lunes, marzo 26, 2007
Ebrard, el equilibrista
En libro de Carlos Tello Díaz sobre el 2 de julio resalta una estampa emblemática de la jornada electoral. Hacia las 6 de la tarde se hicieron públicas las encuestas de salida que daban a conocer el triunfo contundente de Marcelo Ebrard para la alcaldía de la Ciudad de México. No era una victoria comprometida sino francamente holgada. El candidato del PRD obtenía más del 50 por cierto de los votos, mientras que su competidor del PAN apenas llegaba a la cuarta parte de los votos y la candidata priista un 20 por cierto. Ebrard consumaba una vieja ambición: encabezar un gobierno en el que había participado en distintos ministerios. Un contundente triunfo coronaba un largo trayecto político. El rostro del ganador, sin embargo, era más bien el de un hombre afligido. Quienes vieron por televisión esa cara identificaron su fuente: Ebrard era el ganador en la ciudad, pero sabía que su promotor, el candidato presidencial del PRD, había perdido. Denise Maerker, quien entonces entrevistaba al aspirante triunfante para la televisión, lo confrontó directamente: ganaste por amplio margen y pareces cansado, triste. ¿Por qué esa cara?
Las razones resultaron obvias al final del día: el alcalde electo imaginaba el respaldo de su padrino desde la Presidencia. Había sido candidato de un partido que nunca lo ha visto como uno de los suyos gracias al apoyo del gran caudillo. Había ganado la elección gracias a la popularidad de su patrocinador y con sus clientelas. La derrota de López Obrador echaba abajo todos los cálculos originales. El candidato victorioso intuía esa tarde la crisis que venía pero, sobre todo, olía las dificultades que se ceñirían sobre su gobierno. Es cierto que el político había hecho toda su carrera en la ciudad, pero no contaba con una plataforma propia de respaldos. Los apoyos políticos que le dieron la victoria eran préstamo; la lealtad de sus apoyos indirecta, es decir, condicionada.
Marcelo Ebrard pensaba levantar su gobierno sobre el piso firme del respaldo federal, bajo el cobijo del indiscutido líder de la ciudad. Frustrado el triunfo de López Obrador, el nuevo alcalde se ha visto en la necesidad de construir gobierno desde la cuerda floja. Con el aplomo de un equilibrista ha empezado a separarse de su promotor sin romper con él. Comienza a definir un estilo propio que se distancia de los modos del predecesor, sin que ello suponga rompimiento o declaratoria de enemistad. El alcalde de la capital camina con el precipicio al lado.
La pértiga que sujeta con las manos le permite mantener el delicado equilibrio. Por un lado, le habilita para procurar lealtad a su protector. Perder ese respaldo sería caer al abismo. Durante las largas semanas de la protesta electoral, se mantuvo a lado del ofendido y lo acompañó en su campamento de protesta. Las fotografías del día de hoy lo muestran a un lado de quien sigue proclamándose "presidente legítimo". Su solidaridad no terminó en el momento en que la autoridad judicial dio por terminado el litigio electoral y declaró que el nuevo presidente sería Felipe Calderón. Ebrard ha asumido el riesgo de desconocer -por lo menos de palabra- al gobierno federal. No se conoce ningún encuentro entre alcalde y presidente. Es cierto que en los hechos trabaja con la administración panista, pero mantiene tercamente la postura de la ilegitimidad. En esa tenacidad, la postura de Ebrard contrasta con la posición del resto de los gobernantes perredistas que han terminado por admitir lo evidente: el presidente mexicano se llama Felipe Calderón. Ningún otro mandatario local acompaña la chifladura del "presidente legítimo". Será que ninguno gobierna el corazón de la estructura clientelar, burocrática y política del lopezobradorismo. Sea como fuera, Ebrard sigue ese cuento de la presidencia legítima y la presidencia espuria.
El equilibrista no ha dejado que su peso sea absorbido por la adhesión al pasado. Sin estridencias, Marcelo Ebrard se ha separado de su progenitor. Ha tomado un camino propio, reinstalando la alcaldía como una institución concentrada en la ciudad, no una oficina volcada a la agenda nacional. Los primeros meses del gobierno capitalino son muestra de una nueva política: una administración que se independiza de lo alegórico y se libera de las perniciosas distracciones nacionales.
El equilibrio entre impulsos contrarios que jalonean al alcalde ha sido un logro de la discreción. El alcalde no se siente obsesionado por secuestrar la atención cotidiana de los medios ni sermonear a la nación con símbolos de santidad. Es un gobernante dedicado a atender los problemas de la ciudad y decidido a encarar sus retos más agudos. Creo que empieza bien. Resalta, sin duda, su determinación de combatir la delincuencia que se ha apoderado de territorios impenetrables por la ley. Resalta por la triple valentía que supone. En primer lugar, reconoce que la delincuencia no es un problema menor y en vías de extinción, como sugería el triunfalismo de la administración previa. En segundo término, es un golpe a intereses criminales de extraordinaria fuerza intimidatoria. Y finalmente, supone el riesgo de entrar en sintonía con la prioridad del "espurio". Llama la atención que los dos gobiernos que cohabitan en el zócalo de la Ciudad de México, despegan con el mismo énfasis.
A pesar de que el alcalde del Distrito Federal mantiene su postura de desconocer al gobierno de Calderón, no se asoman los gestos faraónicos ni el circo de la confrontación cotidiana con su administración. Son buenas noticias para quienes vivimos aquí.
Jesús Silva Herzog Márquez, El Norte, 26 de marzo 2007
Las razones resultaron obvias al final del día: el alcalde electo imaginaba el respaldo de su padrino desde la Presidencia. Había sido candidato de un partido que nunca lo ha visto como uno de los suyos gracias al apoyo del gran caudillo. Había ganado la elección gracias a la popularidad de su patrocinador y con sus clientelas. La derrota de López Obrador echaba abajo todos los cálculos originales. El candidato victorioso intuía esa tarde la crisis que venía pero, sobre todo, olía las dificultades que se ceñirían sobre su gobierno. Es cierto que el político había hecho toda su carrera en la ciudad, pero no contaba con una plataforma propia de respaldos. Los apoyos políticos que le dieron la victoria eran préstamo; la lealtad de sus apoyos indirecta, es decir, condicionada.
Marcelo Ebrard pensaba levantar su gobierno sobre el piso firme del respaldo federal, bajo el cobijo del indiscutido líder de la ciudad. Frustrado el triunfo de López Obrador, el nuevo alcalde se ha visto en la necesidad de construir gobierno desde la cuerda floja. Con el aplomo de un equilibrista ha empezado a separarse de su promotor sin romper con él. Comienza a definir un estilo propio que se distancia de los modos del predecesor, sin que ello suponga rompimiento o declaratoria de enemistad. El alcalde de la capital camina con el precipicio al lado.
La pértiga que sujeta con las manos le permite mantener el delicado equilibrio. Por un lado, le habilita para procurar lealtad a su protector. Perder ese respaldo sería caer al abismo. Durante las largas semanas de la protesta electoral, se mantuvo a lado del ofendido y lo acompañó en su campamento de protesta. Las fotografías del día de hoy lo muestran a un lado de quien sigue proclamándose "presidente legítimo". Su solidaridad no terminó en el momento en que la autoridad judicial dio por terminado el litigio electoral y declaró que el nuevo presidente sería Felipe Calderón. Ebrard ha asumido el riesgo de desconocer -por lo menos de palabra- al gobierno federal. No se conoce ningún encuentro entre alcalde y presidente. Es cierto que en los hechos trabaja con la administración panista, pero mantiene tercamente la postura de la ilegitimidad. En esa tenacidad, la postura de Ebrard contrasta con la posición del resto de los gobernantes perredistas que han terminado por admitir lo evidente: el presidente mexicano se llama Felipe Calderón. Ningún otro mandatario local acompaña la chifladura del "presidente legítimo". Será que ninguno gobierna el corazón de la estructura clientelar, burocrática y política del lopezobradorismo. Sea como fuera, Ebrard sigue ese cuento de la presidencia legítima y la presidencia espuria.
El equilibrista no ha dejado que su peso sea absorbido por la adhesión al pasado. Sin estridencias, Marcelo Ebrard se ha separado de su progenitor. Ha tomado un camino propio, reinstalando la alcaldía como una institución concentrada en la ciudad, no una oficina volcada a la agenda nacional. Los primeros meses del gobierno capitalino son muestra de una nueva política: una administración que se independiza de lo alegórico y se libera de las perniciosas distracciones nacionales.
El equilibrio entre impulsos contrarios que jalonean al alcalde ha sido un logro de la discreción. El alcalde no se siente obsesionado por secuestrar la atención cotidiana de los medios ni sermonear a la nación con símbolos de santidad. Es un gobernante dedicado a atender los problemas de la ciudad y decidido a encarar sus retos más agudos. Creo que empieza bien. Resalta, sin duda, su determinación de combatir la delincuencia que se ha apoderado de territorios impenetrables por la ley. Resalta por la triple valentía que supone. En primer lugar, reconoce que la delincuencia no es un problema menor y en vías de extinción, como sugería el triunfalismo de la administración previa. En segundo término, es un golpe a intereses criminales de extraordinaria fuerza intimidatoria. Y finalmente, supone el riesgo de entrar en sintonía con la prioridad del "espurio". Llama la atención que los dos gobiernos que cohabitan en el zócalo de la Ciudad de México, despegan con el mismo énfasis.
A pesar de que el alcalde del Distrito Federal mantiene su postura de desconocer al gobierno de Calderón, no se asoman los gestos faraónicos ni el circo de la confrontación cotidiana con su administración. Son buenas noticias para quienes vivimos aquí.
Jesús Silva Herzog Márquez, El Norte, 26 de marzo 2007
Etiquetas: AMLO, demagogia, Ebrard, populismo