lunes, julio 31, 2006

 

Lo inconcebible era la derrota

La mente humana es un recipiente restrictivo. Tiene criterios severos para recibir novedades y se aferra a sus hábitos. Acepta la llegada de extraños siempre que estén previstos en una lista de posibles invitados. Bien podríamos entender que el sistema solar tiene un par de planetas más o, quizá, alguno menos de los que dicen los libros. Estas refutaciones de nuestra información previa son concebibles. También podríamos aceptar una nueva interpretación de un viejo evento histórico o reconsiderar una idea desechada.

Es imaginable igualmente que la suerte nos beneficie o nos perjudique. Pero hay nociones que nuestra mente bloquea con paredes de hierro. Ideas que simplemente no pueden penetrar las membranas de nuestra razón. Se trata de lo inconcebible. No hay evidencia que sirva para aceptarlas. Clément Rosset lo vio muy claramente cuando dijo que nuestra capacidad para admitir la realidad es francamente débil. No aceptamos sin reservas las interpretaciones de lo real. De ahí nace nuestra propensión a treparnos en la ilusión. La ilusión conforta porque preserva intacto el patrimonio de nuestras convicciones. Sin pasar por el disgusto de palpar las púas de la realidad, el iluso se fortifica en sus certezas. No lo distrae la insignificancia de lo real. El ojo suele aniquilar al creyente. Por eso cierra los párpados.

La derrota era inconcebible. Imposible, inimaginable. Si hoy no pueden aceptar la derrota es porque jamás abrieron en su cabeza un espacio para esa posibilidad. Creyeron el cuento del místico. En su alegoría el pueblo siempre tiene la razón. La historia no es más que una marcha de la verdad abriéndose paso entre la mentira. En ese camino, la gente no se equivoca nunca. El dirigente que logra comunicarse con el pueblo es invulnerable. Su razón moral se convierte en razón histórica; en otras palabras, su convicción tiene dimensiones de profecía.

Una y mil concentraciones demuestran la conexión entrañable entre el hombre y su pueblo. Líder y pueblo se funden en una emoción (más que esperanzada, indignada) que es la verdadera tracción del futuro. Mañana saldrá el sol. Inconcebible el mañana sin que aparezca, tras la noche, la luz del día. Mañana ganaremos. Inconcebible que, en elecciones, el pueblo se equivoque. ¿Cómo es posible que la gente haya decidido retirar el apoyo a quien encarna el lado justo de la historia? ¿Cómo imaginar que el pueblo haya rechazado a quien lo entiende y lo cuida? ¿Quién puede imaginar una victoria limpia de los malvados? Inimaginable, como la traición de dios.

Algo tiene que estar mal. El pueblo no se puede equivocar. El dirigente no cometió error alguno. Imposible. Inconcebible. La gente no se deja engañar. México no puede votar por la derecha. Resulta imposible que una nación con nuestra historia y nuestras carencias respalde a un partido conservador. El jefe no se equivocó en ningún momento. Fue siempre consecuente con sus ideas y los suyos. Los buenos no fallan, pero los malos siempre buscan despojarnos de lo nuestro. Eso es lo único que explica el sorpresivo revés.

La narración necesita alimentarse del mito de un enemigo truculento. Frente al pueblo aparece la silueta imprecisa del malvado. Es un personaje con inmensos poderes que se impone por vías misteriosas. El sujeto aparece por todas partes en esta fábula genial. Todos los malvados se convierten en aliados fraternales. El Presidente y todos los aparatos de su gobierno, los medios de comunicación, el órgano electoral, los observadores nacionales y extranjeros, los ciudadanos que contaron los votos, los mismísimos representantes de la buena causa quienes, débiles al fin, traicionaron a la nación. Ese cuento del pueblo infalible, el guía invencible y la eficacia del perverso envuelven la incapacidad de pensar la derrota.

La convicción busca pruebas. El prejuicio caza justificaciones. El fraude tiene una existencia moral previa y superior a cualquier dato. De ahí el vaivén de hipótesis y denuncias; el cruce incoherente de acusaciones, conjeturas, sermones, regaños y proclamas. Sé que Fulano fue asesinado a puñetazos por Mengano. Lo sé. Lo vi en un sueño arrebatador. Es cierto que no encuentro el cadáver pero tengo la convicción plena de que el homicidio fue perpetrado. Resulta irrelevante que Fulano esté tomando un café y que Mengano sea manco. Tengo la plena convicción de que Mengano mató a Fulano.

Lo extraordinario de todo esto es la capacidad para sembrar la sospecha. Es cierto que la mayoría no cree el cuento del fraude electoral, pero lo notable es que una amplia franja de mexicanos cree, contra toda evidencia, que las elecciones fueron sucias. El fenómeno no lo explica solamente un extraordinario liderazgo político. Nuestra memoria de trampas electorales es todavía muy fresca. La neutralidad de los órganos electorales es aún joven y muy breve la experiencia de elecciones auténticas. También pesa una cultura periodística sobrecargada de exclamaciones y escasa en investigación ponderada y meticulosa. Pero sobre todo, importa la pobreza de nuestra cultura liberal.

Los votos y el trabajo de los ciudadanos convocados para recibirlos y contarlos son fáciles candidatos al basurero. Renace con éxito (particularmente en las élites intelectuales) la mitología antidemocrática del Pueblo fundido con un líder, mientras se entierra el significado elemental del sufragio: una suma de decisiones que elimina la sustancia de la sociedad. Como diría Lefort, las elecciones democráticas rompen el cuerpo del pueblo: el número de votos tritura la noción de un destino democrático, de un camino único, de un guía privilegiado. Lo democráticamente inconcebible es la infalibilidad.

Jesús Silva-Herzog Márquez, El Norte

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