lunes, diciembre 04, 2006

 

Entereza frente al golpismo

La protesta de Felipe Calderón fue una muestra de entereza. La salida fácil era ceder ante la presión de los perredistas. Pero los rehenes políticos de López Obrador no formulaban una atendible petición parlamentaria: pretendían intimidar al nuevo mandatario para nublar la legalidad de su asunción. Más que eso: buscaban la ruptura del orden constitucional. Lo gritaron a los cuatro vientos y sin asomo de vergüenza: no permitiremos la toma de posesión. Imaginemos las mismas escenas con distintos actores. Imaginemos que el PRI hubiera declarado hace seis años que impediría por la fuerza la toma de posesión del Presidente panista porque la legitimidad histórica (no la pueril legitimidad institucional) le correspondía al partido de la revolución. Ése es el tamaño de la aberración que presenciamos. El intento perredista debe ser nombrado con sus ocho letras: golpismo. No merece otro nombre el afán de imponer por la fuerza una crisis institucional. Fuimos testigos del intento de un golpe de Estado. En efecto, eso fue lo que vimos. Se intentó romper el orden democrático. Por eso es encomiable la tenacidad de los panistas, la conducta de los priistas y la determinación del Presidente entrante.

Suelen los transitómanos hablar con frecuencia del caso español. Han soñado durante años con una Moncloa, con una Constitución paralela a la del 78, con un pacto semejante al de la fundación española. Muchos políticos mexicanos se han imaginado como los personajes de aquella transición. Pues bien, si se quiere insistir en el paralelo, los perredistas han tenido a bien entregarnos una versión patética del coronel Tejero. Que no se haya escuchado un balazo en el salón del Congreso no altera la analogía. En ambos casos se intentó someter la democracia al imperio de la fuerza.

La gran diferencia entre el episodio español y el mexicano no es el revólver del militar sino la procedencia de los golpistas mexicanos. Quienes pretendieron la ruptura institucional no eran militares disgustados con las contrariedades del pluralismo. Eran legisladores, esto es, representantes de un orden institucional y democrático. Su título, por cierto, es tan limpio como el del Presidente entrante. Fueron electos el mismo día y bajo las mismas reglas. Los mismos ciudadanos los eligieron y los mismos ciudadanos contaron los votos. Demencial es pensar que el título de unos es incuestionable mientras el del otro es descartado y lanzado al cesto de basura. El episodio es francamente delirante, incomprensible: los encargados de cuidar la casa empeñados en incendiarla. Sin recato alguno, anunciaron su determinación de dinamitar el relevo, es decir, de romper con el orden institucional. Quienes se decían moderados y razonables optaron por cuidar el pescuezo y no molestar al amado o, más bien, temido, líder. Comparsas de esta tragedia de la izquierda mexicana.

El partido que se define por su compromiso democrático, actuó como lacayo de un rencor ciego y destructivo, desesperado y ridículo. El PRD mostró una monolítica convicción antidemocrática. A juzgar por el comportamiento de los perredistas en la cámara y las declaraciones de sus voceros, esa persuasión resultó unánime. Dejo fuera de esta crítica los reparos de los gobernadores perredistas que se distanciaron de la ruta golpista. Lo sorprendente es que ni un solo legislador federal tuvo el valor de oponer su palabra a la bravuconería del vocero perredista. Ni un solo diputado, ni un solo senador fue capaz de esgrimir un argumento frente a la política del rencor y la ambición revanchista.

La disciplina del miedo se impuso dentro de ese partido. Los moderados terminaron siendo nada, cómplices silenciosos de la enajenación golpista. La retórica perredista de estas jornadas lamentables no fue más que ostentación de amenazas, anticipos de violencia y vaticinios apocalípticos. Si atendemos las palabras del cacique todavía reinante en esa provincia, el compromiso político del PRD consiste en la ambiciosa tarea de hacer fracasar al gobierno. Eso. No tratarán de oponerse a sus políticas. No pretenden resistir iniciativas contrarias a su proyecto. Pretenden oponerse también a aquellas medidas que adopten su plan, si es que vienen del gobierno. Es el patriotismo de la hecatombe. La única forma de hacerle un bien a México es incendiarlo primero para sembrar en tierra enriquecida con cadáveres panistas. El compromiso democrático significa para el PRD empeñarse en el naufragio del gobierno.

La entereza de Calderón merece reconocimiento. El Presidente venció los obstáculos físicos que le pusieron en el camino, entró al Congreso y ahí protestó el cargo. La frustración de los golpistas que se empeñaban en hacer fracasar la ceremonia es un triunfo democrático. No olvido las enormes dificultades que enfrenta su gobierno. No menosprecio los retos que enfrentará en el flanco institucional y, sobre todo, en el ámbito de la política salvaje. Creo que su equipo tiene fallas evidentes y que, por algunos nombramientos, envía señales preocupantes. Pero Felipe Calderón ha plantado cara a la intimidación que nos ha gobernado durante seis años.

Ésa fue, en efecto, la autoridad suprema durante el sexenio de Fox: el chantaje. Padecimos durante años la política de la extorsión, esa política en donde la amenaza era respondida una y otra vez con concesiones. Un Presidente sin idea de gobierno y un grupo de actores políticos sin compromiso alguno con la legalidad; chantaje y cesión. Ése fue el círculo fatal del foxismo. El primer gesto de Calderón ha sido escapar de él. Ése es el atisbo de un buen comienzo.
 
Jesús Silva-Herzog Márquez, El Norte, 4 de diciembre 2006

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