domingo, agosto 10, 2008
Una falsa amalgama
Un barril enterrado o un barril producido fuera de tiempo y presupuesto es un barril ilusorio. En la exploración de aguas profundas en el Golfo, igual que en otros ámbitos de la operación energética, la situación real y concreta de Pemex es similar: no basta que fluyan los fondos, hace falta una capacidad de ejecución (tecnológica, empresarial y, hasta ahora, legal) que está fuera de su alcance. Por eso se necesita una nueva legislación que permita alianzas estratégicas con empresas privadas o estatales. Esto lo entienden perfectamente los gobiernos de izquierda, no sólo Brasil (para quien nuestra santificación estatista de Pemex es un misterio) sino Venezuela. El Presidente Chávez ha anunciado no sin orgullo -o al menos con naturalidad- proyectos de coinversión con empresas europeas en el Orinoco y alianzas con empresas portuguesas que han desarrollado energía eólica. Y como el Estado venezolano retiene el porcentaje mayoritario de la operación, nadie lo está acusando de "privatizador".
De haber triunfado en los comicios de julio del 2006, López Obrador hubiera hecho exactamente lo mismo. A estas alturas, el sector energético estaría abierto al capital privado, como lo propuso en su Proyecto Alternativo de Nación, y el electorado de izquierda lo estaría aplaudiendo. Un gobierno perredista hubiera reconocido la declinación acelerada de Cantarell, las restricciones y prioridades presupuestarias, y las dificultades técnicas, y esto lo habría conducido a la participación de empresas extranjeras como Petrobras, consorcio de un país "hermano" encabezado por un líder de izquierda moderno.
Pero la realidad es otra. La izquierda radical no está en el poder y por ese motivo su oposición a la apertura energética es irreductible. La consigna es no ceder, aun si en un futuro esa misma oposición se llegara a encontrar en Los Pinos imposibilitada para ejercer el 40% de su eventual presupuesto. Se trata, pues, de una reversión suicida del viejo refrán: no después, sino antes de mí, el diluvio.
Además de estas razones de mezquindad política (que son las fundamentales), la oposición radical a la apertura energética tiene, en algunos casos, un origen distinto, equivocado pero menos innoble: la amalgama ideológica entre el nacionalismo y el estatismo. Para sus paladines esta equivalencia es un acto de fe, pero se trata de un hecho relativamente nuevo en nuestra historia. Lázaro Cárdenas, a quien se ha invocado tanto estos meses, fue sin duda el mayor exponente del nacionalismo revolucionario, pero nunca lo confundió con el estatismo. Cárdenas no era -en absoluto- un ideólogo, sino un hombre pragmático que ensayaba soluciones concretas a problemas concretos en circunstancias concretas. Luis González narraba esta anécdota: a final de su sexenio, al visitar San José de Gracia, Michoacán, y atestiguar la productividad de las pequeñas parcelas individuales (no ejidales) provenientes del reparto instrumentado años atrás por el legendario padre Federico González, Cárdenas dijo: "De haber conocido antes lo que aquí se ha hecho, lo hubiera aplicado en el resto del País".
Como corriente ideológica, el estatismo es muy posterior: arraigó en ámbitos políticos, académicos y burocráticos que crecieron exponencialmente durante los gobiernos de Echeverría y López Portillo. A partir de entonces, cientos de miles y quizá millones de personas asumieron la conciencia falsa de que su condición material particular ("hacer patria" viviendo del Estado) podía y debía generalizarse. Apenas sorprende que con esa óptica juzguen ahora el problema petrolero.
La mejor manera de deshacer la amalgama entre nacionalismo y estatismo es arribar a una Reforma Petrolera por consenso entre el PAN el PRI y el sector moderno del PRD. Todos saldríamos ganando, todos, menos los miembros del FAP que seguirán apostando por lo que uno de sus líderes más conspicuos ha llamado abiertamente "la ruptura que viene". Si la "ruptura que viene" en verdad viene, perderemos la paz política y nos precipitaremos en una severa e innecesaria crisis social, tras la cual volveremos al punto de partida y abriremos el sector energético. Pero si la "ruptura que viene" finalmente no viene, lograremos la hazaña de reformar poco a poco nuestra estructura energética, sin romper la paz pública ni la invaluable continuidad institucional de casi noventa años (1920-2008).
Enrique Krauze
De haber triunfado en los comicios de julio del 2006, López Obrador hubiera hecho exactamente lo mismo. A estas alturas, el sector energético estaría abierto al capital privado, como lo propuso en su Proyecto Alternativo de Nación, y el electorado de izquierda lo estaría aplaudiendo. Un gobierno perredista hubiera reconocido la declinación acelerada de Cantarell, las restricciones y prioridades presupuestarias, y las dificultades técnicas, y esto lo habría conducido a la participación de empresas extranjeras como Petrobras, consorcio de un país "hermano" encabezado por un líder de izquierda moderno.
Pero la realidad es otra. La izquierda radical no está en el poder y por ese motivo su oposición a la apertura energética es irreductible. La consigna es no ceder, aun si en un futuro esa misma oposición se llegara a encontrar en Los Pinos imposibilitada para ejercer el 40% de su eventual presupuesto. Se trata, pues, de una reversión suicida del viejo refrán: no después, sino antes de mí, el diluvio.
Además de estas razones de mezquindad política (que son las fundamentales), la oposición radical a la apertura energética tiene, en algunos casos, un origen distinto, equivocado pero menos innoble: la amalgama ideológica entre el nacionalismo y el estatismo. Para sus paladines esta equivalencia es un acto de fe, pero se trata de un hecho relativamente nuevo en nuestra historia. Lázaro Cárdenas, a quien se ha invocado tanto estos meses, fue sin duda el mayor exponente del nacionalismo revolucionario, pero nunca lo confundió con el estatismo. Cárdenas no era -en absoluto- un ideólogo, sino un hombre pragmático que ensayaba soluciones concretas a problemas concretos en circunstancias concretas. Luis González narraba esta anécdota: a final de su sexenio, al visitar San José de Gracia, Michoacán, y atestiguar la productividad de las pequeñas parcelas individuales (no ejidales) provenientes del reparto instrumentado años atrás por el legendario padre Federico González, Cárdenas dijo: "De haber conocido antes lo que aquí se ha hecho, lo hubiera aplicado en el resto del País".
Como corriente ideológica, el estatismo es muy posterior: arraigó en ámbitos políticos, académicos y burocráticos que crecieron exponencialmente durante los gobiernos de Echeverría y López Portillo. A partir de entonces, cientos de miles y quizá millones de personas asumieron la conciencia falsa de que su condición material particular ("hacer patria" viviendo del Estado) podía y debía generalizarse. Apenas sorprende que con esa óptica juzguen ahora el problema petrolero.
La mejor manera de deshacer la amalgama entre nacionalismo y estatismo es arribar a una Reforma Petrolera por consenso entre el PAN el PRI y el sector moderno del PRD. Todos saldríamos ganando, todos, menos los miembros del FAP que seguirán apostando por lo que uno de sus líderes más conspicuos ha llamado abiertamente "la ruptura que viene". Si la "ruptura que viene" en verdad viene, perderemos la paz política y nos precipitaremos en una severa e innecesaria crisis social, tras la cual volveremos al punto de partida y abriremos el sector energético. Pero si la "ruptura que viene" finalmente no viene, lograremos la hazaña de reformar poco a poco nuestra estructura energética, sin romper la paz pública ni la invaluable continuidad institucional de casi noventa años (1920-2008).
Enrique Krauze
Etiquetas: AMLO, crecimiento, demagogia, Echeverría, inversión, izquierda, PEMEX, PetroBras, petroleo, reformas