jueves, septiembre 07, 2006
¿Qué y quiénes fallaron?
El problema de la democracia mexicana no es tanto legal, jurídico o de leyes electorales, sino de cultura de los hombres
E l asunto no es menor. Hasta en las elecciones presidenciales de 1994, sin olvidar la ominosa experiencia de 88, el reclamo generalizado era que esos proceso electorales eran fraudulentos porque estaban en manos del gobierno; juez y parte que no garantizaba legalidad, certeza, transparencia, confianza, equidad e imparcialidad. A partir de 1996, esas elecciones ya no estuvieron en manos del gobierno, sino de órganos supuesta o realmente ciudadanos y de los propios votantes.
Pero a pesar de ese cambio sustantivo, el reclamo es el mismo. Resulta que un tercio de votantes, de quienes casualmente sufragaron por el candidato oficialmente perdedor, se dicen robados, defraudados, y califican al presidente electo como ilegítimo, si no es que espurio. ¿Qué pasó? ¿Acaso tendremos que encomendar los procesos electorales al "espíritu santo", a un ser venido de lejanas galaxias para darle crédito? El dilema que se presenta a la naciente democracia mexicana no es asunto menor, sobre todo porque un importante sector social siente un tufo concentrado de perversión en esa democracia.
Y para tratar de entender lo ocurrido partimos de interrogantes básicas: ¿Qué y/o quiénes fallaron a lo largo de la contienda electoral del 2 de julio? ¿Fallaron las instituciones o los hombres? Si partimos de la idea de que las instituciones son productos sociales, y que tienen vida a partir de su interacción con la naturaleza humana, podremos concluir que la falla se localiza en la segunda premisa; fallaron los hombres. Pero además, si tomamos en cuenta que no basta que en una sociedad, que en un Estado exista un sistema legal u orden jurídico para que se pueda hablar de "estado de derecho" -porque la concepción clásica de estado de derecho es la del Estado sometido al Derecho-, acaso podríamos concluir que el problema de la democracia mexicana no es tanto legal, jurídico o de leyes electorales, sino de cultura democrática, de los hombres.
Entre 1996 y 2006 cambiaron de manera radical las leyes electorales mexicanas, pero aun así sigue latente la percepción sobre las elecciones fraudulentas, en por lo menos un tercio de los electores. ¿Por qué? Se puede argumentar que ese cambio en la legislación fue imperfecto, que existen "hoyos negros" en la ley. Pero también se debe tomar en cuenta el factor humano. Es decir, si los electores mexicanos somos producto de una historia de descrédito en los procesos electorales, de fraudes y trampas para mantener el poder -cultura en la que gracias al PRI nacimos y crecimos casi todas las generaciones de votantes-, es imposible suponer que en sólo una década la cultura de la democracia se haya ganado un lugar entre los hábitos sociales.
Y una segunda pista en abono a que el problema es más de cultura democrática que de legislación electoral, la ofreció el Tribunal Electoral, al resolver sobre la validez y calidad de la contienda. ¿Quiénes fallaron, según el TEPJF? Fallaron el presidente Fox, que metió la mano en el proceso; fallaron los empresarios, que intervinieron a través de su más poderoso sindicato; falló el presidente consejero del IFE... Pero en el otro bando, falló el candidato perdedor, que desde su gobierno utilizó todos los recursos públicos necesarios, que engañó con un supuesto fraude, que aceptó jugar con las reglas del juego y luego pateó el tablero y desconoció al ganador de la contienda; fallaron sindicatos laborales que también pagaron spots a su favor. Falló la cultura democrática de todos los candidatos, partidos y actores políticos.
No hay duda de que las leyes electorales mexicanas deben pasar a una segunda generación, pues la primera fue rebasada por la inesperada pluralidad y competencia electoral. Pero también es cierto que la cultura democrática entre los partidos, gobernantes y votantes no ha llegado siquiera a su primera generación. Los ejemplos sobran. Durante las campañas electorales los candidatos de los principales partidos estimularon, más que la lucha de ideas y propuestas, el descrédito al adversario. Esa guerra derivó polarización y odio, en familias fracturadas y amistades canceladas. ¿Por qué? Porque la incultura democrática -la de la tolerancia, el respeto al otro y a lo que piensa- fue sustituida por la cultura de la guerra política, del "si no estás conmigo, eres mi enemigo".
Luego del 2 de julio fue más evidente la incultura democrática. El candidato derrotado se negó a reconocer el resultado. Creó un engaño contra las instituciones -que pueden tener las fallas que se quiera, pero son las reglas que todos aceptaron-, y casi todos sus fieles compraron sin chistar la mentira, hasta convertirla en verdad. "No perdimos, nos robaron". Se entiende la justeza de la causa y del mesías, pero no hay cultura democrática para entender que la democracia no es sólo causas justas. Por eso lo mejor es creer cualquier cuento, antes que reconocer un valor fundamental de la democracia: la derrota.
Por supuesto que las leyes son imperfectas y que se pasó del control abusivo y antidemocrático del gobierno en las elecciones, al control mediático, al poder del dinero en las elecciones, más que al control ciudadano. Pero de eso hablaremos en otra ocasión.
Ricardo Alemán, aleman2@prodigy.net.mx