lunes, agosto 10, 2009

 

La (des)confianza en la economía

En una reunión reciente, tuve la oportunidad de presentar algunas ideas (ajenas y propias) sobre el estado de la economía como disciplina científica, considerando las lecciones derivadas de la crisis. Esto ocurrió en el seno de un colegio profesional. El intercambio posterior de opiniones derivó hacia la situación de México en medio de la turbulencia. Uno de los participantes en el evento, un distinguido y estimado economista, fue más allá del momento en su percepción de las cosas, y me comentó que en la raíz del retraso económico de México está la falta de confianza de los mexicanos entre sí.

El señalamiento me llevó a repasar el tema aludido en la literatura sobre el crecimiento. A este respecto, la idea central es que prácticamente todas las transacciones económicas involucran un elemento de confianza, en particular aquellas operaciones que se desarrollan a lo largo del tiempo, como la inversión. Por tanto, es razonable suponer que una buena parte del rezago económico en el mundo se puede atribuir a la falta de confianza mutua.

Francis Fukuyama, el profesor de la Universidad de Princeton, célebre autor de El Fin de la Historia y el Último Hombre, planteó elocuentemente una tesis similar en las páginas de un libro breve pero provocativo, cuyo título contiene el mensaje principal de la obra: Trust: The Social Virtues and the Creation of Prosperity (1995). Fukuyama dividió al mundo en dos tipos extremos de países, según se caractericen por la existencia (high trust cultures) o no (low trust cultures) de la confianza entre sus ciudadanos. La obra puede interpretarse como un argumento sencillo, según el cual, la baja confianza impide o entorpece el desarrollo económico. Sin embargo, algunos críticos no comparten la idea de que un rasgo de la cultura sea suficiente para explicar un fenómeno tan complejo como el progreso o el rezago de las naciones. Por supuesto, tienen razón, pero exageran.

Las nociones anteriores son de sentido común. Una sociedad donde los participantes en la economía (gobierno incluido) no cumplen fiel y voluntariamente con sus compromisos, desaprovecha muchas ventajas potenciales de la interacción. A veces se puede recurrir a la autoridad del Estado para hacer valer la palabra, la letra (o el espíritu) de los contratos en el caso de incumplimiento. Sin embargo, si ese fuera un caso frecuente, el proceso implicaría dedicar a ello muchos recursos escasos (tiempo, policías, abogados, tribunales, etcétera), mismos que podrían haberse empleado en actividades productivas.

No es fácil especificar para propósitos de un análisis "riguroso" el término mismo de "confianza". Algunos investigadores han recurrido a la fórmula quizá más directa: preguntar al público su opinión. En un caso citable, la pregunta era más o menos como sigue: "Hablando en general, ¿diría usted que la mayoría de la gente es digna de confianza?". En números gruesos, en Noruega el 61 por ciento de los entrevistados contestó afirmativamente, en México el 18 por ciento y en Brasil sólo el 7 por ciento. Un paso lógico adicional era relacionar tales cifras con una variable económica (muy) sensible a la confianza, como la inversión. Al intentarlo, como era de esperarse, la conexión resultó positiva: la fracción del ingreso destinada a la inversión es mayor en aquellos países donde la confianza es más alta. Y, por supuesto, invertir quiere decir acumular capital, lo que se traduce eventualmente en crecimiento de la productividad, del ingreso y, a fin de cuentas, del bienestar. (En el lenguaje de los economistas, existe evidencia robusta de que la confianza tiene impactos significativos sobre la actividad económica agregada. En palabras llanas, la confianza es buena para el crecimiento).

Ahora bien, en la práctica, ¿cómo puede fortalecerse la confianza? Un libro reciente (2007) de Dani Rodrik, profesor de economía política internacional en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard, ofrece en forma esquemática fórmulas para ello. (One Economics. Many Recipes)

Si el objetivo es la eficiencia productiva, dice Rodrik, hay tres principios generalmente aceptados que deben normar el arreglo institucional de una economía:
 
1.- En materia de derechos de propiedad, garantizar a los inversionistas actuales y potenciales el que puedan retener el rendimiento de sus inversiones.

2.- En lo que toca al imperio de la ley, proveer un conjunto de reglas estable, transparente y predecible.

3.- Y en lo referente al uso apropiado de los recursos, alinear los incentivos de los productores con los beneficios y costos sociales.

Es muy probable que los puntos citados (sobre todo el tercero) resulten un tanto arcanos para el lector no iniciado en las arideces de la economía. Pero creo que la relevancia de los dos primeros es evidente para cualquier mexicano: ¿Qué inversionista racional quiere arriesgar su patrimonio si no tiene la certeza de que podrá apropiarse de sus frutos, inciertos de por sí? ¿Quién no se torna desconfiado si "las reglas del juego" son cambiantes, obscuras y dudosas?

 

Everardo Elizondo

 

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En México el Estado ha fallado en lograr los 2 primeros principios. En eso se deberían enfocar los políticos para combatir la pobreza. No es con limosnas que sólo generan dependencia como se logra la equidad.


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