lunes, julio 31, 2006

 

¿Método o locura?

"Aquellos que los dioses quieren destruir, primero enloquecen", escribió Eurípides. Y muchos que observan a Andrés Manuel López Obrador piensan que ha enloquecido. Que ha perdido la cordura. Que se le ha caído un tornillo y aunque convoque a millones en el Zócalo, ha perdido toda oportunidad de encontrarlo. Porque gran parte de lo que hace va en contra de su aspiración presidencial. Porque gran parte de lo que dice hace imposible cumplirla. Si en realidad su objetivo es llegar a Los Pinos, su comportamiento de las últimas semanas dificulta que algún día llegue allí. Toda acción entraña -lógicamente- consecuencias, y las de AMLO corren en sentido contrario de alguien que quiere, alguna vez, gobernar al país.

Basta con imaginarse el siguiente escenario: ¿y si el Trife ordenara un recuento total o parcial de los votos y López Obrador fuera declarado el ganador? Lograría ser Presidente, pero le resultaría extraordinariamente difícil conducir al país. Lograría arribar a Palacio Nacional, pero le resultaría imposible generar consensos desde allí. Porque en México -como en cualquier otro sistema capitalista a nivel mundial- existen actores clave para el funcionamiento de una economía, y en las últimas semanas AMLO se ha dedicado a alienarlos a todos. Con las protestas en Wal-Mart. Con el bloqueo a la Bolsa Mexicana de Valores. Con el llamado al boicot de productos estadounidenses. Con las declaraciones intempestivas de Jesús Ortega contra el Consejo Coordinador Empresarial. Con la posibilidad de marchas que bloqueen carreteras y cierren aeropuertos. Con el uso de la palabra "insurrección" y la amenaza de fomentarla.

Todas esas posturas son políticamente correctas, pero estratégicamente erróneas. Todas esas palabras movilizan a grupos incondicionales, pero asustan a quienes no lo son. Con ellas AMLO va erigiendo obstáculos en su camino a la Presidencia en vez de desmantelarlos. Como ha argumentado el experto en transiciones democráticas, Adam Przeworski, para ganar y gobernar en una economía de mercado, la izquierda se ve obligada a domesticarse. A des-radicalizarse. A combinar las demandas de redistribución con los imperativos de la acumulación. A aceptar las reglas básicas del juego mientras intenta reformarlo. Porque no puede llegar al poder y usarlo de manera eficaz de otra manera, dadas las constricciones que coloca el capital, para bien y para mal. Esos inversionistas que requieren seguridad; esas compañías multinacionales que necesitan certeza; esas empresas pequeñas y medianas que exigen predecibilidad. La posición antisistémica de AMLO sólo tiene sentido si ya renunció a la posibilidad de liderear ese sistema que tanto odia.

Porque, de lo contrario, está actuando de manera contraproducente. Está haciendo y diciendo todo para asegurar que no será Presidente nunca. O de serlo, gobernará con demasiados factores reales de poder en contra como para no producir una confrontación mayor y dañina para su propia causa. Grupos empresariales que le dieron el beneficio de la duda y ahora se lo retirarán. Compañías globales en busca de nuevos sitios para invertir que borrarán a México de su lista, ante la incertidumbre que se vislumbra allí. Miles de electores moderados que ya se arrepintieron de su voto.

Quizás esto no le preocupe al equipo de AMLO, pero debería. Quizás esto no le quite el sueño a los perredistas más recalcitrantes, pero ojalá lo hiciera. Porque al privilegiar la táctica inmediatista están olvidando la estrategia de largo plazo. La de ir ganando y consolidando posiciones para una izquierda creíble, confiable, que entiende cómo funciona una economía y lo que se debe asegurar -en México y en cualquier parte- para que lo haga bien. La de poner primero a los pobres con políticas públicas viables, que combinen la responsabilidad del Estado con los requerimientos del mercado. La de un líder con la credibilidad suficiente para atemperar los excesos del capitalismo, sin acabar con él. La de ser un Presidente eficaz, más allá de ser un Presidente legítimo.

Esas tareas ineludibles para cualquier dirigente en un mundo globalizado, que su propia tribu sabotearía. Millones de mexicanos legal y pacíficamente empujados a la radicalización y empujando a AMLO a que gobierne así. Todos los miembros de su base dura -a los cuales ha ido enardeciendo- declaración tras declaración. Esos 2 millones de personas que salen a marchar para derrocar al sistema y de ser Presidente, esperarán que lo haga. Con resultados rápidos y cambios tangibles. Encarcelando a Luis Carlos Ugalde y a los consejeros del Instituto Federal Electoral. Exiliando del país a los miembros del Consejo Coordinador Empresarial. Nacionalizando a Televisa y a Grupo REFORMA. Clausurando todas las fábricas de Sabritas del país. Cerrando la Bolsa Mexicana de Valores y exigiendo que las empresas mexicanas encuentren otras forma de capitalizarse. Demandando que Wal-Mart ponga fin a sus operaciones en México.

Porque ésas serán las demandas que emergerán del movimiento confrontacional que López Obrador está contribuyendo a crear, ¿o no? Ésas son las decisiones de política pública que fluyen de las posturas políticas que los perredistas han promovido últimamente, ¿o no? Propuestas cuyo objetivo no es construir al nuevo país sino destruir a los viejos enemigos. Planteamientos que erigen muros contra la izquierda en lugar de contribuir a su aceptación.

Y por ello se vuelve lógico pensar que la apuesta de AMLO es otra. Ya no la Presidencia de la República sino la conciencia combativa y crítica y radical del país. Ya no Palacio Nacional sino la plaza pública. Ya ni siquiera el recuento de todos los votos, sino la esperanza de que el Trife deseche esa posibilidad. Para entonces poder afirmar que todo fue un fraude, que todo está corrompido, que todo el sistema es un asco. Para poder dedicarse entonces a lo que sabe hacer mejor: pelear, combatir, movilizar. Pasar a la historia como el hombre que quiso ser Presidente, pero prefirió ser piedra en el zapato. Para ser reconocido en los libros de texto gratuito como otro de los revolucionarios que tanto admira. Y demostrar, como lo sugiere Shakespeare en "Hamlet", que "Aunque esto sea una locura, hay método en ella".

Denise Dresser, El Norte

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