es la única que cuenta. Basta decretar que hubo fraude o que se violó la ley. No importan las pruebas. Se borra lo elemental. Ahí están los hechos: la reforma de 1996 fue modelada por el PRD. Ernesto Zedillo cedió ante todas y cada una de sus peticiones. Su intención era integrarlos en forma definitiva al pacto democrático. Poco duró el gusto. Bastó y sobró con una derrota y un personaje de pacotilla (ahora, presidente "legítimo" de cacahuate) para que todo se viniera abajo.

El drama de la izquierda mexicana es muy simple: no es moderna ni se ve cómo podría modernizarse. En términos económicos carece de proyecto. Peor aún. El programa de su ex candidato a la Presidencia de la República no tenía consistencia ni viabilidad. Era un regreso a las políticas populistas de los años 70: precios de garantía y desayunos escolares, amén de otras extravagancias como el tren bala del DF a Tijuana o la conversión de las Islas Marías en un parque ecológico. Lo más grave, sin embargo, está en los procedimientos internos. Que López sea un hombre limitado, inculto y rupestre es comprensible. A final de cuentas, nació y se crió en el Jurassic Park del PRI. Lo que resulta espeluznante es que este personaje haya impuesto ese galimatías como el programa del PRD sin que nadie, con la excepción de Cuauhtémoc Cárdenas, chistara.

Triste realidad, pero no hay otra. En el interior del PRD el diálogo y el debate son inexistentes. Hay corrientes (tribus) que pugnan por puestos y presupuesto. Nada más. El contenido del programa y la oferta a la población los tienen sin cuidado. Una política concentrada en la denuncia no demanda más. Como tampoco demanda más un partido sometido a un caudillo cuyo programa es el mismo caudillo. A eso se reducen las "prácticas democráticas" en el perredismo. Los entornos de López Obrador lo confirman ampliamente. Son los priistas (Camacho, Monreal, Díaz, Muñoz Ledo) marginados y derrotados en los últimos años. Todos respiran por la herida y tienen sed de venganza, no importa el costo ni las consecuencias.

Cómo esperar, entonces, el ejercicio de la autocrítica o el examen de conciencia en semejante organización. Lo que se puede esperar es lo que hay: complacencia, servilismo y ambivalencia. Los mantras del perredismo suenan y resuenan a todas horas: AMLO no perdió ni cometió errores, le robaron la elección. AMLO siempre tiene la razón. Hay que mantenerse en la nómina y estirar la liga para obtener todo lo posible. No hay que tocarse el corazón para romper el diálogo o cualquier entendimiento. En política no hay compromisos ni lealtades. Vamos por todo. El fin justifica los medios. AMMLO, AMMLO, AMMLO, AMMLO...

Jaime Sánchez Susarrey, El Norte, 13 de enero 2007

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