sábado, agosto 05, 2006

 

Cómo dilapidar su capital político en un mes

Cuando en el futuro se cuente la historia política de estos días, probablemente se recordará el pasado 2 de julio como el día de la primera elección realmente competida del México contemporáneo, en la cual los ciudadanos tuvimos que optar entre dos propuestas legítimas, pero muy diferentes, de país. Como ha dicho López Obrador, es verdad que 15 millones de mexicanos cruzaron la boleta con su nombre, pero siempre olvida que otros 27 millones prefirieron otros proyectos, incluido otro Presidente de la República. Ni remotamente, en términos electorales, López Obrador representa la mayoría de los mexicanos, aunque haya acumulado un capital político más que considerable.

Pero si las cosas continúan en esta misma dinámica, estos días serán recordados, también, por la mayor dilapidación imaginable de ese capital político. Hoy, todos los estudios de opinión serios demuestran que el apoyo a las medidas de presión de López Obrador contra las instituciones tienen la aprobación de aproximadamente 25% de los ciudadanos y esos estudios se levantaron antes de los injustificables bloqueos masivos organizados desde el domingo 30 en el DF (en el resto del país el tema ha desparecido de la agenda). Eso quiere decir que López Obrador, que tuvo el mérito de levantar la votación histórica de su partido hasta niveles tan altos como 34%, hoy, apenas transcurrido un mes de las elecciones, está logrando regresar al PRD a su nivel histórico de aceptación de alrededor de 20%. En pocas ocasiones se ha podido apreciar una caída tan brusca en la aceptación de un "poscandidato", pero ello puede explicarse a partir de la enorme cantidad de errores y dislates cometidos por López Obrador, en los cuales está embarcando a muchos de sus aliados y simpatizantes.

El 3 de julio dijimos, en este mismo espacio, cuando aún no había siquiera resultados definitivos del conteo rápido del IFE, que uno de los grandes méritos de la elección era que no había habido impugnaciones (y hasta ese día, no existían) y que el resultado tan cerrado permitía corroborar una de las reglas básicas de la democracia: que independientemente de quién fuera el próximo Presidente, nadie ganaría todo y nadie perdería todo. Lamentablemente, quizá porque las reglas de la democracia no son su fuerte, López Obrador, desde la misma noche del 2 de julio, comenzó a bombardear, sin una sola prueba de cargo, al proceso electoral, las instituciones, la participación ciudadana y la estabilidad democrática del país. En apenas un mes, López Obrador ha desconocido toda la organización del proceso, incluyendo en ello al millón de ciudadanos que participaron como funcionarios de casilla y que contaron los votos la misma noche del domingo 2 en presencia de otros dos millones de representantes de partido; desconoció al Programa de Resultados Electorales Preliminares, organizado por expertos de la UNAM; rechazó el conteo distrital, realizado una vez más en forma abierta y con representantes de todos los partidos; terminó acusando de traición a los cientos de miles de representantes de su propio partido, por haber firmado las actas que confirmaban un conteo electoral correcto y apegado a la realidad en sus casillas; acusó de corruptas y traidoras a las autoridades del IFE; reclamó, aunque ya se hubiera realizado, un nuevo conteo "voto por voto", pero al mismo tiempo advirtió, en dos ocasiones, primero en una entrevista con Carmen Aristegui y luego en otra con El País, de España, que aun cuando éste se realizase, si él no resultaba elegido Presidente, desconocería la legitimidad del nuevo gobierno porque hubo "fraude antes, durante y después de las elecciones".

Un fraude, por cierto, extraño, porque a pesar de que los porcentajes electorales que obtuvieron los senadores y diputados de la coalición Por el Bien de Todos fueron menores que los del mismo López Obrador, en esa instancia o en los comicios del DF, según López Obrador, ahí no hubo fraude, éste se cometió sólo en su contra. Finalmente, en entrevista con Jorge Ramos, de la estadunidense Univisión, no pudo más y explotó: "Soy el Presidente de México", dijo, para desconcierto de propios y extraños. Y unos días después, terminada una manifestación que se anunciaba de tres millones de personas y apenas convocó a 300 mil, anunció el bloqueo permanente de avenidas medulares de la capital del país. Un bloqueo en el cual nunca han participado más de 2 mil 500 manifestantes (la mayoría pagados) en forma simultánea. Lo grave es que en la misma medida en que se está aislando, López Obrador se radicaliza cada vez más y, en un círculo vicioso, comienza a perder aliados internos y externos que no pueden acompañarlo en esta aventura, y eso lo lleva a endurecer aún más sus posiciones. Es un hombre que jamás ha aceptado, políticamente, haberse equivocado.

No sólo ha perdido casi un tercio de su apoyo electoral en un mes, sino que también varios de quienes fueron sus respaldos mediáticos han comenzado a tomar distancia de las últimas medidas, que escapan de toda lógica política; ninguno de los otros partidos, incluidos los de su coalición, están dispuestos a seguir con la aventura, mucho menos, como lo pidió Ricardo Monreal, a no asumir los cargos de elección popular para los que fueron electos. En el exterior, la buena labor de lobbying realizada se está desmoronando: desde The New York Times y The Washington Post hasta El País y El Mundo, desde el presidente Lula da Silva hasta José Luis Rodríguez Zapatero han puesto distancia con López Obrador, los primeros acusándolo de abierta "irresponsabilidad" institucional y los segundos destacando la legitimidad de las instituciones electorales y democráticas de México. Y todo ello antes del bloqueo de Reforma y cuando aún el TEPJF no ha terminado de calificar la elección, porque, cuando ello ocurra, la desbandada en el lopezobradorismo será de pronóstico reservado.

Jorge Fernández Menéndez
Excélsior - Razones
03-08-06
www.nuevoexcelsior.com.mx/jfernandez
www.mexicoconfidencial.com

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