lunes, enero 15, 2007
Autoritarismos para el Siglo 21
Las autocracias en el mundo han encontrado una buena forma para perpetuarse: el voto. Han descubierto que la fachada de las instituciones democráticas obra maravillas para encubrir la concentración de poderes, la arbitrariedad y la permanencia del mando. Habría que decir que los nuevos autócratas no son particularmente imaginativos. Desde hace siglos se sabe que el vientre de la democracia puede ser una estupenda incubadora de tiranías.
Hace más de 150 años, Maurice Joly, un disidente del pequeño Napoleón, se percató de las posibilidad de torcer los dispositivos de la democracia liberal para levantar una plataforma despótica. Los mayores orgullos democráticos bien podrían usarse para aniquilar la moderación e instaurar un régimen dictatorial. El abecé de todo usurpador, hace decir Joly a un sabio Maquiavelo que despedaza a un ingenuo Montesquieu, es fundar su poder en el pueblo. Imaginándose como un golpista declara: "Haré ratificar por el voto popular el abuso de autoridad cometido contra el Estado; diré al pueblo, empleando los términos que juzgue convenientes: todo marchaba mal; lo he destruido todo y os he salvado. ¿Me aceptáis? Sois libres, por medio de vuestro voto, de condenarme o de absolverme". La astucia puede convertir cada uno de los mecanismos de control en recursos para la alabanza.
El régimen chavista es uno de los casos más exitosos de esta transformación del autoritarismo contemporáneo. En Venezuela no han desaparecido los partidos y subsisten las elecciones. No hay campos de concentración ni se sabe de desaparecidos políticos. De hecho, subsiste cierta prensa crítica y estructuras de oposición. Las elecciones se organizan con regularidad. Sin embargo, el régimen está muy lejos de ser una democracia. No existen las condiciones mínimas para la competencia y la moderación del poder. El Presidente Chávez ha logrado concentrar todos los poderes en su figura, fenómeno a todas luces incompatible con ese complejo artefacto de separaciones que debe ser la democracia liberal. Todas las instituciones del Estado, en lugar de actuar con autonomía para controlarse mutuamente, le son fieles. No hay instancias independientes. El legislativo le tributa aplausos; el judicial sigue su línea. Hace unos días inició su tercer mandato. Ha propuesto reformar su Constitución para eliminar cualquier restricción temporal a su gobierno y perpetuarse en el poder hasta la muerte.
El discurso que pronunció el pasado miércoles es una buena cápsula de su proyecto. Un hombre enamorado de su propia retórica utiliza la tribuna pública para defender su idea del socialismo del Siglo 21. La exuberante elocuencia del dirigente no se sirve del orden ni, mucho menos, de la coherencia. La anécdota familiar lleva a una cita bíblica para invocar después un pasaje de Bolívar e insultar al enemigo del día. El autócrata como cura y bufón; como camorrista y profeta. El socialismo bolivariano resulta ser una ensalada de materialismo dialéctico revuelto con el Eclesiastés, los diarios de Bolívar, la sabiduría de la abuela y las conversaciones con Castro. Un par de cosas resaltan de esta curiosa argamasa: el culto al pueblo y la devoción por su representante. El pueblo, dice Chávez en su discurso reciente, es "el sabio, el dueño, el soberano". Y yo soy su representante. Representante fiel de un pueblo infalible. Resulta pues que el socialismo del Siglo 21 no es más que la divagación retórica de un ególatra.
De acuerdo al antiliberalismo chavista, no tiene sentido desconfiar de la Presidencia. Si el Ejecutivo es el portador insobornable del Proyecto resulta urgente eliminar cualquier obstáculo a su actuar. Chávez pide poderes de emergencia y la legislatura, se adelanta a concederlos. La presidenta del congreso venezolano declaraba unos minutos antes de que el Presidente solicitara esas facultades: "Nosotros, desde la Asamblea Nacional, sabiendo que el Presidente Chávez requiere poderes para adecuar la legislación al proyecto político, al proyecto socialista... vamos a acordar por urgencia reglamentaria, otorgarle los poderes al ciudadano Presidente Hugo Chávez con una Ley Habilitante". Más que habilitante, el decreto parece abdicante. Un congreso que renuncia a su deber de servir como instancia de reflexión, debate y control.
La estrategia chavista no es una repetición de los viejos modelos autocráticos. Más que proscribir la oposición, el régimen la provoca y la hostiga sistemáticamente. La polarización, a nivel nacional o en el terreno "diplomático" resulta un combustible indispensable. El pueblo y su dirigente deben estar en constante pleito con la oligarquía nacional y el imperialismo. Se trata, ante todo, de dinamitar cualquier posibilidad de moderación. Atizar constantemente el discurso revolucionario es indispensable. Renovar la enemistad para colocar al país en una dinámica de guerra permanente. Las políticas distributivas son igualmente importantes. Se trata, como apuntó Javier Corrales en un interesante artículo para Foreign Policy, de un reparto selectivo: favores a los partidarios; insultos a los detractores. Los abundantísimos recursos de la bonanza petrolera destinados a la formación de una formidable clientela.
El éxito de Chávez no puede entenderse sin el desastre precedente. Si Chávez es hoy un Presidente popular es porque entendió la profundidad del desprestigio de la clase política venezolana que terminó por vaciar de sentido las prácticas y valores liberales de la democracia. Teodoro Petkoff describe el autoritarismo chavista como un "totalitarismo light". Sin necesidad de declarar el fin de las libertades, el poder central se ha encargado de minar paulatinamente todas las instancias de autonomía. El nuevo despotismo ha dejado de ser una profecía. Está entre nosotros.
Jesús Silva-Herzog Márquez, El Norte, 15 de enero 2007
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Cualquier similitud entre los discursos de Chávez y de AMLO, NO son mera coincidencia. AMLO también trató de erigirse como el verdadero y único representante del pueblo. Su demagogia giraba sobre lo mismo, que el pueblo mandaba, y que él era el único intérprete de ese mandato. Y aún así sigue su discurso. No hay que bajar la guardia.
Hace más de 150 años, Maurice Joly, un disidente del pequeño Napoleón, se percató de las posibilidad de torcer los dispositivos de la democracia liberal para levantar una plataforma despótica. Los mayores orgullos democráticos bien podrían usarse para aniquilar la moderación e instaurar un régimen dictatorial. El abecé de todo usurpador, hace decir Joly a un sabio Maquiavelo que despedaza a un ingenuo Montesquieu, es fundar su poder en el pueblo. Imaginándose como un golpista declara: "Haré ratificar por el voto popular el abuso de autoridad cometido contra el Estado; diré al pueblo, empleando los términos que juzgue convenientes: todo marchaba mal; lo he destruido todo y os he salvado. ¿Me aceptáis? Sois libres, por medio de vuestro voto, de condenarme o de absolverme". La astucia puede convertir cada uno de los mecanismos de control en recursos para la alabanza.
El régimen chavista es uno de los casos más exitosos de esta transformación del autoritarismo contemporáneo. En Venezuela no han desaparecido los partidos y subsisten las elecciones. No hay campos de concentración ni se sabe de desaparecidos políticos. De hecho, subsiste cierta prensa crítica y estructuras de oposición. Las elecciones se organizan con regularidad. Sin embargo, el régimen está muy lejos de ser una democracia. No existen las condiciones mínimas para la competencia y la moderación del poder. El Presidente Chávez ha logrado concentrar todos los poderes en su figura, fenómeno a todas luces incompatible con ese complejo artefacto de separaciones que debe ser la democracia liberal. Todas las instituciones del Estado, en lugar de actuar con autonomía para controlarse mutuamente, le son fieles. No hay instancias independientes. El legislativo le tributa aplausos; el judicial sigue su línea. Hace unos días inició su tercer mandato. Ha propuesto reformar su Constitución para eliminar cualquier restricción temporal a su gobierno y perpetuarse en el poder hasta la muerte.
El discurso que pronunció el pasado miércoles es una buena cápsula de su proyecto. Un hombre enamorado de su propia retórica utiliza la tribuna pública para defender su idea del socialismo del Siglo 21. La exuberante elocuencia del dirigente no se sirve del orden ni, mucho menos, de la coherencia. La anécdota familiar lleva a una cita bíblica para invocar después un pasaje de Bolívar e insultar al enemigo del día. El autócrata como cura y bufón; como camorrista y profeta. El socialismo bolivariano resulta ser una ensalada de materialismo dialéctico revuelto con el Eclesiastés, los diarios de Bolívar, la sabiduría de la abuela y las conversaciones con Castro. Un par de cosas resaltan de esta curiosa argamasa: el culto al pueblo y la devoción por su representante. El pueblo, dice Chávez en su discurso reciente, es "el sabio, el dueño, el soberano". Y yo soy su representante. Representante fiel de un pueblo infalible. Resulta pues que el socialismo del Siglo 21 no es más que la divagación retórica de un ególatra.
De acuerdo al antiliberalismo chavista, no tiene sentido desconfiar de la Presidencia. Si el Ejecutivo es el portador insobornable del Proyecto resulta urgente eliminar cualquier obstáculo a su actuar. Chávez pide poderes de emergencia y la legislatura, se adelanta a concederlos. La presidenta del congreso venezolano declaraba unos minutos antes de que el Presidente solicitara esas facultades: "Nosotros, desde la Asamblea Nacional, sabiendo que el Presidente Chávez requiere poderes para adecuar la legislación al proyecto político, al proyecto socialista... vamos a acordar por urgencia reglamentaria, otorgarle los poderes al ciudadano Presidente Hugo Chávez con una Ley Habilitante". Más que habilitante, el decreto parece abdicante. Un congreso que renuncia a su deber de servir como instancia de reflexión, debate y control.
La estrategia chavista no es una repetición de los viejos modelos autocráticos. Más que proscribir la oposición, el régimen la provoca y la hostiga sistemáticamente. La polarización, a nivel nacional o en el terreno "diplomático" resulta un combustible indispensable. El pueblo y su dirigente deben estar en constante pleito con la oligarquía nacional y el imperialismo. Se trata, ante todo, de dinamitar cualquier posibilidad de moderación. Atizar constantemente el discurso revolucionario es indispensable. Renovar la enemistad para colocar al país en una dinámica de guerra permanente. Las políticas distributivas son igualmente importantes. Se trata, como apuntó Javier Corrales en un interesante artículo para Foreign Policy, de un reparto selectivo: favores a los partidarios; insultos a los detractores. Los abundantísimos recursos de la bonanza petrolera destinados a la formación de una formidable clientela.
El éxito de Chávez no puede entenderse sin el desastre precedente. Si Chávez es hoy un Presidente popular es porque entendió la profundidad del desprestigio de la clase política venezolana que terminó por vaciar de sentido las prácticas y valores liberales de la democracia. Teodoro Petkoff describe el autoritarismo chavista como un "totalitarismo light". Sin necesidad de declarar el fin de las libertades, el poder central se ha encargado de minar paulatinamente todas las instancias de autonomía. El nuevo despotismo ha dejado de ser una profecía. Está entre nosotros.
Jesús Silva-Herzog Márquez, El Norte, 15 de enero 2007
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Cualquier similitud entre los discursos de Chávez y de AMLO, NO son mera coincidencia. AMLO también trató de erigirse como el verdadero y único representante del pueblo. Su demagogia giraba sobre lo mismo, que el pueblo mandaba, y que él era el único intérprete de ese mandato. Y aún así sigue su discurso. No hay que bajar la guardia.
Etiquetas: AMLO, Chavez, demagogia, populismo, Venezuela