domingo, diciembre 03, 2006
La legislatura de la vergüenza
Pete Hamill, escritor y periodista neoyorquino, tiene devoción por México. Estudió aquí a mediados de los 50 y desde entonces se volvió mexicano por adopción: ha mantenido su contacto con este país, conoce sus entrañas, fue editor de The News, ha escrito un libro sobre Diego Rivera y hoy pasa la mitad de tiempo en una ciudad de provincia. Yo creo que su pasión mexicana debe mucho a su origen irlandés, ese sufrido, apasionado y católico pueblo, tan parecido al nuestro, que ahora -a diferencia de nosotros- ha decidido dejar atrás las querellas del pasado y modernizarse al grado de que hoy su economía es más pujante que la alemana. El 30 de noviembre, Pete me escribió estas líneas por correo electrónico:
"Todavía estoy penando por mi querido México, dos días después de la desagradable trifulca en la Cámara de Diputados. ¡Vaya caricatura de la democracia! ¡Qué insulto a la gente pensante que trabajó tan duro por este país a lo largo de los años! Imagínate a Juárez luchando en el piso contra un político regordete.
"Varias cosas quedaron claras en los noticiarios de televisión de esa noche. La primera: ninguno de esos 'hombres' es bueno para pelear. En la tierra del 'Toluco' López y el 'Ratón' Macías... se veían como mariquitas sin calzones; como personajes de un cuadro de Botero, cuajados de grasa. Mi hermana los hubiera podido noquear. Y cuando se acabó el pleito y los ánimos se calmaron, ¿qué hicieron? ¡Se pusieron a comer! Llegaron las pizzas, los tamales, las tortas. ¡Viva la Revolución!
"No les importó un carajo lo que estaban mostrándole a México y al mundo. ¿Cómo le van a hacer ahora estos cerdos para explicarle a los jóvenes de las calles la necesidad de dialogar sin pelearse? Si está bien que los diputados se agarren a golpes, entonces está bien que también lo hagan los chavos banda. Es la Doctrina Bush a pequeña escala: ante la duda, la fuerza física.
"Al mismo tiempo, las pantallas de todo el mundo mostraron a México como cualquier república bananera. Yo sé que no lo es, tú sabes que no lo es, pero esas imágenes exhibieron un país distinto, lleno de "latinos de sangre caliente". Nadie se preocupó por los estereotipos que están reproduciendo. ¿Qué carajos tienen que ver estos peleoneros idiotas con Octavio Paz, Lázaro Cárdenas, Rufino Tamayo o con esos mil otros que han mejorado al País y el mundo simplemente por estar en él?
"Hoy vamos a ver el siguiente acto del melodrama; yo voy a estar en casa, frente a la tele. Espero no terminar en lágrimas".
Las líneas de mi amigo Hamill me hicieron recordar el infinito desprecio con que, a lo largo de nuestra historia y con la excepción de la época liberal, el mexicano ha visto a sus diputados. Hace unos meses, en este mismo espacio, aludí a la culpa imperdonable de los diputados en 1847. Indiferentes al desembarco de los estadounidenses en Veracruz, liberales puros y moderados se hacían garras en el Congreso. Un testigo y protagonista central de la época, el ministro de Relaciones José Fernando Ramírez, lamentó la "espantosa división" que reinaba en el Congreso y escribió su epitafio: se trata, dijo, de "un Congreso sin prestigio, sin poder, sin capacidad, y lo que es peor aún, hondamente minado y destrozado por los odios de partido que nada dejan ver con claridad, excepto los flancos y ocasiones que se le presentan para herir a sus enemigos". La reflexión es aplicable a la situación actual, sin quitarle una coma.
En el "Ómnibus de Poesía Mexicana" de Gabriel Zaid (Siglo XXI) aparecen cuando menos dos sonetos donde la ignominia del Congreso tenía un signo diferente, no la anteposición del odio de partido al interés de la nación, sino el servilismo ante el poder ejecutivo. Transcribo uno:
UN DIPUTADO DE PROVINCIA. Ancho como un tonel, muy colorado,/ maneras toscas, y el andar muy lento,/ casaquín rabilargo y polvoriento,/ por costumbre el sombrero espeluznado.// Se sienta en la curul cuasi atrojado;/ hecho un patán, blasona de talento/ y sin nada entender, aquel jumento/ a cada discusión dice: aprobado.// Su distrito reniega del cazurro/ que aprueba y desaprueba simplemente/ porque aquel animal, porque aquel burro,// si diputado no es, tampoco es gente./ Tipos como el actual veo con exceso/ ocupar los asientos del Congreso.
De aquel Congreso y de éste. Entre los diputados porfiristas y los posrevolucionarios no había mayor diferencia. Daniel Cosío Villegas se refiere a ellos con inmenso desdén. La cita siguiente proviene de "La Crisis de México" (ensayo publicado en 1946, que le gusta citar a López Obrador, pero cuya esencia liberal y democrática desmiente a cada paso):
"El juicio [sobre el Congreso en la etapa posrevolucionaria] no puede ser otro que el de la condenación más vehemente y absoluta: en las legislaturas revolucionarias jamás ha habido un solo debate que merezca ser recordado como lo merecen aquellos de las legislaturas del 56 al 76 del siglo pasado... A los ojos de la opinión nacional, sin miramientos de grupos o de clases, nada hay tan despreciable como un diputado o senador; han llegado a ser la medida de la miseria humana".
Ayer, mientras presenciaba desde la galería el bochornoso espectáculo de los diputados (sobre todo, por supuesto, el de sus principales instigadores, los diputados del "Frente Amplio Progresista", que bloqueaban los ingresos al recinto y ostentaban su insolente bravuconería), pensé que su envilecimiento es más profundo que el de los diputados porfiristas y revolucionarios por varias razones. En primer lugar, aquéllos actuaban en el marco de regímenes dictatoriales mientras que éstos trabajan (llamémosle así) en una democracia. Por otro lado, el daño que éstos han hecho no proviene de la obsecuente pasividad, sino de la irresponsabilidad, como la Legislatura de 1847. Por sus "odios de partido", aquellos diputados perdieron la guerra contra EU. Por sus "odios de partido", éstos (sobre todo, insisto, los del FAP) han manchado el nombre de México con el estigma de la violencia y la incivilidad, y han hecho al País más vulnerable para afrontar las atroces guerras de nuestro Siglo 21: el narcotráfico, la criminalidad, la pobreza.
Los diputados de la LX Legislatura deberían suprimir los ridículos promocionales que, anunciando con voz meliflua su "voto por México", aparecen en la radio y la televisión. En cuanto a los representantes del FAP que coreaban el servil estribillo "Es un honor/ estar con Obrador", mi opinión franca es ésta: han vuelto a ser "la medida de la miseria humana".
"Todavía estoy penando por mi querido México, dos días después de la desagradable trifulca en la Cámara de Diputados. ¡Vaya caricatura de la democracia! ¡Qué insulto a la gente pensante que trabajó tan duro por este país a lo largo de los años! Imagínate a Juárez luchando en el piso contra un político regordete.
"Varias cosas quedaron claras en los noticiarios de televisión de esa noche. La primera: ninguno de esos 'hombres' es bueno para pelear. En la tierra del 'Toluco' López y el 'Ratón' Macías... se veían como mariquitas sin calzones; como personajes de un cuadro de Botero, cuajados de grasa. Mi hermana los hubiera podido noquear. Y cuando se acabó el pleito y los ánimos se calmaron, ¿qué hicieron? ¡Se pusieron a comer! Llegaron las pizzas, los tamales, las tortas. ¡Viva la Revolución!
"No les importó un carajo lo que estaban mostrándole a México y al mundo. ¿Cómo le van a hacer ahora estos cerdos para explicarle a los jóvenes de las calles la necesidad de dialogar sin pelearse? Si está bien que los diputados se agarren a golpes, entonces está bien que también lo hagan los chavos banda. Es la Doctrina Bush a pequeña escala: ante la duda, la fuerza física.
"Al mismo tiempo, las pantallas de todo el mundo mostraron a México como cualquier república bananera. Yo sé que no lo es, tú sabes que no lo es, pero esas imágenes exhibieron un país distinto, lleno de "latinos de sangre caliente". Nadie se preocupó por los estereotipos que están reproduciendo. ¿Qué carajos tienen que ver estos peleoneros idiotas con Octavio Paz, Lázaro Cárdenas, Rufino Tamayo o con esos mil otros que han mejorado al País y el mundo simplemente por estar en él?
"Hoy vamos a ver el siguiente acto del melodrama; yo voy a estar en casa, frente a la tele. Espero no terminar en lágrimas".
Las líneas de mi amigo Hamill me hicieron recordar el infinito desprecio con que, a lo largo de nuestra historia y con la excepción de la época liberal, el mexicano ha visto a sus diputados. Hace unos meses, en este mismo espacio, aludí a la culpa imperdonable de los diputados en 1847. Indiferentes al desembarco de los estadounidenses en Veracruz, liberales puros y moderados se hacían garras en el Congreso. Un testigo y protagonista central de la época, el ministro de Relaciones José Fernando Ramírez, lamentó la "espantosa división" que reinaba en el Congreso y escribió su epitafio: se trata, dijo, de "un Congreso sin prestigio, sin poder, sin capacidad, y lo que es peor aún, hondamente minado y destrozado por los odios de partido que nada dejan ver con claridad, excepto los flancos y ocasiones que se le presentan para herir a sus enemigos". La reflexión es aplicable a la situación actual, sin quitarle una coma.
En el "Ómnibus de Poesía Mexicana" de Gabriel Zaid (Siglo XXI) aparecen cuando menos dos sonetos donde la ignominia del Congreso tenía un signo diferente, no la anteposición del odio de partido al interés de la nación, sino el servilismo ante el poder ejecutivo. Transcribo uno:
UN DIPUTADO DE PROVINCIA. Ancho como un tonel, muy colorado,/ maneras toscas, y el andar muy lento,/ casaquín rabilargo y polvoriento,/ por costumbre el sombrero espeluznado.// Se sienta en la curul cuasi atrojado;/ hecho un patán, blasona de talento/ y sin nada entender, aquel jumento/ a cada discusión dice: aprobado.// Su distrito reniega del cazurro/ que aprueba y desaprueba simplemente/ porque aquel animal, porque aquel burro,// si diputado no es, tampoco es gente./ Tipos como el actual veo con exceso/ ocupar los asientos del Congreso.
De aquel Congreso y de éste. Entre los diputados porfiristas y los posrevolucionarios no había mayor diferencia. Daniel Cosío Villegas se refiere a ellos con inmenso desdén. La cita siguiente proviene de "La Crisis de México" (ensayo publicado en 1946, que le gusta citar a López Obrador, pero cuya esencia liberal y democrática desmiente a cada paso):
"El juicio [sobre el Congreso en la etapa posrevolucionaria] no puede ser otro que el de la condenación más vehemente y absoluta: en las legislaturas revolucionarias jamás ha habido un solo debate que merezca ser recordado como lo merecen aquellos de las legislaturas del 56 al 76 del siglo pasado... A los ojos de la opinión nacional, sin miramientos de grupos o de clases, nada hay tan despreciable como un diputado o senador; han llegado a ser la medida de la miseria humana".
Ayer, mientras presenciaba desde la galería el bochornoso espectáculo de los diputados (sobre todo, por supuesto, el de sus principales instigadores, los diputados del "Frente Amplio Progresista", que bloqueaban los ingresos al recinto y ostentaban su insolente bravuconería), pensé que su envilecimiento es más profundo que el de los diputados porfiristas y revolucionarios por varias razones. En primer lugar, aquéllos actuaban en el marco de regímenes dictatoriales mientras que éstos trabajan (llamémosle así) en una democracia. Por otro lado, el daño que éstos han hecho no proviene de la obsecuente pasividad, sino de la irresponsabilidad, como la Legislatura de 1847. Por sus "odios de partido", aquellos diputados perdieron la guerra contra EU. Por sus "odios de partido", éstos (sobre todo, insisto, los del FAP) han manchado el nombre de México con el estigma de la violencia y la incivilidad, y han hecho al País más vulnerable para afrontar las atroces guerras de nuestro Siglo 21: el narcotráfico, la criminalidad, la pobreza.
Los diputados de la LX Legislatura deberían suprimir los ridículos promocionales que, anunciando con voz meliflua su "voto por México", aparecen en la radio y la televisión. En cuanto a los representantes del FAP que coreaban el servil estribillo "Es un honor/ estar con Obrador", mi opinión franca es ésta: han vuelto a ser "la medida de la miseria humana".
Enrique Krauze, El Norte, 3 de diciembre 2006
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