lunes, agosto 14, 2006

 

El tiempo del PRD

Tal vez nos chicotea el 2000, incomprendido por todos, mal interpretado por todos. El ganador de aquella elección pensó que, al dejarse atrás la noche larga del autoritarismo, cubriría al país la prosperidad más plena. Creyó que el voto había clausurado en definitiva una era siniestra y que su voluntad, respaldada con entusiasmo por la nación, se traduciría automáticamente en los cambios deseados. El PRI fue también incapaz de comprender la naturaleza de su derrota. Quienes se quedaron con el partido ubicaron pronto a los "traidores" y se aferraron al poder de la marca con la intención de flotar hasta recuperar la casa presidencial. El Partido de la Revolución Democrática fue igualmente incapaz de comprender el sentido y las consecuencias de la alternancia. Hoy cargamos con el tremendo peso de esas cegueras.

Roger Bartra publicó en la edición de diciembre del 2005 de la revista Nexos un artículo que vale la pena releer en estos días. Ilustra con enorme claridad la trampa en la que se metió el Partido de la Revolución Democrática desde hace años y que hoy hace crisis bajo el liderazgo de Andrés Manuel López Obrador. Bartra señala que la izquierda mexicana era, de alguna manera, "la gran responsable de la transición democrática". En efecto, fue muchísimo lo que aportó la izquierda en general y el PRD, en particular, para deshacer el autoritarismo presidencial. No puede entenderse el cambio de las reglas de la competencia política sin el insumo de la izquierda partidista.

Desde su nacimiento, el PRD tuvo la transición institucional en la mira. Su primera agenda era relativamente sencilla: desmontar las ventajas del partido oficial, fundar las instituciones de la neutralidad. Las largas negociaciones, los avances y las plazas que la izquierda fue conquistando a lo largo de los años tuvieron un efecto extraordinariamente positivo en el perfil político del PRD. El discurso rupturista dio paso a un vocabulario crecientemente reformista. Autor y partícipe de las nuevas instituciones, el partido de la izquierda fue perfilando un compromiso cada vez mayor con la democracia representativa.

Desde luego, en la edificación de los órganos del pluralismo participaron el resto de las fuerzas políticas, incluyendo no solamente a la otra oposición sino también al partido gobernante. El guión de la institucionalización de una izquierda democrática se desvió en el 2000. En las elecciones de aquel año, el primer "beneficiario" de las reformas electorales no fue el partido de la izquierda sino el de la derecha. Para un sector amplio de la izquierda partidista, la victoria del PAN no era resultado de la eficacia del adversario o de equivocaciones propias sino de un defecto del régimen instaurado. Un lema sirvió de anteojera: vivimos la alternancia, no la transición.

De nuevo, la falta de autocrítica demostró ser el peor enemigo de la izquierda. Para buena parte de los cuadros perredistas la transición se había malogrado con la victoria del ranchero guanajuatense. No puede ser auténticamente democrático un régimen que entroniza a un hombre así. Si acaso, ésa era una democracia formal, epidérmica, meramente electoral. La democracia auténtica, la democracia de veras sería la democracia que dé el triunfo al pueblo, es decir, a nuestro partido.

De entonces viene el retroceso de la izquierda partidista frente a su compromiso con la democracia representativa. "Resucitaron", dice Bartra, "las actitudes de la vieja izquierda que desprecian la formalidad electoral y democrática y exaltan los contenidos de la 'auténtica' alternativa que todavía no llega. En suma, una gran parte de la izquierda sigue en espera de los cambios que traerá la 'verdadera" democracia'".

La elección del 2006 reforzó catastróficamente esos impulsos antiinstitucionales. En lugar de asumir el armazón institucional como contribución propia y patrimonio nacional, el PRD (que hoy tiene solamente una voz, la de su caudillo) ha emprendido la batalla por la descalificación de todas las instituciones democráticas. Lo hace en nombre de una democracia más profunda, una democracia sin procedimientos, sin reglas, sin límites. Una democracia que patriótica y dignamente aclama al líder. Ésa es la alternativa lopezobradorista a la fría democracia procedimental: la aclamación del caudillo en la plaza llena. Escuchar hoy al caudillo de la Coalición para el Bien de Sí Mismo es volver a oír una grabación vieja y opaca. Un disco sucio y rayado.

Antier fue el día de los partidos. Ayer fue el tiempo del IFE. Hoy es el tiempo del tribunal. Mañana será el momento del Partido de la Revolución Democrática. Cuando el tribunal hable, tendrán que aparecer las voces del partido para contrarrestar a quien ha decidido desconocer cualquier resolución institucional que no lo proclame triunfador. Para él no hay derrota aceptable. Para él no hay voz digna que no sea la suya y la de sus corifeos. Como ha anunciado con toda claridad, está decidido a hacer inviable un gobierno de Felipe Calderón. La moral histórica por encima de la adición de votos. Puede vestirse de gesta histórica, de hazaña popular pero se trata, abiertamente, de una convocatoria antidemocrática: impedir el relevo constitucional de poderes. ¿Seguirá el PRD esta invitación? ¿Están dispuestos los perredistas a arriesgar todo lo que han ganado, siguiendo el llamado delirante del caudillo?

No será fácil plantar cara al caudillo. Quienes decidan reencontrarse con la democracia de los procedimientos alejándose de la autocracia carismática serán llamados traidores. Deben tener claro que, cuando el tribunal hable, tendrán que decidir de qué lado está su lealtad. Ojalá se imponga la determinación de construir una oposición firme y constitucional.

Jesus Silva-Herzog Márquez, El Norte

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