martes, agosto 01, 2006
La inmolacion
Nadie puede exigirle a Andrés Manuel López Obrador aceptar una derrota que no alcanza un punto de 100 y que aún no se formaliza institucionalmente. Resulta perfectamente entendible que se resista a proclamar como vencedor a Felipe Calderón. La ley le ofrece recursos y los está empleando. No puede satanizarse el ejercicio de los derechos. Pero no ha sido ésa la única ruta que ha escogido el ex candidato presidencial. No ha sido, siquiera, su ruta principal. Por el contrario, por encima de la impugnación ha optado por la descalificación general de la elección. Una jornada que fue calificada como ejemplar se convirtió de pronto en el episodio central de una estafa que nadie logra probar. López Obrador y sus seguidores sostienen que la elección fue un fraude. A su juicio, un poder dispuso la alteración de la voluntad ciudadana y logró imponerse sobre todos los mecanismos de control de nuestro régimen electoral. Sus pruebas han sido flojas, cuando no le han resultado francamente contraproducentes.
La admisión inmediata de la derrota no era una opción razonable para el PRD. Si ese camino estaba cerrado bajo cualquier criterio estratégico, ¿cuáles eran sus opciones frente a la frustrante información oficial? La alternativa era impugnar o reventar. Seguir el sendero de la impugnación implicaba ratificar un compromiso con el dispositivo institucional y emplearlo para cuestionar lo cuestionable. Hacer acopio de razones y pruebas para demostrar ante los jueces que el cómputo tiene errores que pueden revertir el sentido de la elección. No ha sido ésa la opción elegida. La decisión de los perredistas ha sido reventar la elección. En su discurso público y en su petición judicial, pretenden tirar a la basura la elección de Presidente de la República. Valdría la pena detenerse a analizar la lógica y la visión política de los redactores de la demanda perredista. Con frecuencia invocan como fuente de cultura electoral a Wikipedia (la enciclopedia en internet famosa por la ausencia de rigor académico en la redacción de sus notas) y declaran como autoridad democrática a ¡José Stalin! Los abogados lopezobradoristas, en efecto, citan al genocida como un respetable teórico de la democracia. Inteligente estrategia legal: siguiendo este consejo, habría que entregar cualquier petición a la Comisión de Derechos Humanos con el respaldo de los escritos de Hitler.
La ruta de la descalificación es un sendero extraordinariamente riesgoso para López Obrador. Es cierto: se trata de su terruño: el lugar de las movilizaciones, de la confrontación y de la radicalización. Nadie conoce ese paraje como él. Pero ahora ese lugar representa un riesgo que nada tiene que ver con los riesgos conocidos. Ante el desafuero, López Obrador tenía buenas, sólidas razones. Por eso convenció a muchos del atropello. Hoy defiende un caso extremadamente débil. Nadie, que no sea un devoto de su causa, le concede razón. Ayer tenía en su contra las torpezas e ineptitudes de Vicente Fox. Hoy enfrenta a millones de ciudadanos que observaron un proceso competido y una jornada ejemplar. A millones que votaron con tranquilidad. A millones que recibieron y contaron los votos. A miles de observadores nacionales, a cientos de vigías internacionales que no encontraron ninguna evidencia de la terrible estafa. La opción de descalificar todo el proceso electoral significa una determinación de enormes consecuencias para el futuro de su liderazgo.
López Obrador ha optado por reavivar la intensidad de sus respaldos a riesgo de perder la cantidad de sus apoyos. No ha querido conducir su popularidad y su poder para defender ahora su causa en la elección, reservándose capital para el futuro. El político tabasqueño no está dotado de paciencia y está dispuesto a quemar todos sus recursos, a quemarse él mismo, para impedir la asunción de Felipe Calderón. Presenciamos el espectáculo de la inmolación del político más carismático de la historia reciente de México. Un político que, al tiempo que enciende la pasión desbordada de sus seguidores, rompe contacto con ese universo moderado y vacilante de los votantes independientes. Ésa parece ser la determinación de López Obrador. Si no soy Presidente hoy, no lo seré nunca. Si nunca seré Presidente de México, que no sea Calderón.
La boca de López Obrador es una hoguera en la que se quema un liderazgo que trascendió al PRD, a la izquierda, a la Ciudad de México. Sus flamas chamuscan a medio mundo: al IFE que es un nido de ratas, a los técnicos que son ladrones con computadora, a sus representantes que se vendieron, la elección toda que fue un cochinero. Pero el fuego retórico también carboniza a un dirigente que, al radicalizarse, se margina y se separa de una ciudadanía que no lo acompaña en su fantasía conspiratista. La inmolación de López Obrador está dañando también al PRD, el partido que tanto ganó en la reciente elección. El liderazgo del tabasqueño está poniendo en riesgo los enormes avances del PRD no solamente como una opción exitosa de gobierno sino como una organización confiable e institucional. Nadie dentro de ese partido ha logrado construir un argumento de sensatez para los días que corren. Todos han seguido la obsesión del caudillo. Es una mala señal el que un partido no encuentre en su propia diversidad los reflejos de moderación y racionalidad que necesita.
López Obrador se incinera y está dispuesto a quemarse en la casa de su partido. Pretende quemar también uno de los grandes avances de México en su historia reciente. El complejísimo, barroco, carísimo pero a fin de cuentas confiable dispositivo electoral. No es un pleito contra el presidente del IFE, es un manifiesto contra los ciudadanos que organizaron y contaron los votos de millones de mexicanos. El héroe pirómano está dispuesto a inmolarse y a destruir la armadura de nuestra democracia.
La admisión inmediata de la derrota no era una opción razonable para el PRD. Si ese camino estaba cerrado bajo cualquier criterio estratégico, ¿cuáles eran sus opciones frente a la frustrante información oficial? La alternativa era impugnar o reventar. Seguir el sendero de la impugnación implicaba ratificar un compromiso con el dispositivo institucional y emplearlo para cuestionar lo cuestionable. Hacer acopio de razones y pruebas para demostrar ante los jueces que el cómputo tiene errores que pueden revertir el sentido de la elección. No ha sido ésa la opción elegida. La decisión de los perredistas ha sido reventar la elección. En su discurso público y en su petición judicial, pretenden tirar a la basura la elección de Presidente de la República. Valdría la pena detenerse a analizar la lógica y la visión política de los redactores de la demanda perredista. Con frecuencia invocan como fuente de cultura electoral a Wikipedia (la enciclopedia en internet famosa por la ausencia de rigor académico en la redacción de sus notas) y declaran como autoridad democrática a ¡José Stalin! Los abogados lopezobradoristas, en efecto, citan al genocida como un respetable teórico de la democracia. Inteligente estrategia legal: siguiendo este consejo, habría que entregar cualquier petición a la Comisión de Derechos Humanos con el respaldo de los escritos de Hitler.
La ruta de la descalificación es un sendero extraordinariamente riesgoso para López Obrador. Es cierto: se trata de su terruño: el lugar de las movilizaciones, de la confrontación y de la radicalización. Nadie conoce ese paraje como él. Pero ahora ese lugar representa un riesgo que nada tiene que ver con los riesgos conocidos. Ante el desafuero, López Obrador tenía buenas, sólidas razones. Por eso convenció a muchos del atropello. Hoy defiende un caso extremadamente débil. Nadie, que no sea un devoto de su causa, le concede razón. Ayer tenía en su contra las torpezas e ineptitudes de Vicente Fox. Hoy enfrenta a millones de ciudadanos que observaron un proceso competido y una jornada ejemplar. A millones que votaron con tranquilidad. A millones que recibieron y contaron los votos. A miles de observadores nacionales, a cientos de vigías internacionales que no encontraron ninguna evidencia de la terrible estafa. La opción de descalificar todo el proceso electoral significa una determinación de enormes consecuencias para el futuro de su liderazgo.
López Obrador ha optado por reavivar la intensidad de sus respaldos a riesgo de perder la cantidad de sus apoyos. No ha querido conducir su popularidad y su poder para defender ahora su causa en la elección, reservándose capital para el futuro. El político tabasqueño no está dotado de paciencia y está dispuesto a quemar todos sus recursos, a quemarse él mismo, para impedir la asunción de Felipe Calderón. Presenciamos el espectáculo de la inmolación del político más carismático de la historia reciente de México. Un político que, al tiempo que enciende la pasión desbordada de sus seguidores, rompe contacto con ese universo moderado y vacilante de los votantes independientes. Ésa parece ser la determinación de López Obrador. Si no soy Presidente hoy, no lo seré nunca. Si nunca seré Presidente de México, que no sea Calderón.
La boca de López Obrador es una hoguera en la que se quema un liderazgo que trascendió al PRD, a la izquierda, a la Ciudad de México. Sus flamas chamuscan a medio mundo: al IFE que es un nido de ratas, a los técnicos que son ladrones con computadora, a sus representantes que se vendieron, la elección toda que fue un cochinero. Pero el fuego retórico también carboniza a un dirigente que, al radicalizarse, se margina y se separa de una ciudadanía que no lo acompaña en su fantasía conspiratista. La inmolación de López Obrador está dañando también al PRD, el partido que tanto ganó en la reciente elección. El liderazgo del tabasqueño está poniendo en riesgo los enormes avances del PRD no solamente como una opción exitosa de gobierno sino como una organización confiable e institucional. Nadie dentro de ese partido ha logrado construir un argumento de sensatez para los días que corren. Todos han seguido la obsesión del caudillo. Es una mala señal el que un partido no encuentre en su propia diversidad los reflejos de moderación y racionalidad que necesita.
López Obrador se incinera y está dispuesto a quemarse en la casa de su partido. Pretende quemar también uno de los grandes avances de México en su historia reciente. El complejísimo, barroco, carísimo pero a fin de cuentas confiable dispositivo electoral. No es un pleito contra el presidente del IFE, es un manifiesto contra los ciudadanos que organizaron y contaron los votos de millones de mexicanos. El héroe pirómano está dispuesto a inmolarse y a destruir la armadura de nuestra democracia.
Jesus Silva-Herzog Marquez, El Norte