lunes, julio 31, 2017
La política de la humillación
Donald Trump tuvo la primera reunión con su gabinete completo a principios de junio. Las ratificaciones del Senado habían retrasado la integración de su equipo. Fue una reunión breve que atestiguó íntegra la prensa.
El espectáculo que se escenificó en esa sesión fue grotesco. El punto de partida fue, por supuesto, la mentira.
El Presidente de Estados Unidos habló de sus extraordinarios logros y su gran productividad legislativa. Nadie ha logrado tanto como yo, dijo quien infrecuentemente se tropieza con la verdad. Sólo Roosevelt logró mayores reformas legislativas -pero eso fue porque estaba encarando la Gran Depresión, aclaró.
Ni una sola reforma legislativa, vale recordar, ha logrado el señor Trump.
Después invitó a sus colaboradores a hablar. Uno por uno, habrían de presentarse ante el gabinete. Lo que aconteció en los minutos siguientes fue un circo de adulación.
Comenzando por el vicepresidente Pence, todos los colaboradores se desvivieron en elogios al Gran Líder que estaba logrando el milagro de recuperar la grandeza de la patria. Una ceremonia de adulación. Gracias por la oportunidad, gracias por la bendición, gracias por su liderazgo, gracias por su visión, gracias por su valentía y su patriotismo... El jefe de gabinete de Trump, Reince Priebus, le dijo: "en nombre de todos los que lo rodeamos, le agradecemos por la oportunidad y la bendición que nos ha dado para servir a su proyecto y al pueblo americano".
La prensa resaltó de inmediato lo grotesco que era el ritual. No hubo ninguna discusión sobre los proyectos del Gobierno, sobre las prioridades de la agenda política. Sólo una competencia de piropos. Se trataba de una demostración de lealtad.
Es claro que, para el Presidente Trump, el compromiso público sólo puede ser un acto de lealtad al Presidente Trump.
Habrá que decir que esas muestras de adulación, típicas en las dictaduras militares y en los regímenes autocráticos, no son frecuentes en la política norteamericana. El atrevimiento significaba uno de los cambios más significativos de la disruptiva Presidencia: un bautismo de indecencia.
Para colaborar con Trump hay que estar dispuesto a defender lo indefendible y recibir la vejación como un servicio a la patria. Gracias, Presidente: que sus magníficos insultos lleguen hasta la pequeñez de mi existencia ha sido una de las grandes bendiciones de mi vida.
El magnate neoyorquino ha inaugurado la ceremonia de humillación cívica. La ha puesto en práctica desde los tiempos en que era candidato.
Trump entiende la franqueza como el permiso para el desprecio. Sus adversarios no eran simplemente rivales con ideas o trayectorias cuestionables: eran personajes ridículos de los que había que burlarse públicamente.
La adulación es el primer paso de la indecencia. Quien está dispuesto a besarle los pies al poderoso se prepara a recibir su pisotón.
Donald Trump ha celebrado los primeros seis meses de su Presidencia con una semana de caos. Su política de humillación se corona con fracasos. El Congreso rechaza su iniciativa emblemática, su popularidad sigue en caída libre, su equipo se desintegra.
La crisis de su equipo es, por supuesto, de su propia invención. No puede haber coordinación en un equipo si la cabeza carece de la disciplina elemental. No se puede ensamblar coherencia si la cabeza se guía por impulsos.
En seis meses, ha tenido ya dos directores de comunicación, dos asesores de seguridad nacional y dos jefes de gabinete. No sería sorprendente si los cambios se multiplican en los próximos meses.
Tiene un pleito público con su Fiscal General y ha invitado a un frenético para coordinar su estrategia de comunicación. Se ha inaugurado en el cargo con el intercambio más desquiciado que pudiera imaginarse. Con el lenguaje más procaz, distribuyó insultos a miembros del equipo presidencial y amenazas (incluso de muerte) a sus enemigos. Eso sí, el nuevo vocero dice y reitera mil veces que ama al Presidente Trump.
Rodeado de parientes, generales e imitadores, Trump hace visible su idea caligulesca de la política. El poder no es, para él, un instrumento para transformar al mundo. No es tampoco una treta para el enriquecimiento personal. Si sirve es para humillar.
Jesús Silva-Herzog Márquez