miércoles, marzo 29, 2006

 

El costo de la intolerancia

Por Jorge Fernández Menéndez, Excelsior

Aquella explosión de López Obrador, aquel "Cállese, presidente, cállese, chachalaca", le costó al candidato presidencial por lo menos dos puntos en las encuestas, según el más reciente estudio de Mitovsky. La diferencia entre los aspirantes se mantiene entre los cinco y siete puntos. Reflejado en votos, siguen siendo entre un millón y medio y dos millones de electores; cuando faltan cien días para las elecciones es muy poco.

Las elecciones cerradas y sin demasiadas propuestas, como las que estamos viviendo, se deciden, sobre todo, por los errores. Los pleitos entre Madrazo y Elba Esther, los casos Montiel y Marín, los conflictos con las listas, le han costado al PRI; las indefiniciones y el protagonismo de ciertos dirigentes panistas le cuestan a Calderón.

Andrés Manuel López Obrador parecía gozar del efecto teflón: nada se le pegaba. Hasta que cometió su propio error: exhibió el peor rasgo de su carácter, la intolerancia y, además, lo que él siempre negó: la relación con Hugo Chávez. La mostró el propio presidente de Venezuela, involucrándose torpemente en el proceso electoral mexicano, apoyando a López Obrador. El hecho es que, hasta ahora, esa combinación de intolerancia, sumada a la relación con Chávez, han constituido un freno, aunque sea momentáneo (todos sabemos que a un escándalo lo mata el siguiente), a la carrera en solitario que llevaba López Obrador.

Se podrá argumentar que ello es consecuencia de la publicidad negativa. En parte es verdad, pero también lo es que no existe peor rasgo político en AMLO que la intolerancia: el candidato no acepta críticas o, como ha dicho Jesús Silva Herzog Márquez, se limita a decir que respeta a sus críticos y ello, traducido a su lenguaje, implica algo más que una virtual ruptura. Así ha ocurrido con sus compañeros de partido, como Cuauhtémoc Cárdenas y Rosario Robles, ambos recibieron su respeto y al mismo tiempo su desplazamiento y persecución; así sucede con las instituciones, desde la Suprema Corte hasta el Congreso, pasando por la Presidencia y el Banco de México.

Así sucede con las leyes: el respeto concluye cuando considera que éstas no le convienen o no son justas y entonces ya no deben ser respetadas. Ocurre con la obra pública: se deben denunciar los presuntos malos manejos de sus adversarios, pero en su caso se puede otorgar ésta por adjudicación directa, sin licitaciones públicas, porque "es más práctico". Y que nadie pida cuentas, porque no se entregan.

El más reciente caso de respeto y persecución se da con el presidente de la Comisión de Derechos Humanos del DF, Emilio Álvarez Icaza. El pecado de Emilio, uno de los hombres con una de las trayectorias políticas más límpidas del país, comprometido personal y familiarmente con las causas progresistas desde siempre, desde aquellos tiempos en que la mayoría de los miembros del equipo de AMLO y éste mismo eran fervientes priístas, fue haber emitido una recomendación contra el gobierno del DF por la persecución de la empresa Eumex, queja que fue rechazada por el GDF en los peores términos y desde entonces, desde los distintos ámbitos del gobierno y de los medios afines a éste, los ataques contra Emilio (considerado ya parte del complot) han sido constantes.

La pregunta es por qué y la respuesta es sencilla: siendo jefe de Gobierno, López Obrador no sólo persiguió sin razón alguna a Eumex, sino que además terminó firmando de su puño y letra un decreto que establece su compromiso para que esa empresa española "no siguiera creciendo", como si eso pudiera ser atribución de gobierno alguno. Lo notable es cómo, al igual que Chávez, muchos que fueron sus aliados iniciales, como Teodoro Petkoff, líder de la izquierda venezolana, terminan siendo perseguidos simplemente porque no aceptan sumisión total a las órdenes o caprichos del caudillo. Ayer le tocó a Cárdenas, hoy a Álvarez Icaza. Chávez recurre a ex militares golpistas, AMLO a ex priístas: son más disciplinados.


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