domingo, agosto 06, 2006
Orwell y AMLO
Pedirle a un político la verdad es pedirle peras al olmo. Aun en una democracia, el político en campaña se empeñará en transmitir al electorado una batería de promesas que no podrá cumplir -al menos en su totalidad-, y el político en el poder intentará presentar "su" verdad como la verdad objetiva. Pero el acceso a información imparcial y a análisis ponderados y racionales, el respeto al marco legal y al voto imponen límites a la capacidad de manipulación del político.
López Obrador se cuece aparte. Distorsiona la verdad de manera sistemática, hace caso omiso de la ley y acusa a sus oponentes de lo que él hace o planea hacer. Para entender su discurso, el mejor camino parece ser el recurso a la ciencia ficción (1984 de George Orwell le viene como anillo al dedo), y la consulta de textos que explican el funcionamiento de sistemas no democráticos, o de libros que analizan los riesgos que los demagogos presentan a la democracia.
Sus lemas parecen copiados de los eslogans de Big Brother, el líder infalible de Orwell: "La guerra es la paz", "La libertad es la esclavitud" y "La ignorancia es la fuerza". López Obrador ha acuñado varios que no desmerecen frente a los del Hermano Mayor orwelliano: "La minoría es la mayoría", "La derrota es la victoria" y "La 'gente' soy yo".
Si en 1984, la lengua de la manipulación era el Newspeak, AMLO ha inventado su propio neospañol. En este nuevo idioma los fraudes existen sin pruebas y pueden mudar de casaca: pasar de ser cibernéticos, a ser a "la antigüita", y de regreso. Los insultos, las agresiones y las pancartas que salpican su movimiento e incitan a la violencia, son "medios pacíficos", y puede autoproclamarse Presidente a pesar del voto de la mayoría y de lo que dicten las instituciones electorales. "Pacífico", afirma, es también su "movimiento de resistencia civil". El problema, para empezar, está en la contradicción en los términos del neospañol de López. "Resistencia", según el diccionario es, en su primera acepción, "la acción de usar la fuerza para oponerse a algo". Resistencia que estaría justificada, si acaso, tan sólo si el Trife ya hubiera dado un veredicto y éste violara la ley. El movimiento convocado por el PRD no tiene qué resistir y no es pacífico -las "sonrisas se pueden volver puños"-. Su objetivo es presionar a las instituciones establecidas para lograr un veredicto a su favor.
Las explicaciones de la adhesión de muchos a López, a pesar de sus mentiras y contradicciones, no pueden encontrarse dentro de un modelo democrático. AMLO es producto y resultado de la política de masas que se inauguró con la expansión del sufragio universal en el siglo 20. Se mueve en el territorio donde incubaron, hace décadas, sistemas autoritarios, totalitarios y fascistas. López Obrador tiene todavía millones de seguidores porque no apela a la razón. Se dirige, como todos los Mussolinis en todas las latitudes, a las emociones. Como ellos, AMLO ha alimentado los resentimientos sociales de los más ignorantes apelando a la pertenencia a una comunidad "superior", escenificando reuniones y ritos teatrales, jugando con los sentimientos populares, y haciendo un llamado al "legítimo" predominio de quienes los apoyan -la "gente"- sobre el resto de la sociedad. Quienes lo siguen han abdicado de la razón y han convertido su lucha en un asunto de fe ciega.
Stalin, que ha aparecido en más de una pancarta en las movilizaciones perredistas, no lo hubiera hecho mejor. También él inventó enemigos internos inexistentes, sobre los cuales derramar las pasiones de sus seguidores: los ricos y los trotskistas, entre otros. La retórica clasista de López tampoco lo aleja de los líderes fascistas que parece imitar: hasta Hitler repitió lemas anticapitalistas y ataques a los grandes empresarios que le fueron muy útiles durante su ascenso al poder -para luego pactar con los grandes industriales.
Otro elemento común entre AMLO y movimientos autoritarios de tintes fascistas es la ausencia de otro programa que no sea la lealtad al líder. Mussolini se preciaba de no tener un ideario: él mismo era la definición del fascismo. Sin embargo, como advierte el analista británico Geoff Mulgan en su libro más reciente, "las formas más malignas de gobierno son las que hacen las mayores demandas de lealtad... Cuando, en ausencia de una guerra, los Estados (o líderes) empiezan a imponer demandas de lealtad absoluta, ésa es una buena señal de que algo no cuadra". En el movimiento que encabeza López Obrador, lo que no cuadra son sus repetidas profesiones democráticas. El choque entre sus declaraciones y sus actos es abierto y frontal.
Los totalitarismos y fascismos florecen en medio de crisis políticas y económicas. Para desgracia de López, la economía mexicana ha resistido hasta ahora los embates de sus marchas y plantones y una mayoría del electorado confía en las instituciones democráticas del País. Para la nuestra, AMLO ha decidido fabricar la crisis que necesita: está empeñado en vulnerar el marco institucional que enmarca el sistema democrático del País y en sembrar el caos en la Capital, dislocando la economía de la Ciudad de México a imagen y semejanza de lo sucedido en Oaxaca en las últimas semanas.
Su éxito depende de una última variable. Ningún líder autoritario ha podido tomar jamás el poder sin la pasividad de la mayoría de la población y sin la parálisis de los poderes establecidos. En el momento en que el Trife dé a conocer su decisión, los ciudadanos estarán obligados a apoyar abiertamente el veredicto y las autoridades a restablecer el imperio de la ley.
Isabel Turrent, El Norte
iturrent@yahoo.com
López Obrador se cuece aparte. Distorsiona la verdad de manera sistemática, hace caso omiso de la ley y acusa a sus oponentes de lo que él hace o planea hacer. Para entender su discurso, el mejor camino parece ser el recurso a la ciencia ficción (1984 de George Orwell le viene como anillo al dedo), y la consulta de textos que explican el funcionamiento de sistemas no democráticos, o de libros que analizan los riesgos que los demagogos presentan a la democracia.
Sus lemas parecen copiados de los eslogans de Big Brother, el líder infalible de Orwell: "La guerra es la paz", "La libertad es la esclavitud" y "La ignorancia es la fuerza". López Obrador ha acuñado varios que no desmerecen frente a los del Hermano Mayor orwelliano: "La minoría es la mayoría", "La derrota es la victoria" y "La 'gente' soy yo".
Si en 1984, la lengua de la manipulación era el Newspeak, AMLO ha inventado su propio neospañol. En este nuevo idioma los fraudes existen sin pruebas y pueden mudar de casaca: pasar de ser cibernéticos, a ser a "la antigüita", y de regreso. Los insultos, las agresiones y las pancartas que salpican su movimiento e incitan a la violencia, son "medios pacíficos", y puede autoproclamarse Presidente a pesar del voto de la mayoría y de lo que dicten las instituciones electorales. "Pacífico", afirma, es también su "movimiento de resistencia civil". El problema, para empezar, está en la contradicción en los términos del neospañol de López. "Resistencia", según el diccionario es, en su primera acepción, "la acción de usar la fuerza para oponerse a algo". Resistencia que estaría justificada, si acaso, tan sólo si el Trife ya hubiera dado un veredicto y éste violara la ley. El movimiento convocado por el PRD no tiene qué resistir y no es pacífico -las "sonrisas se pueden volver puños"-. Su objetivo es presionar a las instituciones establecidas para lograr un veredicto a su favor.
Las explicaciones de la adhesión de muchos a López, a pesar de sus mentiras y contradicciones, no pueden encontrarse dentro de un modelo democrático. AMLO es producto y resultado de la política de masas que se inauguró con la expansión del sufragio universal en el siglo 20. Se mueve en el territorio donde incubaron, hace décadas, sistemas autoritarios, totalitarios y fascistas. López Obrador tiene todavía millones de seguidores porque no apela a la razón. Se dirige, como todos los Mussolinis en todas las latitudes, a las emociones. Como ellos, AMLO ha alimentado los resentimientos sociales de los más ignorantes apelando a la pertenencia a una comunidad "superior", escenificando reuniones y ritos teatrales, jugando con los sentimientos populares, y haciendo un llamado al "legítimo" predominio de quienes los apoyan -la "gente"- sobre el resto de la sociedad. Quienes lo siguen han abdicado de la razón y han convertido su lucha en un asunto de fe ciega.
Stalin, que ha aparecido en más de una pancarta en las movilizaciones perredistas, no lo hubiera hecho mejor. También él inventó enemigos internos inexistentes, sobre los cuales derramar las pasiones de sus seguidores: los ricos y los trotskistas, entre otros. La retórica clasista de López tampoco lo aleja de los líderes fascistas que parece imitar: hasta Hitler repitió lemas anticapitalistas y ataques a los grandes empresarios que le fueron muy útiles durante su ascenso al poder -para luego pactar con los grandes industriales.
Otro elemento común entre AMLO y movimientos autoritarios de tintes fascistas es la ausencia de otro programa que no sea la lealtad al líder. Mussolini se preciaba de no tener un ideario: él mismo era la definición del fascismo. Sin embargo, como advierte el analista británico Geoff Mulgan en su libro más reciente, "las formas más malignas de gobierno son las que hacen las mayores demandas de lealtad... Cuando, en ausencia de una guerra, los Estados (o líderes) empiezan a imponer demandas de lealtad absoluta, ésa es una buena señal de que algo no cuadra". En el movimiento que encabeza López Obrador, lo que no cuadra son sus repetidas profesiones democráticas. El choque entre sus declaraciones y sus actos es abierto y frontal.
Los totalitarismos y fascismos florecen en medio de crisis políticas y económicas. Para desgracia de López, la economía mexicana ha resistido hasta ahora los embates de sus marchas y plantones y una mayoría del electorado confía en las instituciones democráticas del País. Para la nuestra, AMLO ha decidido fabricar la crisis que necesita: está empeñado en vulnerar el marco institucional que enmarca el sistema democrático del País y en sembrar el caos en la Capital, dislocando la economía de la Ciudad de México a imagen y semejanza de lo sucedido en Oaxaca en las últimas semanas.
Su éxito depende de una última variable. Ningún líder autoritario ha podido tomar jamás el poder sin la pasividad de la mayoría de la población y sin la parálisis de los poderes establecidos. En el momento en que el Trife dé a conocer su decisión, los ciudadanos estarán obligados a apoyar abiertamente el veredicto y las autoridades a restablecer el imperio de la ley.
Isabel Turrent, El Norte
iturrent@yahoo.com