domingo, mayo 12, 2019

 

Destrucción de la naturaleza

En la realidad atemporal y alternativa donde vive López Obrador puede hablarse de nuevas refinerías, trenes que atraviesan biósferas y de arrasar con campos, lagos y cerros sin mencionar, ni por asomo, los daños ambientales de esas obras.

 

Para él y sus funcionarios aluxes, el calentamiento global no existe: ni siquiera cuando toca a nuestra puerta y amenaza con destruir las costas de Quintana Roo y la industria hotelera que alberga.

 

Para desgracia del planeta, la negación del calentamiento global es parte de la agenda cultural de los populistas. Han inventado, como Trump, todo tipo de argumentos insostenibles para negarlo, para disuadir a los Gobiernos de tomar medidas que atraviesen las fronteras y engañar a sus seguidores fanáticos y desinformados.

 

La ventaja del sargazo es que las 168 mil toneladas que invadieron las costas del Caribe en el 2018, y de nuevo en el 2019, sí se ven. Y no hay manera de darle la vuelta a sus orígenes ni a la devastación natural que causarán.

 

La multiplicación de esta macroalga se debe al aumento de nutrientes que la alimentan -los agroquímicos y las descargas de aguas residuales que arrojamos al mar-, al aumento de la temperatura del agua y al cambio de las corrientes marítimas y los vientos resultado del calentamiento global.

 

Los funcionarios federales y locales que andan todavía buscando "el entendimiento" del problema han contratado para resolverlo a industrias dedicadas al comercio de "abarrotes y ultramarinos" o de servicios de "hojalatería y pintura" (EL NORTE, mayo 4, 2019) que, inexplicablemente, no han podido detener la llegada del sargazo a las playas, o se han hundido en la resignación. El director de Fonatur, Rogelio Jiménez Pons, declaró de plano, que "es un problema que llegó para quedarse".

 

El director no entiende que el problema no puede haber llegado para quedarse porque puede causar un desastre ecológico. El sargazo acaba con el oxígeno del agua matando a todos los seres vivos de un ecosistema, y ya seco en la playa despide ácido sulfúrico y arsénico que ponen en riesgo a miles de especies marinas más y a los mantos freáticos de agua dulce.

 

Es indispensable entender de qué estamos hablando, porque el sargazo (y la ceguera ambientalista de este Gobierno) es nada más una punta del iceberg de la destrucción del único hábitat que nos sostiene como especie -este planeta- y de la necesidad de detenerla.

 

El 6 de mayo se publicó un largo estudio internacional ordenado por la ONU, el más completo que se haya hecho hasta ahora, sobre la devastación de la naturaleza y el desafío que enfrentamos para revertirla ("Human society under urgent threat", The Guardian). Las cifras son escalofriantes.

 

Desde los arrecifes de corales hasta las selvas tropicales, estamos destruyendo la naturaleza a una tasa cientos de veces más alta que el promedio de los últimos 10 millones de años. La biomasa de mamíferos salvajes ha caído en 82 por ciento; los ecosistemas naturales han perdido la mitad de su superficie. Un millón de especies estarán en peligro de extinción en las próximas décadas; 500 mil a corto plazo.

 

El reporte describe un planeta en donde la huella de la actividad humana es tan aplastante que deja muy poco espacio para algo más. Tres cuartas partes de la superficie del planeta son ahora campos de cultivo, planchas urbanas de concreto, presas o paisajes que nada tienen que ver con su estado original. Hemos alterado también dos tercios del ambiente marino y tres cuartas partes del agua de ríos y lagos está dedicada a la agricultura y a la ganadería.

 

Cada año extraemos 60 mil millones de toneladas de recursos de la naturaleza: casi el doble de lo que explotábamos en 1980. Nuestros desperdicios han rebasado con mucho la capacidad del planeta para absorberlos.

 

Lean y relean: arrojamos más del 80 por ciento de aguas negras en arroyos, lagos y mares SIN tratamiento, junto con 300 o 400 millones de toneladas de metales pesados y desechos industriales. Los desperdicios de plástico son 10 veces más grandes que en 1980, y los de fertilizantes han creado 400 "zonas muertas" con una superficie del tamaño de la Gran Bretaña.

 

Éste no es mundo para refinerías o trenes que destruyan biósferas. Es un planeta que pide a gritos medidas para detener el calentamiento global, inversiones en infraestructura verde y energías alternativas, nuevas leyes de protección del ambiente y un cambio de nuestro modo de vida, tan radical, que apenas podemos imaginarlo. Y es ahora o nunca. Lo que está en juego es el equilibrio de la naturaleza que sostiene la vida humana.

 

Isabel Turrent


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