lunes, septiembre 11, 2006

 

El coletazo nacionalista

 
El PRI aceptó hace seis años su derrota. El PRI dentro del PRD no la acepta seis años después.

Vivimos hoy el coletazo de una legitimidad revolucionaria que se esgrime como título de poder en contra de la legitimidad democrática. Cuando la lógica nacionalista parecía muerta y bien enterrada, revive ahora para dar oxígeno y prestigio al movimiento antidemocrático más popular de nuestra historia reciente. El mito nacionalista ha sido la ficción que combate el asentamiento de una ciudadanía democrática. Las prácticas autoritarias han recibido constantes bendiciones nacionalistas a lo largo del tiempo.

El régimen mexicano, se decía con frecuencia, era un régimen democrático a nuestro modo. No era un sistema copiado de moldes ajenos, era un sistema que brotaba naturalmente de nuestra experiencia única e irrepetible. Era plenamente democrático porque era auténticamente nuestro, no porque siguiera los cánones procedimentales de las democracias europeas o, ¡peor aún!, de la democracia norteamericana. Por ello alguien llegó a decir que en México había democracia todos los días salvo el día de las elecciones. Se decía que se trataba de un régimen democrático sin competencia entre partidos y sin restricciones al poder presidencial. Eso sí: un sistema político incuestionablemente mexicano.

En defensa de la nación se promovió la extrema concentración del poder. La unidad se nos dijo siempre, era condición de sobrevivencia en un mundo que nos agrede y que espera el momento adecuado para darnos el zarpazo mortal. La diversidad, el pluralismo, la competencia fueron vistos por los nacionalistas como invitación para convertirnos en la cena de nuestros enemigos. El siglo 19 se ofrecía como prueba irrebatible en la cantaleta oficial: cuando los mexicanos olvidan el deber de la unidad, son presa de extranjeros ambiciosos. En todos esos cuentos, la nación tiene forma unitaria: es un cuerpo que ha de subordinar cualquier impulso disolvente al imperio de un espíritu celoso y vulnerable. No es raro que la técnica de los controles y la filosofía de las dudas haya sido vista siempre por los nacionalistas con sospecha.

La Presidencia omnipotente del régimen posrevolucionario podría haber negado cualquier principio democrático de control político, pero fue el empeño más caro de los nacionalistas, su orgullo más sólido. La nación no podía darse el lujo de dividirse y cuestionar sus emblemas de poder. La Presidencia sería el núcleo de la unidad y el fin de todos los desacuerdos. La Presidencia hegemónica fue, en efecto, la gran conquista del nacionalismo revolucionario.

La nación, en todo caso, ha sido vista por los nacionalistas como una entidad cultural, histórica, como un sujeto moral que no puede subordinarse a los dispositivos institucionales. La vida de la nación corre por caminos superiores: su lenguaje es épico; sus decisiones son bravas, audaces; su acción es esencialmente rebelde. La nación no habla con la voz de los expedientes judiciales, ni con los trazos incoherentes del sufragio. La nación habla por la boca del gran líder, del gran representante, de aquel que ha descifrado la misión gloriosa de la patria, de aquel que obedece el llamado de la Historia y que sintetiza todas las biografías heroicas. Por eso el nacionalismo (el mexicano y cualquier otro) es enemigo de la aritmética democrática.

De ahí viene la desconfianza nacionalista al régimen liberal: los votos despedazan la nación. El gran apóstol del régimen revolucionario lo había advertido: la Revolución Mexicana había ganado el poder a balazos; sólo a balazos lo cedería. Inaceptable que un tenue principio aritmético se impusiera sobre los imponentes derechos de la Historia. La legitimidad revolucionaria no podría ponerse a la vulgar subasta de los votos. Ése es el título que ha regresado al discurso público de manos de la izquierda reaccionaria. Más allá de los cuestionamientos legales, impera una convicción, una certeza, una fe. Los otros carecen de autoridad para representar a la nación. Usando a Juárez sostienen que la derecha "está moralmente impedida" para gobernar. Eso: la moral por encima de la aritmética. Hace mucho que no escuchábamos en México un discurso tan coherentemente antidemocrático.

El mismo argumento que los priistas más autoritarios esgrimían contra la soberanía del voto, lo levanta hoy el nacionalismo lopezobradorista. Los otros no tienen derecho de gobernar. Independientemente del agregado de sufragios, existe un título que no podrían ganar jamás: el título moral de la nación. Lamentable retroceso: la izquierda mexicana había caminado desde la revolución hasta la reforma. Había partido del repudio a la política burguesa para hacer suya la promoción y la defensa de las garantías institucionales. Pero el secuestro del discurso y la práctica priista puso fin a esa renovación. El PRD hace suyo hoy el discurso que antes monopolizaba el PRI para cerrarle el paso a la competencia democrática y para justificar un autoritarismo benefactor. Antes, el PRI defendía el autoritarismo presidencial. Hoy los priistas que se apropiaron del PRD defienden el autoritarismo de un caudillo. El nacionalismo revolucionario es el hilo que une esas fobias antidemocráticas. Muchos temían que el PRI nunca aceptaría su derrota. Tenían razón, aunque la historia haya tardado seis años para mostrarlo irónicamente.

 Jesús Silva-Herzog Márquez, El Norte

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