domingo, junio 10, 2018

 

Las trampas de la mente

No es uno, son decenas los libros que se han publicado sobre el populismo -y el mito del votante racional que lo sostiene- en los últimos años.

 

El interés de tantos no sorprende porque el renacimiento del populismo autoritario en la segunda década del siglo 21 ha erosionado a las democracias liberales y a los valores que defienden: la racionalidad, la ciencia y, sobre todo, las instituciones y las libertades que protegen los derechos de todos los ciudadanos.

 

El populismo es fácil de diagnosticar: un líder, el único cauce de las virtudes auténticas de la nación, reclama la soberanía directa del "pueblo" que encarna (un grupo étnico, una clase o una parte de la población). Deja fuera a quienes no representa y polariza a la sociedad, echando mano de la nostalgia por un pasado imaginario (donde todo era mejor).

 

En ese pasado, el progreso no existe. Los populistas intentan subir al pueblo elegido a una máquina del tiempo que aterrice en naciones homogéneas étnicamente, con valores culturales y religiosos premodernos, y economías agrícolas y manufactureras dedicadas al consumo interno.

 

Y si algo falla -y generalmente falla mucho- el líder populista siempre construye a un enemigo a quien culpar de todos los males del presente, que son siempre legado de gobiernos liberales que traicionaron al mejor pasado. En ese pasado imaginario y premoderno, el destino utópico del populismo, las instituciones democráticas son desechables. Lo importante es la lealtad tribal al líder carismático, no los derechos y las libertades individuales.

 

Nadie ha podido identificar un abanico limitado de razones y hechos que expliquen por qué movimientos y partidos populistas multiplicaron su número de seguidores en todas las latitudes en los últimos años y llevaron al arquetipo del líder populista -Donald Trump- a la Casa Blanca.

 

La ignorancia y desinformación son, sin duda, factores importantes. (Trump ha podido aplicar medidas económicas proteccionistas -que no tienen ninguna lógica económica- y perseguir impunemente a los inmigrantes con políticas fascistas, porque el votante norteamericano promedio cree a pie juntillas que el proteccionismo funciona y los inmigrantes son una amenaza para su país).

 

Sorprendentemente, la economía ha sido menos importante en el resurgimiento del populismo: en Estados Unidos, el racismo de la población blanca, la agenda religiosa de la derecha republicana y el rechazo de los hombres blancos mayores a la agenda cultural de "la izquierda" son el cimiento del apoyo a Trump. Y los seguidores de la ultraderecha en Francia y Alemania no son los sectores más pobres, sino la clase media.

 

El factor común es que en todos los países con movimientos populistas fuertes, la retórica del líder indispensable ha dividido a la sociedad, convertido a los contendientes en enemigos y alimentado la irracionalidad de los ciudadanos.

 

La posibilidad de un diálogo racional en busca de un consenso se ha evaporado con la desaparición del centro político y el refugio de los votantes en burbujas sociales -cuyo mejor ejemplo son las redes- que sólo admiten a quienes comparten incondicionalmente un proyecto político. Y, claro, con las trampas de la mente.

 

Cuando la politización polarizada domina el discurso público, el cerebro humano es presa de mecanismos que alimentan aún más la irracionalidad. La "evaluación tendenciosa", como la llama Steven Pinker, que recoge solamente la información que confirma los prejuicios del votante o de la tribu política a la que pertenece y desecha el resto, o el "razonamiento motivado", que lleva cualquier argumento hacia la conclusión que el votante irracional busca.

 

La mente crea puentes entre la información y los prejuicios que bloquean cualquier posibilidad de analizar con objetividad la agenda del oponente. (Una mención a las bondades del libre mercado se convierte automáticamente en "neoliberalismo"; la defensa de los derechos de los gays, en un ataque directo "al orden natural de las cosas").

 

Y ahí estamos: en una sociedad escindida, donde 48 por ciento apoya un cambio de régimen que el 52 por ciento no quiere, y donde una cultura política naciente que no admite la disensión ni la libertad de expresión puede convertirse en la atmósfera dominante.

 

Sin un lenguaje común para resolver los graves problemas del País: el peor escenario posible.

 

Isabel Turrent


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