lunes, octubre 22, 2012
Envolturas de la arbitrariedad
El abuso aspira a la cápsula. Encerrarse para esconder sus excesos; fortificarse y ocultar sus trampas. Hacer de su dominio un circuito hermético y opaco. La gran hazaña del arbitrario es convertir su escondite en un palacio orgulloso. Lograr que su muralla sea vista como un santuario: un templo donde se venera algún principio incuestionable.
Al dictador le viene bien hablar de la soberanía, esa abstracción en cuyo nombre puede escudar su arbitrariedad. La soberanía es el escudo de la dignidad colectiva, el sustento de la independencia. De ahí que nadie tenga derecho a meter la nariz en asuntos que sólo corresponden al reino. Todo aquel que cuestione al abusivo vulnera un precepto que debe imponerse sobre cualquier derecho. La soberanía se convierte así en la coartada perfecta: la opresión conquista su envoltorio.
Al jefe de la tribu, a quienes ejercen el poder en la pequeña comunidad de tradiciones, conviene cubrir sus hábitos con el manto prestigioso de la cultura. Si a las mujeres se les niega condición de personas, si se castiga con crueldad, si se expulsa a los discrepantes es porque así lo disponen nuestros genuinos hábitos ancestrales. Nadie tendría derecho a cuestionar nuestras costumbres. Desde hace siglos vivimos así: cualquier intento de modificar nuestras prácticas es una imposición colonialista.
La violencia paterna se escuda también en la imagen de la casa como espacio impenetrable, el territorio familiar donde el patriarca reina sin cuestionamiento alguno. Cerrado a la mirada de los vecinos y a la intervención del Estado, el hombre de la casa tendría derecho de disciplinar y castigar a su antojo. Casi un poder sobre la vida y la muerte de sus dependientes. Nadie podría interferir con ese poder naturalmente irrestricto y supuestamente bondadoso.
Soberanía, idiosincrasia, casa familiar: envolturas de la arbitrariedad que suelen justificar lo injustificable. En las organizaciones sociales, se activa el mismo principio, cubiertas de abstracto prestigio para ocultar y minimizar los abusos. Así podemos hablar del principio de la autonomía sindical como escondite, cápsula que permite a los líderes hacer lo que quieran con la representación de los trabajadores y con los recursos del sindicato. Desde luego, resguardarlo de las interferencias del poder político o de la empresa es indispensable. La vida sindical requiere protecciones para garantizar la autenticidad de la representación laboral. Sin embargo, la autonomía se ha vuelto una coartada. Sindicatos abiertamente intervenidos por la política o la empresa levantan el principio, no como defensa frente a esas invasiones, sino como excusas para apartarse de los principios elementales de la vida democrática moderna.
La autonomía es cobertizo de liderazgos que se eternizan. Los principios republicanos que exigen la renovación constante de las dirigencias no operan en esos territorios autónomos. Los mecanismos rudimentarios de la democracia, como el voto universal y secreto, no pueden aplicarse en estas celosas autonomías. El voto a mano alzada o la aclamación parecen ser dispositivos más confiables para los guardianes de la independencia sindical.
Las minorías dentro del sindicato viven bajo acoso, las disidencias no tienen voz, no tienen posibilidad de abrirse paso en la organización para aspirar a ganar la mayoría. La autonomía garantiza dominio pleno y perpetuo a los dirigentes. En esos territorios orgullosamente independientes no se acepta el coloniaje de la rendición de cuentas ni los fastidios de una transparencia extranjera. Los recursos sindicales provendrán de una especie de impuesto de pago obligatorio, pero se emplean como patrimonio personal de los líderes. Preguntar por el destino de esos recursos es ofender el principio de autonomía.
El Presidente electo es un defensor de esta autonomía sindical. Lo más importante en la reforma laboral es cuidar esa independencia que este fin de semana permitió la reelección de Elba Esther Gordillo y de Carlos Romero Deschamps y que legaliza el uso patrimonialista de los millonarios recursos de estos sindicatos. Con su curiosa forma de expresión, el Presidente electo declaró hace unos días en España: "La posición ha sido clara en todo momento. Nos hemos pronunciado por la transparencia sindical, pero ésta en alcance a la autonomía que tienen los sindicatos. Deben respetarse las conquistas laborales y sobre todo el respeto a su plena autonomía". Es cierto, el priista ha sido claro. Lo que defiende en abstracto lo rechaza en concreto. Transparencia pero...
Enrique Peña Nieto está de acuerdo con la trasparencia en los sindicatos siempre y cuando se respete su autonomía, es decir, el poder absoluto de los líderes sindicales. Enrique Peña Nieto también cree en la democracia en los sindicatos. Pero, naturalmente, quiere una democracia que respete el poder de sus dirigentes históricos.
Jesús Silva-Herzog Márquez
http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog/
Al dictador le viene bien hablar de la soberanía, esa abstracción en cuyo nombre puede escudar su arbitrariedad. La soberanía es el escudo de la dignidad colectiva, el sustento de la independencia. De ahí que nadie tenga derecho a meter la nariz en asuntos que sólo corresponden al reino. Todo aquel que cuestione al abusivo vulnera un precepto que debe imponerse sobre cualquier derecho. La soberanía se convierte así en la coartada perfecta: la opresión conquista su envoltorio.
Al jefe de la tribu, a quienes ejercen el poder en la pequeña comunidad de tradiciones, conviene cubrir sus hábitos con el manto prestigioso de la cultura. Si a las mujeres se les niega condición de personas, si se castiga con crueldad, si se expulsa a los discrepantes es porque así lo disponen nuestros genuinos hábitos ancestrales. Nadie tendría derecho a cuestionar nuestras costumbres. Desde hace siglos vivimos así: cualquier intento de modificar nuestras prácticas es una imposición colonialista.
La violencia paterna se escuda también en la imagen de la casa como espacio impenetrable, el territorio familiar donde el patriarca reina sin cuestionamiento alguno. Cerrado a la mirada de los vecinos y a la intervención del Estado, el hombre de la casa tendría derecho de disciplinar y castigar a su antojo. Casi un poder sobre la vida y la muerte de sus dependientes. Nadie podría interferir con ese poder naturalmente irrestricto y supuestamente bondadoso.
Soberanía, idiosincrasia, casa familiar: envolturas de la arbitrariedad que suelen justificar lo injustificable. En las organizaciones sociales, se activa el mismo principio, cubiertas de abstracto prestigio para ocultar y minimizar los abusos. Así podemos hablar del principio de la autonomía sindical como escondite, cápsula que permite a los líderes hacer lo que quieran con la representación de los trabajadores y con los recursos del sindicato. Desde luego, resguardarlo de las interferencias del poder político o de la empresa es indispensable. La vida sindical requiere protecciones para garantizar la autenticidad de la representación laboral. Sin embargo, la autonomía se ha vuelto una coartada. Sindicatos abiertamente intervenidos por la política o la empresa levantan el principio, no como defensa frente a esas invasiones, sino como excusas para apartarse de los principios elementales de la vida democrática moderna.
La autonomía es cobertizo de liderazgos que se eternizan. Los principios republicanos que exigen la renovación constante de las dirigencias no operan en esos territorios autónomos. Los mecanismos rudimentarios de la democracia, como el voto universal y secreto, no pueden aplicarse en estas celosas autonomías. El voto a mano alzada o la aclamación parecen ser dispositivos más confiables para los guardianes de la independencia sindical.
Las minorías dentro del sindicato viven bajo acoso, las disidencias no tienen voz, no tienen posibilidad de abrirse paso en la organización para aspirar a ganar la mayoría. La autonomía garantiza dominio pleno y perpetuo a los dirigentes. En esos territorios orgullosamente independientes no se acepta el coloniaje de la rendición de cuentas ni los fastidios de una transparencia extranjera. Los recursos sindicales provendrán de una especie de impuesto de pago obligatorio, pero se emplean como patrimonio personal de los líderes. Preguntar por el destino de esos recursos es ofender el principio de autonomía.
El Presidente electo es un defensor de esta autonomía sindical. Lo más importante en la reforma laboral es cuidar esa independencia que este fin de semana permitió la reelección de Elba Esther Gordillo y de Carlos Romero Deschamps y que legaliza el uso patrimonialista de los millonarios recursos de estos sindicatos. Con su curiosa forma de expresión, el Presidente electo declaró hace unos días en España: "La posición ha sido clara en todo momento. Nos hemos pronunciado por la transparencia sindical, pero ésta en alcance a la autonomía que tienen los sindicatos. Deben respetarse las conquistas laborales y sobre todo el respeto a su plena autonomía". Es cierto, el priista ha sido claro. Lo que defiende en abstracto lo rechaza en concreto. Transparencia pero...
Enrique Peña Nieto está de acuerdo con la trasparencia en los sindicatos siempre y cuando se respete su autonomía, es decir, el poder absoluto de los líderes sindicales. Enrique Peña Nieto también cree en la democracia en los sindicatos. Pero, naturalmente, quiere una democracia que respete el poder de sus dirigentes históricos.
Jesús Silva-Herzog Márquez
http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog/