martes, mayo 08, 2012
Oscurantistas
Imaginemos en su labor a un técnico de análisis clínicos. Un laboratorio serio estará al pendiente de su pulcritud en el oficio. Un análisis mal elaborado podría costarle la vida a una persona. Lo mismo ocurre con un gran laboratorio de producción de medicinas. Habrá muestras aleatorias en las líneas de producción para confirmar la calidad de los medicamentos. En las armadoras de coches se verifica cada centímetro y se sabe quién es el responsable. Qué decir de los fabricantes de aviones que no pueden tener duda sobre un solo remache, ni sobre la calidad de un cable o de los instrumentos de navegación.
Las productoras de alimentos tienen la enorme responsabilidad de no envenenar a la gente que acude a sus productos. Por ello dan seguimiento paso a paso a cada frasco o lata o empaque. Garantizar la calidad es desde hace por lo menos un par de siglos una constante.
Pensemos en las casas de fabricación de relojes que datan de tiempo atrás y que ostentan con orgullo su marca, muchas veces de origen familiar. No se trata de un perfeccionismo inútil, sino de una actitud hacia el trabajo y la vida. Garantizar al consumidor o al paciente o al comprador la mejor calidad, la mejor tecnología, la mejor mano de obra es meta y orgullo. Pero esa obsesión no sólo da prestigio sino que además paga bien. Muchos consumidores están dispuestos a erogar un porcentaje superior para garantizarse calidad en lo que adquieren. Quizá lo más frecuente son los restaurantes a los cuales asiste una clientela regular en función del prestigio logrado a través de la calidad cotidiana. De hecho en el mundo de hoy todos somos evaluados y parte del orgullo de un profesionista o una compañía es el estar en vitrina frente a la opinión pública.
Pensemos por ejemplo en los sistemáticos exámenes a los que se someten las tripulaciones de los aviones. Son encuentros muy estresantes en que se les somete a tormentas perfectas: fallan las turbinas, la visibilidad es cero, los vientos cruzados sacuden al aparato y todo ocurre a la vez. El piloto debe estar preparado para sacar adelante la situación y demostrarlo en público. Sólo así se le volverá a contratar.
Pero la evaluación no sólo se da en los productos comerciales o en ciertas profesiones. Los servidores públicos también deben ser evaluados. Cada empleado, cada oficina, cada dependencia, está expuesta al escrutinio de los superiores y de los ciudadanos que acuden a recibir los servicios o a efectuar los trámites correspondientes. Los buzones de queja y otras formas para canalizar las dudas o reclamos ciudadanos son expresión de esa actitud. La evaluación es una cultura.
Las encuestas que evalúan a los presidentes son una forma de confrontar los resultados de una gestión. El debate que vimos hace unas horas abre esa evaluación a decenas de millones de ciudadanos. Nadie se libra de la evaluación. La reina de Inglaterra tuvo que corregir su reacción después de la muerte de Lady Di aceptando, implícitamente, su error. Recientemente el rey de España, sorprendido por un accidente en una aventura de cacería, tuvo que disculparse públicamente por la condena que desató su frívolo escape en plena crisis. Qué decir de Bill Clinton con sus correrías en los pasillos de la Casa Blanca que por poco le cuestan la Presidencia. De nuevo, nadie se salva de la evaluación, ni en el mundo privado ni en el público donde, además, los dineros son de los causantes.
Actores, comentaristas políticos en radio y televisión o en los periódicos, conferencistas, todos estamos sujetos a una evaluación. Parte del proceso civilizatorio se sustenta en la evaluación. Si quieres mejorarlo tienes que medirlo, dice la conseja popular.
Por todo eso resulta no sólo incomprensible sino vergonzosa la actitud de la dirigencia magisterial con relación a la evaluación de los maestros mexicanos. Ahora resulta que quieren posponerla, que exigen que el órgano de evaluación sea otro, que las formas de medición sean "mexican style" o sea al estilo mexicano. Como si los conocimientos de matemáticas o la química oscilaran en el globo a partir de la localización geográfica de un país o de una cultura. La cultura como expediente para relativizar todo. ¿Dónde queda el derecho de los educandos?
Lo asombroso es el desfase con la dinámica de nuestro país y con el mundo. Qué argumentos podrían esgrimir en un congreso internacional sobre calidad educativa. Acaso que los maestros mexicanos son tan diferentes que no pueden tolerar los reactivos internacionales. Que la genética del mexicano no está hecha para soportar la exigencia de una evaluación. O quizá que los conocimientos válidos en el resto del mundo no lo son aquí.
El caso es patético, de pena ajena. El cinismo los ha devorado, ni siquiera el descrédito los mueve. Son víctimas de su prepotencia. Navegan contra la historia. La evaluación se impondrá y los opositores regresarán a sus hogares -donde habrá evaluados- a tragarse la vergüenza de haber sido embajadores de oscurantismo.
Las productoras de alimentos tienen la enorme responsabilidad de no envenenar a la gente que acude a sus productos. Por ello dan seguimiento paso a paso a cada frasco o lata o empaque. Garantizar la calidad es desde hace por lo menos un par de siglos una constante.
Pensemos en las casas de fabricación de relojes que datan de tiempo atrás y que ostentan con orgullo su marca, muchas veces de origen familiar. No se trata de un perfeccionismo inútil, sino de una actitud hacia el trabajo y la vida. Garantizar al consumidor o al paciente o al comprador la mejor calidad, la mejor tecnología, la mejor mano de obra es meta y orgullo. Pero esa obsesión no sólo da prestigio sino que además paga bien. Muchos consumidores están dispuestos a erogar un porcentaje superior para garantizarse calidad en lo que adquieren. Quizá lo más frecuente son los restaurantes a los cuales asiste una clientela regular en función del prestigio logrado a través de la calidad cotidiana. De hecho en el mundo de hoy todos somos evaluados y parte del orgullo de un profesionista o una compañía es el estar en vitrina frente a la opinión pública.
Pensemos por ejemplo en los sistemáticos exámenes a los que se someten las tripulaciones de los aviones. Son encuentros muy estresantes en que se les somete a tormentas perfectas: fallan las turbinas, la visibilidad es cero, los vientos cruzados sacuden al aparato y todo ocurre a la vez. El piloto debe estar preparado para sacar adelante la situación y demostrarlo en público. Sólo así se le volverá a contratar.
Pero la evaluación no sólo se da en los productos comerciales o en ciertas profesiones. Los servidores públicos también deben ser evaluados. Cada empleado, cada oficina, cada dependencia, está expuesta al escrutinio de los superiores y de los ciudadanos que acuden a recibir los servicios o a efectuar los trámites correspondientes. Los buzones de queja y otras formas para canalizar las dudas o reclamos ciudadanos son expresión de esa actitud. La evaluación es una cultura.
Las encuestas que evalúan a los presidentes son una forma de confrontar los resultados de una gestión. El debate que vimos hace unas horas abre esa evaluación a decenas de millones de ciudadanos. Nadie se libra de la evaluación. La reina de Inglaterra tuvo que corregir su reacción después de la muerte de Lady Di aceptando, implícitamente, su error. Recientemente el rey de España, sorprendido por un accidente en una aventura de cacería, tuvo que disculparse públicamente por la condena que desató su frívolo escape en plena crisis. Qué decir de Bill Clinton con sus correrías en los pasillos de la Casa Blanca que por poco le cuestan la Presidencia. De nuevo, nadie se salva de la evaluación, ni en el mundo privado ni en el público donde, además, los dineros son de los causantes.
Actores, comentaristas políticos en radio y televisión o en los periódicos, conferencistas, todos estamos sujetos a una evaluación. Parte del proceso civilizatorio se sustenta en la evaluación. Si quieres mejorarlo tienes que medirlo, dice la conseja popular.
Por todo eso resulta no sólo incomprensible sino vergonzosa la actitud de la dirigencia magisterial con relación a la evaluación de los maestros mexicanos. Ahora resulta que quieren posponerla, que exigen que el órgano de evaluación sea otro, que las formas de medición sean "mexican style" o sea al estilo mexicano. Como si los conocimientos de matemáticas o la química oscilaran en el globo a partir de la localización geográfica de un país o de una cultura. La cultura como expediente para relativizar todo. ¿Dónde queda el derecho de los educandos?
Lo asombroso es el desfase con la dinámica de nuestro país y con el mundo. Qué argumentos podrían esgrimir en un congreso internacional sobre calidad educativa. Acaso que los maestros mexicanos son tan diferentes que no pueden tolerar los reactivos internacionales. Que la genética del mexicano no está hecha para soportar la exigencia de una evaluación. O quizá que los conocimientos válidos en el resto del mundo no lo son aquí.
El caso es patético, de pena ajena. El cinismo los ha devorado, ni siquiera el descrédito los mueve. Son víctimas de su prepotencia. Navegan contra la historia. La evaluación se impondrá y los opositores regresarán a sus hogares -donde habrá evaluados- a tragarse la vergüenza de haber sido embajadores de oscurantismo.
Federico Reyes Heroles
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La evaluación no sólo debe hacerse para premiar a los mejores o identificar áreas de oportunidad de mejora a los intermedios. La evaluación debería hacerse también para despedir a los peores. Es un examen de conocimientos, de lo que se supone que ellos están enseñando. Si no saben lo que deben enseñar a los niños, no deben estar al frente de una clase, deben ser despedidos. ¿Cómo puede un maestro con calificación de 5, 6, 7, u 8, pretender que sus alumnos aprendan y saquen calificaciones superiores? Debemos buscar casi la perfección en los conocimientos de los maestros para esperar que los niños salgan medianamente preparados en promedio. Un maestro mediocre nunca tendrá alumnos excelentes, serán mediocres hacia abajo.