viernes, septiembre 08, 2006
Sin Instituciones
"Al diablo con sus instituciones", es la frase que sintetiza el pensamiento político de López Obrador. Formado en el radicalismo revolucionario de los 70, y enmarcado en el espacio del priismo tabasqueño, este personaje consigue insertarse en el Partido de la Revolución Democrática como parte de una de tantas rupturas al interior de la clase política priista, y asciende en función de su capacidad de generar la movilización social necesaria para subir a la agenda nacional los temas considerados importantes. A pesar de haber fracasado en su intento por impedir el triunfo de Roberto Madrazo en Tabasco, su demostración de fuerza y habilidad movilizadora lo situaron como un político eficaz.
Su trabajo al frente del PRD nacional le permitió conciliar el proyecto institucional, con su convicción revolucionaria de manejo de masas y definición ideológica ausente de crítica alguna. Con el triunfo en la elección para jefe de gobierno en la capital del País en el 2000, y la derrota de Cuauhtémoc Cárdenas en su tercer intento por alcanzar la Presidencia de la República, López Obrador fue diseñando la estrategia necesaria para alcanzar la silla grande seis años después. Todos los actos de su gobierno en la Ciudad de México fueron encaminados hacia ese objetivo. Desde la cooptación social de los más pobres, hasta la construcción de obras viales espectaculares aunque inútiles, la idea de ser Presidente fue la prioridad durante su administración.
El proceso de desafuero le permitió a AMLO poner en la balanza las dos partes de la política: la institucional y la de la movilización. Fue esta segunda la que le permitió anular la estrategia de Fox, destinada a cuestionar legalmente su actuación como autoridad, y con ello descarrilar su proyecto para el 2006. Al triunfar la apuesta movilizadora, López Obrador reforzó la idea de que ésta era la mejor forma de hacer política. Junto con la estructura partidaria perredista, construyó con su antiguo adversario Manuel Camacho una red de apoyo ciudadano que le daba fuerza a la candidatura. Sin embargo, la idea de que el movimiento de masas era superior en términos de poder real frente a la negociación política institucional fue fortaleciéndose en la mente del tabasqueño.
Es por eso que todas las propuestas de llegar a acuerdos con diferentes sectores empresariales y específicamente políticos, fueron rechazadas por AMLO una y otra vez. Desde importantes círculos financieros hasta los gobernadores priistas, todos y cada uno de ellos fueron desdeñados por un candidato embrujado por la magia de la movilización de masas. El resultado fue claro: una derrota electoral por un pequeño margen, cuando unos meses antes de los comicios su ventaja era de un 10 por ciento. De ahí en adelante, cualquier referencia a la institucionalidad fue desconocida por López Obrador, bajo el argumento de que el movimiento de masas se sitúa por encima del modelo democrático institucional.
El problema es que una vez establecido el resultado definitivo de la elección, en el sentido de que Felipe Calderón es el ganador legal y de que el proceso fue válido, entonces la contradicción entre movimiento social e institucionalidad política se vuelve irreconciliable. La fuerza de López Obrador dentro del PRD sigue siendo significativa, al grado de que figuras moderadas, que en su momento abanderaron el proyecto socialdemócrata de la izquierda, como Jesús Ortega o Carlos Navarrete, repiten incesantemente la consigna de que las instituciones han dejado de servir y por lo tanto sus decisiones son ilegítimas y desechables.
Esta posición regresa a la izquierda a las posturas revolucionarias de los años 60 y 70, en donde las "instituciones burguesas" servían únicamente como instrumentos adecuados para generar las condiciones necesarias de la "Revolución". El grito de "al diablo sus instituciones" sitúa al PRD en la frontera de la ilegalidad y con ello en medio de un debate sobre el carácter de la izquierda mexicana en los próximos años.
Su trabajo al frente del PRD nacional le permitió conciliar el proyecto institucional, con su convicción revolucionaria de manejo de masas y definición ideológica ausente de crítica alguna. Con el triunfo en la elección para jefe de gobierno en la capital del País en el 2000, y la derrota de Cuauhtémoc Cárdenas en su tercer intento por alcanzar la Presidencia de la República, López Obrador fue diseñando la estrategia necesaria para alcanzar la silla grande seis años después. Todos los actos de su gobierno en la Ciudad de México fueron encaminados hacia ese objetivo. Desde la cooptación social de los más pobres, hasta la construcción de obras viales espectaculares aunque inútiles, la idea de ser Presidente fue la prioridad durante su administración.
El proceso de desafuero le permitió a AMLO poner en la balanza las dos partes de la política: la institucional y la de la movilización. Fue esta segunda la que le permitió anular la estrategia de Fox, destinada a cuestionar legalmente su actuación como autoridad, y con ello descarrilar su proyecto para el 2006. Al triunfar la apuesta movilizadora, López Obrador reforzó la idea de que ésta era la mejor forma de hacer política. Junto con la estructura partidaria perredista, construyó con su antiguo adversario Manuel Camacho una red de apoyo ciudadano que le daba fuerza a la candidatura. Sin embargo, la idea de que el movimiento de masas era superior en términos de poder real frente a la negociación política institucional fue fortaleciéndose en la mente del tabasqueño.
Es por eso que todas las propuestas de llegar a acuerdos con diferentes sectores empresariales y específicamente políticos, fueron rechazadas por AMLO una y otra vez. Desde importantes círculos financieros hasta los gobernadores priistas, todos y cada uno de ellos fueron desdeñados por un candidato embrujado por la magia de la movilización de masas. El resultado fue claro: una derrota electoral por un pequeño margen, cuando unos meses antes de los comicios su ventaja era de un 10 por ciento. De ahí en adelante, cualquier referencia a la institucionalidad fue desconocida por López Obrador, bajo el argumento de que el movimiento de masas se sitúa por encima del modelo democrático institucional.
El problema es que una vez establecido el resultado definitivo de la elección, en el sentido de que Felipe Calderón es el ganador legal y de que el proceso fue válido, entonces la contradicción entre movimiento social e institucionalidad política se vuelve irreconciliable. La fuerza de López Obrador dentro del PRD sigue siendo significativa, al grado de que figuras moderadas, que en su momento abanderaron el proyecto socialdemócrata de la izquierda, como Jesús Ortega o Carlos Navarrete, repiten incesantemente la consigna de que las instituciones han dejado de servir y por lo tanto sus decisiones son ilegítimas y desechables.
Esta posición regresa a la izquierda a las posturas revolucionarias de los años 60 y 70, en donde las "instituciones burguesas" servían únicamente como instrumentos adecuados para generar las condiciones necesarias de la "Revolución". El grito de "al diablo sus instituciones" sitúa al PRD en la frontera de la ilegalidad y con ello en medio de un debate sobre el carácter de la izquierda mexicana en los próximos años.
Ezra Shabot, El Norte