martes, diciembre 13, 2005

 

ARGUMENTAR

Jesús Silva-Herzog Márquez, El Norte, 12 de diciembre 2005

Hace unos días pudimos observar a Andrés Manuel López Obrador tomando protesta como candidato del PRD a la Presidencia de México. Naturalmente, no hubo ninguna sorpresa en sus palabras. Ninguna innovación: la reiteración de sus motivos, sus propuestas y sus muletillas. El país desesperado; la conspiración de los poderosos; la omnipotencia de su deseo y la fe en sí mismo. Ahora coquetea con una nueva fórmula para nombrar su mesianismo: purificación de la vida pública.

El rayo de la esperanza se ofrece ahora, no solamente como nuestro profesor de civismo y guía de la felicidad nacional, sino como detergente moral. El discurso colecciona los lugares comunes. Los malvados empeñados en destruir al país mientras los buenos mexicanos que representan al país profundo resisten con la fuerza de su esperanza. Ni un asomo al mundo exterior, ni a las exigencias de la contemporaneidad. Su México flotando en el vacío, en la isla de un nacionalismo que ve atrás para encontrar orgullos y cierra la ventana para no contaminarse con las lecciones del mundo. El ambicioso proyecto resulta preservacionista. Lo que propuso en el Zócalo de la Ciudad de México es todo menos el cambio de fondo que proclama. Un retorno al preneoliberalismo. "Proyecto Alternativo de Nación" llama López Obrador a un montón de naderías reaccionarias. Antes que cualquier otra cosa, el candidato apuesta a sí mismo: a la fuerza de su pedagogía moral, a la propagación de su castidad y a la energía transformadora de su voluntad.

El discurso de López Obrador es su discurso de siempre. Una pieza más de la izquierda que tenemos desde que los priistas se apropiaron de ella: una izquierda nostálgica, antiliberal y populista que no se ha preocupado por ser contemporánea del mundo. Una izquierda sin propuesta de reforma institucional; una izquierda de caudillo; una izquierda provinciana que no habla el lenguaje del presente; una izquierda desprovista de soluciones técnicas; una izquierda armada tan sólo de indignación y moralismo.

El sermón es todo menos el discurrir de un argumento. Los poderosos son malignos, yo soy bueno y los salvaré. ¿Cómo? Siendo yo: alma pura, amante de los héroes y enemigo del diablo. La ensambladura del discurso de López Obrador es religiosa, no política. La retórica del tabasqueño no es simplemente arcaica: es la prédica de un fraile que pretende comunicar una fe. López Obrador huye del razonamiento. Su cerebro produce un manojo de frases hechas que sirven para cualquier ocasión. Parece repugnarle el razonamiento. El argumento, la prueba, el cálculo, la reflexión le resultan deportes extranjeros. Es decir, pasatiempos sospechosos. Hace unos cuantos días hubo de confrontar alguna encuesta que mostraba su descenso en las preferencias electorales. Frente al desafío, el candidato no encontró más salida que descalificar a los encuestadores, acusarlos de inmorales y repetir la cantaleta de su gallo indesplumable.

Pero de inmediato, el candidato perredista encontró la salida perfecta: "La libertad no se implora. Se conquista". Silencio: el candidato ha pronunciado una sentencia de hondísima sabiduría. El auditorio quedó pasmado ante la frescura de la frase. La pregunta que modestamente podría hacerse quien escucha esa expresión grandilocuente es, ¿qué diablos tiene que ver eso con las encuestas y la popularidad del candidato? Nada. No tiene nada que ver. Pero es revelación de una forma de hablar que se cuida de no descender jamás en la trampa del argumento. Hablar como pancarta.

Quienes han querido debatir con López Obrador desde el PRD o desde la izquierda han recibido el ninguneo del caudillo. Cuauhtémoc Cárdenas ha tratado de confrontar ideas con él. Lo que ha recibido es el desprecio disfrazado de respeto. El subcomandante Marcos ha denunciado a López Obrador. La respuesta del desinfectante fue la misma: respeto a los zapatistas pero no voy a debatir con ellos. Y quienes objetan las posiciones de López Obrador fuera de su círculo de partidarios no reciben ya el silencio sino el insulto: sus críticos resultamos siempre cómplices a Aquel Que No Debe Ser Nombrado. López Obrador no debate porque no conoce el oficio de argumentar. Su mente, como la de buen predicador, sabe de sermones pero no de alegatos, pruebas, demostraciones. Hablar cosiendo lemas, consignas y lugares comunes.

La cerrazón de López Obrador no proviene del dogmatismo de la antigua izquierda de inspiración marxista. La incapacidad de López Obrador para articular un argumento tiene dos raíces. La primera es la vacuidad ideológica del PRI: nacionalismo plagado de símbolos, de falacias e ignorancias colosales. ¿Para qué pensar si el mural lo muestra todo tan coherentemente? ¿Por qué argumentar si el aplauso brota del elogio al auditorio? Si los héroes están de mi lado, ¿qué importa que los números no concuerden con el plan? La segunda raíz de esa nulidad argumentativa es el bebedero intelectual del tabasqueño: el periodismo de la indignación. Cada palabra del líder se enmarca con signos de admiración. Cada evento, un motivo para el escándalo y un reivindicación de la pureza propia. Oír hablar a López Obrador es ver el despliegue de mil portadas de Proceso. Así razona el candidato perredista, como redactor de titulares de la indignación. ¡Obscenidad! ¡Aberración! ¡Repugnancia! ¡Depravación! Y de la exclamación a la autocelebración moral. De ahí al vacío programático y a la indiferencia por la técnica. Ellos son inmundos, yo impoluto.

Pancartas supliendo ideas, consignas en lugar de respuestas, lemas para no perder el tiempo con razones. Andrés Manuel López Obrador encarna el fracaso de la izquierda contemporánea mexicana como ámbito de la deliberación.

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