lunes, enero 13, 2014

 

Elogio del NAFTA (TLCAN)

La liberalización del comercio exterior de México empezó a la mitad de la década de los ochenta. Con ello, se dio término a una época de proteccionismo que duró unos cuarenta años. El proceso de apertura consistió, básicamente, en una reducción unilateral y generalizada de los aranceles (impuestos) a la importación, y en la eliminación de los llamados "permisos previos". En otras palabras, en abatir ciertos obstáculos gubernamentales a la compra de mercancías extranjeras por parte de los consumidores e inversionistas nacionales.

 

Casi diez años después, México firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) con Estados Unidos y Canadá. En este caso, la apertura fue recíproca. Así pues, NAFTA tiene ya dos decenios de existencia. El aniversario del acuerdo ha sido celebrado como un éxito por diversos comentaristas. Con toda razón.

 

Desde luego, en la realidad, NAFTA no ha tenido las consecuencias extremas que le atribuyeron, por un lado, sus promotores y, por el otro, sus detractores. El Tratado cambió, sin duda, el tamaño absoluto y la composición de las transacciones internacionales de México, y ha sido un factor determinante de su nueva estructura industrial (y regional). Sin embargo, ciertamente no constituyó "el" factor detonador del crecimiento económico acelerado y sostenido que imaginaron algunos.

 

En Estados Unidos, NAFTA ha permitido, sin discusión, una distribución geográfica más eficiente del proceso de producción de bienes, propiciando la competitividad de su planta manufacturera. Y, por supuesto, no causó la desindustrialización con la que amenazaron demagogos como Ross Perot.

 

A dos décadas de su inicio, el papel de NAFTA se sigue examinando muy frecuentemente sólo en términos de su significación en el intercambio de bienes y servicios. A menudo, el comentario se limita a una simple comparación de la evolución del saldo en la balanza comercial. Sin embargo, la cuestión de veras es mucho más compleja.

 

A lo largo del tiempo, en una economía cerrada al comercio exterior por la acción gubernamental, los precios internos se distorsionan, porque son consecuencia de una situación artificial, generada por la ausencia de competencia. Los precios "correctos", por así decirlo, son los prevalecientes en el mercado mundial. La distorsión referida se traduce en señales que inducen patrones de producción y de consumo que no son eficientes.

 

Al amparo de la protección, los oferentes pueden poner en el mercado interno bienes en cuya producción realmente no tienen una ventaja. Y, en esas condiciones, los demandantes distribuyen su gasto en función de un conjunto de precios alzados, que no reflejan la verdadera escasez de los productos. La apertura comercial sirve para realinear los precios, esto es, para eliminar o, al menos, reducir la deformación ocasionada por la intervención oficial. Es difícil exagerar la importancia de este efecto correctivo.

 

La liberalización del comercio exterior ha permitido el aumento extraordinario de la variedad y la calidad de los bienes disponibles para el consumo y la inversión. (En otras palabras, ha restituido la soberanía de los agentes económicos privados). En cuanto a lo primero, un recorrido por los pasillos de cualquier supermercado de la actualidad, basta y sobra para apreciar (con algo de memoria) la enorme ampliación del "menú" disponible para las familias. No hay duda de que ello ha contribuido al bienestar de la población.

 

Desafortunadamente, al estilo mexicano, "las cosas" no se hicieron completas. Se liberalizó el sector externo de la economía, pero la parte interna continuó plagada de restricciones. Por ejemplo, el sistema educativo nacional no ha dotado a la fuerza de trabajo de la calidad técnica necesaria para su empleo en una planta industrial de alto valor agregado.

 

Everardo Elizondo


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