domingo, abril 21, 2013
El problema económico
Todas las evaluaciones internas sobre los problemas de la economía suelen incluir: la falta de crédito, la competitividad de la planta industrial y la competencia por parte de productos chinos. Cada síntoma tiene su propia dinámica y estructura de causalidad; los tres tienen en común que, en el fondo, se trata del mismo problema.
Primero el crédito. Una queja permanente del lado empresarial, y de no pocos políticos, es la relativamente baja "bancarización" de la economía mexicana y la participación del crédito como porcentaje del PIB. La participación del sistema bancario en la economía es menor que en otras similares, pero hay razones que explican la diferencia. En Brasil, el crédito total otorgado a personas y empresas representó aproximadamente 60 por ciento del PIB en 2012, comparado con 27 por ciento en México. De ese 60 en Brasil, el banco de desarrollo BNDES representó 21 por ciento del PIB, o sea la tercera parte del crédito total. En conjunto, todo indicaría que una explicación de los problemas del crecimiento en México yace en la ausencia de crédito.
Un análisis más cuidadoso revela factores trascendentes. En contraste con los bancos privados, el BNDES ha tomado enormes riesgos crediticios y ha asumido ingentes pasivos empresariales. Muchos analistas anticipan que mucha de su cartera acabará siendo incobrable. El tiempo dirá. Con eso, las cifras que sí son comparables son 49 vs. 27, es decir, una diferencia de 22 puntos porcentuales, que no son pocos, y quizá se explique fundamentalmente por la crisis bancaria de los 90 en México, que generó una cultura financiera menos tolerante al riesgo que antes. Pero hay otro factor mucho más revelador: las cifras de crédito a empresas grandes y al consumo en México no son significativamente distintas a las brasileñas. La diferencia está en el sector industrial pequeño y mediano, donde casi no se extiende crédito en México.
En la baja competitividad de la planta productiva yace quizá el principal problema de la industria nacional. Si uno escucha a esos empresarios, la explicación se remite al asunto del crédito, la falta de apoyos y protección del Gobierno y el contrabando, es decir, el tercer factor. El problema del crédito es real pero circular: no hay crédito por falta de competitividad y no hay competitividad por falta de crédito. Los bancos afirman, con razón, que no se puede extender crédito a empresas que no tienen un proyecto viable y competitivo de inversión, susceptible de tornarlas exitosas en una economía globalizada. La demanda por subsidios y protección arancelaria y no arancelaria (demanda cada vez más exitosa en esta Administración) confirma lo que dicen los bancos: que estas empresas pretenden vivir no por su capacidad para producir bienes que el mercado demanda a buenos precios y de buena calidad, sino por la protección que les confiere el Gobierno respecto a sus competidores. Incrementar el crédito vía Nafinsa resolverá el problema.
El problema industrial del País se remite a un desempate que ha ocurrido entre teoría y realidad. Hasta los 80, la estructura de la economía mexicana no era muy distinta a la brasileña. El modelo de desarrollo que se había adoptado después de la Segunda Guerra se orientaba a promover el crecimiento industrial con subsidios y protección de importaciones. Se buscaba, con la sustitución de importaciones, el crecimiento de una poderosa industria. El modelo privilegiaba al productor sobre el consumidor y acabó creando una industria poco competitiva que producía bienes de baja calidad a altos precios. En los 80, el Gobierno mexicano optó por la liberalización comercial para elevar la competitividad de la economía y así mejorar la calidad y el precio de los bienes, pero sobre todo favorecer un rápido crecimiento de la productividad que resultara en mejores empleos con salarios más elevados.
Detrás de la liberalización está un principio bien conocido entre los estudiosos de la economía: la ventaja comparativa. En una ocasión, el matemático Stanislaw Ulam le preguntó al decano de los economistas de su época, Paul Samuelson, si había un ejemplo de un principio económico que fuese, a la vez, verídico de manera universal y no evidente. Samuelson respondió con el principio de la ventaja comparativa de David Ricardo, elaborado en 1817. Bajo este principio, lo que importa para una economía no es su capacidad y habilidad absoluta de producir bienes, sino esa capacidad y habilidad relativa respecto a otros.
Aunque en un país se produzcan muchas cosas, cada economía es más eficiente en la producción de ciertos bienes. Bajo esta premisa, el comercio internacional permite que un país se especialice en algún tipo de bienes que exportará, mientras importa otros en que es menos eficiente, logrando así un nivel de bienestar mayor. El principio está bien establecido y no hay la menor duda de que funciona. El problema es cómo aplicarlo en una economía que opera bajo la premisa de la virtual inexistencia de comercio internacional, como era nuestro caso hasta los 80.
Según la teoría económica, al liberalizarse la economía mexicana, el País se habría especializado en cierto tipo de bienes y habría abandonado sectores en que no tenemos ventajas comparativas y que sólo existieron como resultado de la estrategia de protección y subsidio. Algo de esto ocurrió, lo que explica la desaparición de empresas en sectores como juguetes y textiles, pero, gracias a la persistencia de mecanismos directos e indirectos de protección, muchas empresas que normalmente habrían tenido que transformarse o fenecer siguen funcionando. Unos cuantos se benefician a costa de un menor crecimiento general de la economía.
El País enfrenta un dilema que no se ha resuelto desde la apertura comercial hace casi 30 años: entrar de lleno a la construcción de una planta productiva moderna o persistir en la protección de un sector que, como está, no tiene futuro. Se puede persistir, pero el costo es creciente y se mide en malos empleos, bajo crecimiento y empleos poco productivos que, inevitablemente, pagan mal.
Luis Rubio
www.cidac.org
Primero el crédito. Una queja permanente del lado empresarial, y de no pocos políticos, es la relativamente baja "bancarización" de la economía mexicana y la participación del crédito como porcentaje del PIB. La participación del sistema bancario en la economía es menor que en otras similares, pero hay razones que explican la diferencia. En Brasil, el crédito total otorgado a personas y empresas representó aproximadamente 60 por ciento del PIB en 2012, comparado con 27 por ciento en México. De ese 60 en Brasil, el banco de desarrollo BNDES representó 21 por ciento del PIB, o sea la tercera parte del crédito total. En conjunto, todo indicaría que una explicación de los problemas del crecimiento en México yace en la ausencia de crédito.
Un análisis más cuidadoso revela factores trascendentes. En contraste con los bancos privados, el BNDES ha tomado enormes riesgos crediticios y ha asumido ingentes pasivos empresariales. Muchos analistas anticipan que mucha de su cartera acabará siendo incobrable. El tiempo dirá. Con eso, las cifras que sí son comparables son 49 vs. 27, es decir, una diferencia de 22 puntos porcentuales, que no son pocos, y quizá se explique fundamentalmente por la crisis bancaria de los 90 en México, que generó una cultura financiera menos tolerante al riesgo que antes. Pero hay otro factor mucho más revelador: las cifras de crédito a empresas grandes y al consumo en México no son significativamente distintas a las brasileñas. La diferencia está en el sector industrial pequeño y mediano, donde casi no se extiende crédito en México.
En la baja competitividad de la planta productiva yace quizá el principal problema de la industria nacional. Si uno escucha a esos empresarios, la explicación se remite al asunto del crédito, la falta de apoyos y protección del Gobierno y el contrabando, es decir, el tercer factor. El problema del crédito es real pero circular: no hay crédito por falta de competitividad y no hay competitividad por falta de crédito. Los bancos afirman, con razón, que no se puede extender crédito a empresas que no tienen un proyecto viable y competitivo de inversión, susceptible de tornarlas exitosas en una economía globalizada. La demanda por subsidios y protección arancelaria y no arancelaria (demanda cada vez más exitosa en esta Administración) confirma lo que dicen los bancos: que estas empresas pretenden vivir no por su capacidad para producir bienes que el mercado demanda a buenos precios y de buena calidad, sino por la protección que les confiere el Gobierno respecto a sus competidores. Incrementar el crédito vía Nafinsa resolverá el problema.
El problema industrial del País se remite a un desempate que ha ocurrido entre teoría y realidad. Hasta los 80, la estructura de la economía mexicana no era muy distinta a la brasileña. El modelo de desarrollo que se había adoptado después de la Segunda Guerra se orientaba a promover el crecimiento industrial con subsidios y protección de importaciones. Se buscaba, con la sustitución de importaciones, el crecimiento de una poderosa industria. El modelo privilegiaba al productor sobre el consumidor y acabó creando una industria poco competitiva que producía bienes de baja calidad a altos precios. En los 80, el Gobierno mexicano optó por la liberalización comercial para elevar la competitividad de la economía y así mejorar la calidad y el precio de los bienes, pero sobre todo favorecer un rápido crecimiento de la productividad que resultara en mejores empleos con salarios más elevados.
Detrás de la liberalización está un principio bien conocido entre los estudiosos de la economía: la ventaja comparativa. En una ocasión, el matemático Stanislaw Ulam le preguntó al decano de los economistas de su época, Paul Samuelson, si había un ejemplo de un principio económico que fuese, a la vez, verídico de manera universal y no evidente. Samuelson respondió con el principio de la ventaja comparativa de David Ricardo, elaborado en 1817. Bajo este principio, lo que importa para una economía no es su capacidad y habilidad absoluta de producir bienes, sino esa capacidad y habilidad relativa respecto a otros.
Aunque en un país se produzcan muchas cosas, cada economía es más eficiente en la producción de ciertos bienes. Bajo esta premisa, el comercio internacional permite que un país se especialice en algún tipo de bienes que exportará, mientras importa otros en que es menos eficiente, logrando así un nivel de bienestar mayor. El principio está bien establecido y no hay la menor duda de que funciona. El problema es cómo aplicarlo en una economía que opera bajo la premisa de la virtual inexistencia de comercio internacional, como era nuestro caso hasta los 80.
Según la teoría económica, al liberalizarse la economía mexicana, el País se habría especializado en cierto tipo de bienes y habría abandonado sectores en que no tenemos ventajas comparativas y que sólo existieron como resultado de la estrategia de protección y subsidio. Algo de esto ocurrió, lo que explica la desaparición de empresas en sectores como juguetes y textiles, pero, gracias a la persistencia de mecanismos directos e indirectos de protección, muchas empresas que normalmente habrían tenido que transformarse o fenecer siguen funcionando. Unos cuantos se benefician a costa de un menor crecimiento general de la economía.
El País enfrenta un dilema que no se ha resuelto desde la apertura comercial hace casi 30 años: entrar de lleno a la construcción de una planta productiva moderna o persistir en la protección de un sector que, como está, no tiene futuro. Se puede persistir, pero el costo es creciente y se mide en malos empleos, bajo crecimiento y empleos poco productivos que, inevitablemente, pagan mal.
Luis Rubio
www.cidac.org