lunes, agosto 21, 2006

 

Refugiarse en el pasado

Las mantas nos piden comprensión. "Disculpe las molestias. Estamos construyendo la democracia". Pero, ¿qué democracia imaginan quienes nos piden entender su derecho a acorralar la ciudad? Si hacemos caso a la iconografía y a la literatura de las consignas que adornan el cerco, se trata de una democracia que hace ya varias décadas resulta indefendible. Una democracia apadrinada por Stalin y el Che Guevara, ornamentada con lemas totalitarios. El megaplantón ha servido para exhibir un entendimiento de la democracia que algunos pensábamos (ingenuamente, supongo) superada.

El Paseo de la Reforma se ha convertido en un túnel del tiempo. El Paseo se ha convertido en una avenida que nos comunica con la prehistoria de México y de lo más siniestro del Siglo 20. Una larga procesión de emblemas, motes y alegorías de la izquierda de hace 50 años. El "megaplantón" no ha sido solamente una forma de protesta política sino también una declaración de pertenencia. Pertenencia a una comunidad de fe; pertenencia al tiempo pretérito.

Hace una semana Rafael Pérez Gay ("Rumbo al zócalo, hacia el pasado", El Universal, 14 de agosto) hacía la crónica de ese puerto a la antigüedad. El plantón convertido en feria de lemas, íconos y figuras de una izquierda cavernaria. El enemigo con esvástica y el líder con aureola de santo. Consignas como aquella de que no hay teoría revolucionaria sin práctica revolucionaria. Librerías móviles en las que se ponen a disposición de la dignidad las muy valiosas contribuciones democráticas de Stalin y de Mao. Las pintas que recuperan la tradición estética del realismo socialista; la consigna mil veces repetidas que se instauran como vía de conocimiento y el dogma proporcionando los lazos para la comunión religiosa.

Podría pensarse que esa ronda hacia el pasado no tiene la menor importancia, que no representa más que algún desvarío de algunos grupos que respaldan la resistencia lopezobradorista. Que es un tic inocente de cierto activismo. No lo creo. Estoy convencido de que la reacción de López Obrador tras la jornada del 2 de julio ha sido refugiarse, más que en un grupo político particular, en una noción ideológica abiertamente predemocrática y antiliberal.

El discurso del antiguo alcalde de la Ciudad de México estaba, desde siempre, cargado de semillas antidemocráticas. Su visión maniquea de la historia mexicana, su desprecio de las formalidades institucionales, su convicción de que la legalidad tiene una imborrable mancha elitista eran ya anticipos de esta concepción. Sin embargo, antes de julio, coexistía la persuasión de que, con todo, podría imponerse la democracia verdadera sobre la falsa. En otras palabras: la democracia real que él representa, podría triunfar sobre la impostura democrática de la derecha a través del voto. Tras la elección, el barniz demoliberal del discurso lopezobradorista ha desaparecido. Queda la madera firme de su antiliberalismo.

Su diagnóstico es claro: vivimos la simulación de la república. Nuestra república, nuestra democracia es eso: un fingimiento, una falsedad. Las instituciones, así sin calificativo mayor, han sido dominadas por intereses creados y son administradas por hombres y mujeres sin integridad ni decoro. La integridad y el decoro, ya lo sabemos, son monopolio de los lopezobradoristas. Además de la cantaleta del maniqueísmo moral, llama la atención la severidad del juicio porque convierte en impostores a todos los cuadros de su partido que ocupan posiciones de poder en esa falsa democracia.

Si la república es aparente, el alcalde actual y el futuro de la Ciudad de México son figurines irrelevantes de una farsa. Embusteros serán también los diputados perredistas que participan en el proceso legislativo. Impostores los gobernadores y presidentes municipales del PRD en todo el país: cómplices todos de una democracia postiza. El discurso conduce al partido al abismo. Si vivimos, como dice el tabasqueño en una democracia falsa, el PRD es protagonista del engaño, difusor de una mentira y cómplice de la simulación. Si nuestra república es de fachada, el partido del centro-izquierda es el moño amarillo de una burla. Hablar de la simulación democrática es desconocer la autenticidad del pluralismo político.

Cuando López Obrador llama a la "purificación" de la vida pública, cuando llama a la renovación "tajante" (es decir cortante) de todas las instituciones civiles podría estar convocando (con las peculiaridades épicas de su acento) a una revisión institucional válida y atendible. Pocos dudan de la necesidad de esa reforma. Quizá una de las vías de encuentro en el futuro inmediato sea, efectivamente, la transformación del basamento institucional del país.

Pero López Obrador no ha saltado hacia delante. Su impulso no tiene el futuro como norte. Por el contrario, su brújula lo llama al pasado. Al pasado de una izquierda que le da la espalda a las instituciones burguesas y que encuentra en la movilización -no en las labores de partido ni en las de gobierno- la ruta privilegiada de acción política. Podemos plantarnos durante años, ha dicho López Obrador. Su estrategia, en efecto, puede echar raíces. La pregunta es qué quedaría del partido del centro izquierda de México tras la afirmación de su prehistoria.

El PRD tendrá que elegir pronto entre la "democracia" del carisma popular, las movilizaciones y la aclamación del líder y la aburrida democracia de los procedimientos, las reglas y los votos. No tengo ninguna duda de cuál es la ruta que conviene a la izquierda y a México. Creo que el éxito político de la izquierda pasa por su reencuentro con el presente. No será fácil regresar al día de hoy, pero en esa disputa se decidirá buena parte del futuro de todos.

Jesús Silva-Herzog Márquez, El Norte

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