jueves, septiembre 09, 2010
Tamaulipas va al estado de excepción.
Tamaulipas está infectado por narcotraficantes mexicanos, pandillas salvadoreñas y triadas chinas. El secuestro y asesinato de políticos está dejando de ser excepción y la extorsión a empresarios se volvió un estilo de vida. El gobernador Eugenio Hernández está hincado ante la inseguridad y tan incapaz de proveer seguridad a nadie, que envió a su familia a vivir al sur de Texas.
Al menos un alcalde en una ciudad fronteriza pernocta todos los días en territorio estadounidense, y Egidio Torre Cantú, el gobernador electo, no sale a la calle sin chaleco antibalas, y sin asumir aún el gobierno, no se sabe si concluirá vivo su mandato.
Tamaulipas es un estado disfuncional. No se puede gobernar ni se puede habitar normalmente. De día, la inseguridad es una sensación que, como sugieren algunos tamaulipecos, aprieta el cuerpo. De noche, es una realidad que altera toda la vida cotidiana. Los días se han acortado y hay zonas donde la actividad se acaba a las cuatro de la tarde porque las calles se convierten en tierra de nadie o zonas de combate. Los caminos se han convertido en largos túneles donde la vida se pone en juego. "No viajen a Tamaulipas por carretera", recomiendan, "no jueguen con la muerte".
Tamaulipas se descompuso porque se profundizó la descomposición en todo el país como consecuencia de la guerra contra el narcotráfico, que se ha profundizado y está alcanzando las estructuras de mando supremo criminal. El aparente parteaguas de la espiral de muerte que vive el estado se dio con la muerte de Arturo Beltrán Leyva en diciembre pasado, cuya caída originó un nuevo realineamiento de cárteles y se reabrieron campos de batalla que habían estado inactivos durante varios años, y que replanteó las alianzas criminales que se dieron en 2008.
Una de las frágiles alianzas que se dieron fue entre Beltrán Leyva y el cártel del Golfo y Los Zetas, aliados desde principios de 2000 que en los últimos tres años caminaban ya por una ruta de colisión. Al morir Beltrán Leyva, el cártel del Golfo se alió con los enemigos de éste, el cártel de Sinaloa (hoy del Pacífico) -que antes habían sido sus socios-, para enfrentar a Los Zetas. Tamaulipas se convirtió en el principal teatro de su confrontación. En el rejuego entraron las Fuerzas Armadas. El Ejército, que tiene muchas facturas abiertas con Los Zetas, por haber sido fundados por desertores y que siempre buscan reclutar militares; la Marina, con su política, cuando menos en esa entidad, que no busca prisioneros.
Sin embargo, la descomposición tiene raíces más profundas. Desde 2007, cuando la guerra contra los cárteles se concentró en rutas de distribución y comercialización, y se provocó la deshidratación de sus finanzas, varias organizaciones saltaron a delitos del orden común para sobrevivir. El cártel de Tijuana fue uno; el del Golfo, fue otro. En Tamaulipas intensificaron las extorsiones a individuos y empresas -una de ellas evaluó qué era menos caro, si intensificar su seguridad o pagar protección; optó por lo segundo-, y volvió el control sobre piratería y prostitución. El gobierno de Hernández, como no tenía al estado en llamas y por tanto estaba lejos del escrutinio público, no hizo nada, pero Tamaulipas estaba pudriéndose.
En 2009 se acentuó la descomposición, de la mano de una serie de robos de contenedores para Los Zetas en el Puerto de Altamira, que maneja más de 400 mil al año y por donde entran siete de cada diez productos y bienes para todos los estados del norte de México. Los Zetas, de acuerdo con información recabada en Tamaulipas, tenían el control en el Puerto, al cual llegaban por su mercancía en la noche sin que los diez millones de pesos que se gastaron en cámaras de seguridad o los 18 millones de pesos que costó todo el sistema para evitar la corrupción, los detuviera. El quiebre se dio a los pocos días de la muerte de Beltrán Leyva, a fines de diciembre, cuando se robaron un contenedor con 11.7 toneladas de cocaína de Los Zetas. Tamaulipas se incendió.
El gobernador Hernández, como lo hizo durante cinco años de gobierno, buscó desestimar la ola de violencia y acusó a las redes sociales de haberla exagerado. Los Zetas estaban buscando, a su vez, quién les pagaba el desafío. Las autoridades manejaron el robo en Altamira con un perfil tan bajo, que no se sabe con certeza qué sucedió con los funcionarios detenidos. El administrador portuario, Alejandro Gochicoa, no rindió cuenta alguna, aunque fue despedido a principios de junio -pese a una airada defensa de empresarios tamaulipecos- por otros motivos. No era un asunto de responderle a criminales, sino resolver un problema de corrupción en Altamira que se arrastra hace años.
La respuesta delincuencial, que en Tamaulipas consideran está directamente relacionada con el robo del contenedor, fue el asesinato del candidato al gobierno, Rodolfo Torre Cantú, a seis días de las elecciones. Las sospechas de presunta corrupción dentro del gobierno tamaulipeco a lo cual atribuyen ese vínculo, no han sido documentadas. Hernández, por su parte, apuró la imposición de su hermano Egidio como candidato, pese a que las atribuciones de la designación del sustituto estaban en el Comité Ejecutivo Nacional del PRI y no en él. La violencia contra políticos en la misma zona se elevó: asesinaron al alcalde priista de Hidalgo, Marco Antonio Leal, en agosto, y la semana pasada secuestraron al exalcalde de Ciudad Victoria Fernando Azcárraga.
El gobierno de Hernández ha quedado desnudado. Hace unos días se dio la matanza de 72 indocumentados porque se negaron a trabajar por mil pesos a la semana para Los Zetas. Estas redes de tráfico humano desde Centroamérica las maneja una de las ocho triadas chinas, que se conectan con la Mara Salvatrucha salvadoreña, que a su vez están vinculados con los cárteles mexicanos. La delincuencia organizada se ha desdoblado en Tamaulipas como en ningún otro estado, y la violencia se ha generalizado como en ninguna otra parte del país.
Hernández vio los síntomas y no los atacó. Cuando se notó la infección, lo negó. La cadena de asesinatos y violencia lo tienen postrado y asustado. No puede con nada y Tamaulipas está a la deriva. Es el principal foco de alarma en el país en este momento, y el gobierno federal tendrá que ir al rescate. Pero ¿cómo? Si la violencia es tan clara y la impunidad tan grande, quizá se esté en el momento paradigmático de medidas tan extraordinarias como radicales, y socialmente lamentables: el estado de excepción. Si alguien tiene otra opción, atención, que se apure a presentarla.
Raymundo Riva Palacio
Lunes, 6 de septiembre de 2010
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
Al menos un alcalde en una ciudad fronteriza pernocta todos los días en territorio estadounidense, y Egidio Torre Cantú, el gobernador electo, no sale a la calle sin chaleco antibalas, y sin asumir aún el gobierno, no se sabe si concluirá vivo su mandato.
Tamaulipas es un estado disfuncional. No se puede gobernar ni se puede habitar normalmente. De día, la inseguridad es una sensación que, como sugieren algunos tamaulipecos, aprieta el cuerpo. De noche, es una realidad que altera toda la vida cotidiana. Los días se han acortado y hay zonas donde la actividad se acaba a las cuatro de la tarde porque las calles se convierten en tierra de nadie o zonas de combate. Los caminos se han convertido en largos túneles donde la vida se pone en juego. "No viajen a Tamaulipas por carretera", recomiendan, "no jueguen con la muerte".
Tamaulipas se descompuso porque se profundizó la descomposición en todo el país como consecuencia de la guerra contra el narcotráfico, que se ha profundizado y está alcanzando las estructuras de mando supremo criminal. El aparente parteaguas de la espiral de muerte que vive el estado se dio con la muerte de Arturo Beltrán Leyva en diciembre pasado, cuya caída originó un nuevo realineamiento de cárteles y se reabrieron campos de batalla que habían estado inactivos durante varios años, y que replanteó las alianzas criminales que se dieron en 2008.
Una de las frágiles alianzas que se dieron fue entre Beltrán Leyva y el cártel del Golfo y Los Zetas, aliados desde principios de 2000 que en los últimos tres años caminaban ya por una ruta de colisión. Al morir Beltrán Leyva, el cártel del Golfo se alió con los enemigos de éste, el cártel de Sinaloa (hoy del Pacífico) -que antes habían sido sus socios-, para enfrentar a Los Zetas. Tamaulipas se convirtió en el principal teatro de su confrontación. En el rejuego entraron las Fuerzas Armadas. El Ejército, que tiene muchas facturas abiertas con Los Zetas, por haber sido fundados por desertores y que siempre buscan reclutar militares; la Marina, con su política, cuando menos en esa entidad, que no busca prisioneros.
Sin embargo, la descomposición tiene raíces más profundas. Desde 2007, cuando la guerra contra los cárteles se concentró en rutas de distribución y comercialización, y se provocó la deshidratación de sus finanzas, varias organizaciones saltaron a delitos del orden común para sobrevivir. El cártel de Tijuana fue uno; el del Golfo, fue otro. En Tamaulipas intensificaron las extorsiones a individuos y empresas -una de ellas evaluó qué era menos caro, si intensificar su seguridad o pagar protección; optó por lo segundo-, y volvió el control sobre piratería y prostitución. El gobierno de Hernández, como no tenía al estado en llamas y por tanto estaba lejos del escrutinio público, no hizo nada, pero Tamaulipas estaba pudriéndose.
En 2009 se acentuó la descomposición, de la mano de una serie de robos de contenedores para Los Zetas en el Puerto de Altamira, que maneja más de 400 mil al año y por donde entran siete de cada diez productos y bienes para todos los estados del norte de México. Los Zetas, de acuerdo con información recabada en Tamaulipas, tenían el control en el Puerto, al cual llegaban por su mercancía en la noche sin que los diez millones de pesos que se gastaron en cámaras de seguridad o los 18 millones de pesos que costó todo el sistema para evitar la corrupción, los detuviera. El quiebre se dio a los pocos días de la muerte de Beltrán Leyva, a fines de diciembre, cuando se robaron un contenedor con 11.7 toneladas de cocaína de Los Zetas. Tamaulipas se incendió.
El gobernador Hernández, como lo hizo durante cinco años de gobierno, buscó desestimar la ola de violencia y acusó a las redes sociales de haberla exagerado. Los Zetas estaban buscando, a su vez, quién les pagaba el desafío. Las autoridades manejaron el robo en Altamira con un perfil tan bajo, que no se sabe con certeza qué sucedió con los funcionarios detenidos. El administrador portuario, Alejandro Gochicoa, no rindió cuenta alguna, aunque fue despedido a principios de junio -pese a una airada defensa de empresarios tamaulipecos- por otros motivos. No era un asunto de responderle a criminales, sino resolver un problema de corrupción en Altamira que se arrastra hace años.
La respuesta delincuencial, que en Tamaulipas consideran está directamente relacionada con el robo del contenedor, fue el asesinato del candidato al gobierno, Rodolfo Torre Cantú, a seis días de las elecciones. Las sospechas de presunta corrupción dentro del gobierno tamaulipeco a lo cual atribuyen ese vínculo, no han sido documentadas. Hernández, por su parte, apuró la imposición de su hermano Egidio como candidato, pese a que las atribuciones de la designación del sustituto estaban en el Comité Ejecutivo Nacional del PRI y no en él. La violencia contra políticos en la misma zona se elevó: asesinaron al alcalde priista de Hidalgo, Marco Antonio Leal, en agosto, y la semana pasada secuestraron al exalcalde de Ciudad Victoria Fernando Azcárraga.
El gobierno de Hernández ha quedado desnudado. Hace unos días se dio la matanza de 72 indocumentados porque se negaron a trabajar por mil pesos a la semana para Los Zetas. Estas redes de tráfico humano desde Centroamérica las maneja una de las ocho triadas chinas, que se conectan con la Mara Salvatrucha salvadoreña, que a su vez están vinculados con los cárteles mexicanos. La delincuencia organizada se ha desdoblado en Tamaulipas como en ningún otro estado, y la violencia se ha generalizado como en ninguna otra parte del país.
Hernández vio los síntomas y no los atacó. Cuando se notó la infección, lo negó. La cadena de asesinatos y violencia lo tienen postrado y asustado. No puede con nada y Tamaulipas está a la deriva. Es el principal foco de alarma en el país en este momento, y el gobierno federal tendrá que ir al rescate. Pero ¿cómo? Si la violencia es tan clara y la impunidad tan grande, quizá se esté en el momento paradigmático de medidas tan extraordinarias como radicales, y socialmente lamentables: el estado de excepción. Si alguien tiene otra opción, atención, que se apure a presentarla.
Raymundo Riva Palacio
Lunes, 6 de septiembre de 2010
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