jueves, septiembre 21, 2006
Superioridad Moral ...
Todos los conocemos. Nos hemos topado con ellos. Los hemos visto actuar con un aplomo y una seguridad envidiables. Se trata de aquellos que se sienten superiores al resto de los mortales. Pero no cualquier superioridad: no los más fuertes o los más rápidos, no los más trabajadores o los más creativos; sino los que piensan y actúan como si fueran superiores en términos morales. Aquellos que se creen mejores que los demás y ven al resto de la humanidad con desdén, desde arriba, con un inmenso orgullo y una patética arrogancia.
Suelen sentirse así por diversos motivos (no hay pretensión alguna de exhaustividad en la siguiente enumeración): porque encarnan una religión que consideran la única, la auténtica; porque son parte de una causa que les parece la más relevante, la que le da sentido a la vida; porque comparten una ideología que supera -según ellos- al resto; porque representan las auténticas causas del pueblo y se alimentan de sus pulsiones y necesidades. Son aquellos que por pertenecer a un grupo, una organización o una corriente, ostentan de manera rutinaria pero enfática su superioridad moral.
Fuera de su círculo, lo único que encuentran son intereses aviesos, objetivos mezquinos, causas deleznables. Son aquellos que exaltan lo propio y abominan lo ajeno; una corte que se atribuye todas las virtudes y es incapaz de reconocer algún mérito en todo aquel que no comparta sus convicciones. Son los que construyen un "nosotros" superior y un los "otros" inferior y perverso.
En política hay que temer a las derivaciones del comportamiento de quienes están poseídos por el síndrome de superioridad moral, porque suelen no estar capacitados para vivir y convivir con "los otros". Porque si en ellos encarnan las causas justas, las aspiraciones del pueblo, las verdades incontrovertibles, no tendrán paciencia ni ganas ni necesidad ética para contemporizar con la injusticia, las mentiras y los errores del antipueblo. Por supuesto, esos calificativos son de ellos. Y son las anteojeras que les ayudan a explicarse y explicar la dinámica "profunda" de la contienda política.
Esa fórmula es incapaz de ver en el debate y la lucha política diagnósticos distintos, intereses encontrados, valores que ponen en acto aspiraciones diversas, verdades relativas, maniobras de los contendientes, sino que todo ello es filtrado a través de una lente que sólo percibe una contienda entre el Bien y el Mal en términos absolutos. Sobra decir que el Bien -sin mediaciones- son ellos.
Esa forma de ser sirve para cohesionar al grupo, para animarlo, para ofrecerle un sentido a su acción y en ocasiones a la vida misma, para vivir la política con altas dosis de excitación y sentido de trascendencia, pero para lo que no sirve, para lo que está incapacitado, es para convivir con "los otros". Puesto que por definición son inferiores en términos morales, ¿para qué tomarlos en cuenta?, ¿para qué dialogar con ellos?
La supuesta superioridad moral es expansiva, seductora. No son pocos los que desean ingresar al selecto círculo y por supuesto el grupo ejerce sobre ellos una atracción irresistible. Se vive una especie de hipnosis colectiva. Algunos de ellos desean ser vistos con pasmo admirativo. Dado que son superiores reclaman un tratamiento reverencial.
Sobra decir que se trata de pulsiones profundamente antidemocráticas, porque la democracia supone precisamente lo contrario: que la diversidad de ideologías, sensibilidades, diagnósticos, propuestas, intereses, son el auténtico capital de una sociedad, y que tratar de homogeneizarla no es sólo antinatural, sino profundamente costoso para esa misma sociedad. Pero para quien está poseído del espíritu de la superioridad moral, todo aquello que no embone con sus pulsiones debe ser combatido y destruido.
El sentimiento de superioridad moral aparece entre letrados e iletrados, entre hombres y mujeres, entre direcciones y bases, es decir, no respeta sexo, escolaridad, jerarquía política. Es un modo de concebirse y de ser que desata de manera natural una cauda de soberbia, desdén, autosuficiencia y desprecio. Se trata de los perdonavidas que lo son porque invariablemente se encuentran del lado justo de los conflictos que por supuesto son sencillos, transparentes, elementales, como un dulce cuento de Cachirulo contra Fanfarrón.
Ese reduccionismo infantil es connatural a la superioridad moral. Porque para estar afinado en ese sentimiento es imprescindible simplificar los fenómenos, reducir la complejidad a un esquema elemental, ubicar al bien y al mal en bandos claramente diferenciados, estáticos y permanentes. Como una historia contada por un niño de seis años. La explicación debe ser armónica, sin aristas ni ambigüedades. Y es más: los acontecimientos subversivos de sus esquemas suelen no sacudirlos.
La superioridad moral reclama de altos grados de rigidez y de filtros mentales de tal magnitud que pueden prescindir de las evidencias. Una corruptela, una serie de mentiras o una indignidad de los suyos puede ser negada o exorcizada; que al final "una golondrina no hace verano". Su sistema de resistencias no es fácil de vulnerar, menos con unas tristes evidencias de esa sustancia tan moldeable que genéricamente llamamos "realidad". Un mismo acto cometido por ellos o por los otros tiene un significado distinto. Lo que en los otros es inaceptable en ellos es legítimo.
El problema mayor es que no sólo son de difícil trato, no sólo hacen pesadas las relaciones personales, sino que cuando son significativos en el mundo de la política, pueden erosionar -a nombre de su superioridad moral- el trato entre iguales que supone la vida en democracia.
Suelen sentirse así por diversos motivos (no hay pretensión alguna de exhaustividad en la siguiente enumeración): porque encarnan una religión que consideran la única, la auténtica; porque son parte de una causa que les parece la más relevante, la que le da sentido a la vida; porque comparten una ideología que supera -según ellos- al resto; porque representan las auténticas causas del pueblo y se alimentan de sus pulsiones y necesidades. Son aquellos que por pertenecer a un grupo, una organización o una corriente, ostentan de manera rutinaria pero enfática su superioridad moral.
Fuera de su círculo, lo único que encuentran son intereses aviesos, objetivos mezquinos, causas deleznables. Son aquellos que exaltan lo propio y abominan lo ajeno; una corte que se atribuye todas las virtudes y es incapaz de reconocer algún mérito en todo aquel que no comparta sus convicciones. Son los que construyen un "nosotros" superior y un los "otros" inferior y perverso.
En política hay que temer a las derivaciones del comportamiento de quienes están poseídos por el síndrome de superioridad moral, porque suelen no estar capacitados para vivir y convivir con "los otros". Porque si en ellos encarnan las causas justas, las aspiraciones del pueblo, las verdades incontrovertibles, no tendrán paciencia ni ganas ni necesidad ética para contemporizar con la injusticia, las mentiras y los errores del antipueblo. Por supuesto, esos calificativos son de ellos. Y son las anteojeras que les ayudan a explicarse y explicar la dinámica "profunda" de la contienda política.
Esa fórmula es incapaz de ver en el debate y la lucha política diagnósticos distintos, intereses encontrados, valores que ponen en acto aspiraciones diversas, verdades relativas, maniobras de los contendientes, sino que todo ello es filtrado a través de una lente que sólo percibe una contienda entre el Bien y el Mal en términos absolutos. Sobra decir que el Bien -sin mediaciones- son ellos.
Esa forma de ser sirve para cohesionar al grupo, para animarlo, para ofrecerle un sentido a su acción y en ocasiones a la vida misma, para vivir la política con altas dosis de excitación y sentido de trascendencia, pero para lo que no sirve, para lo que está incapacitado, es para convivir con "los otros". Puesto que por definición son inferiores en términos morales, ¿para qué tomarlos en cuenta?, ¿para qué dialogar con ellos?
La supuesta superioridad moral es expansiva, seductora. No son pocos los que desean ingresar al selecto círculo y por supuesto el grupo ejerce sobre ellos una atracción irresistible. Se vive una especie de hipnosis colectiva. Algunos de ellos desean ser vistos con pasmo admirativo. Dado que son superiores reclaman un tratamiento reverencial.
Sobra decir que se trata de pulsiones profundamente antidemocráticas, porque la democracia supone precisamente lo contrario: que la diversidad de ideologías, sensibilidades, diagnósticos, propuestas, intereses, son el auténtico capital de una sociedad, y que tratar de homogeneizarla no es sólo antinatural, sino profundamente costoso para esa misma sociedad. Pero para quien está poseído del espíritu de la superioridad moral, todo aquello que no embone con sus pulsiones debe ser combatido y destruido.
El sentimiento de superioridad moral aparece entre letrados e iletrados, entre hombres y mujeres, entre direcciones y bases, es decir, no respeta sexo, escolaridad, jerarquía política. Es un modo de concebirse y de ser que desata de manera natural una cauda de soberbia, desdén, autosuficiencia y desprecio. Se trata de los perdonavidas que lo son porque invariablemente se encuentran del lado justo de los conflictos que por supuesto son sencillos, transparentes, elementales, como un dulce cuento de Cachirulo contra Fanfarrón.
Ese reduccionismo infantil es connatural a la superioridad moral. Porque para estar afinado en ese sentimiento es imprescindible simplificar los fenómenos, reducir la complejidad a un esquema elemental, ubicar al bien y al mal en bandos claramente diferenciados, estáticos y permanentes. Como una historia contada por un niño de seis años. La explicación debe ser armónica, sin aristas ni ambigüedades. Y es más: los acontecimientos subversivos de sus esquemas suelen no sacudirlos.
La superioridad moral reclama de altos grados de rigidez y de filtros mentales de tal magnitud que pueden prescindir de las evidencias. Una corruptela, una serie de mentiras o una indignidad de los suyos puede ser negada o exorcizada; que al final "una golondrina no hace verano". Su sistema de resistencias no es fácil de vulnerar, menos con unas tristes evidencias de esa sustancia tan moldeable que genéricamente llamamos "realidad". Un mismo acto cometido por ellos o por los otros tiene un significado distinto. Lo que en los otros es inaceptable en ellos es legítimo.
El problema mayor es que no sólo son de difícil trato, no sólo hacen pesadas las relaciones personales, sino que cuando son significativos en el mundo de la política, pueden erosionar -a nombre de su superioridad moral- el trato entre iguales que supone la vida en democracia.
José Woldenberg, El Norte
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Cualquier similitud con cierto grupo político mexicano, minoritario, que esta dando mucha lata al resto de la sociedad, heterogenea, mexicana, es mera coincidencia.