sábado, mayo 24, 2025
Ilusión democrática
Durante años nos han dicho que la democracia es el único camino hacia la libertad, el desarrollo y la justicia.
Pero ¿y si todo esto fuera una ilusión conveniente? En "Beyond Democracy", Frank Karsten y Karel Beckman plantean una idea provocadora: lejos de liberarnos, la democracia moderna nos somete a un Estado cada vez más grande, conflictivo y autoritario.
La democracia ya no resuelve problemas y se ha convertido en un campo de batalla que reparte poder, dinero y la polarización.
Pensemos en México: en nombre de la democracia, se han destruido instituciones, comprado votos y sembrado división social. ¿Dónde quedó la promesa de libertad y prosperidad? Hoy, los ciudadanos no eligen su destino, sino al próximo repartidor de favores.
En México, el gasto público se ha más que duplicado en las últimas dos décadas, pasando de representar el 19 por ciento del PIB en 2000 al 27 por ciento en 2023. ¿Resultado? Servicios mediocres, burocracia cara y un sistema que castiga al que produce y premia al que promete con dinero ajeno.
Como dicen Karsten y Beckman: "La democracia permite que la mayoría viva a costa de una minoría". Y eso resume bien nuestra política: ganar elecciones para repartir, no para crear valor.
Miremos Nuevo León. Se nos vendió una narrativa de modernidad y eficiencia, pero la realidad está siendo otra. Los ciudadanos están atrapados entre Gobiernos que se pelean por redes sociales, Congresos que paralizan presupuestos por revanchismo político y megaproyectos sin consenso, sin análisis costo-beneficio o rentabilidad social, pero con mucha propaganda. El resultado es un Gobierno más preocupado por ganar la próxima elección que por gobernar bien. ¿Esto es democracia? ¿Quién gana? Nadie. ¿Quién pierde? Todos los ciudadanos que no viven del conflicto, sino del trabajo honesto.
En el Congreso local, en 2023, el 62 por ciento de las iniciativas presentadas fueron desechadas sin dictamen. Mientras tanto, los niveles de confianza en las instituciones siguen desplomándose: solo el 18 por ciento de los nuevoleoneses confía en sus Diputados, según el INEGI. ¿Es esto gobernabilidad? ¿Es esto representación?
Karsten y Beckman llaman a las cosas por su nombre: la democracia moderna no protege libertades, las pone en subasta. Cada elección es una puja para ver qué grupo logra imponer su voluntad, con dinero ajeno y con el poder del Estado como martillo. No se trata de construir acuerdos, sino de conquistar recursos. ¿Es casualidad que el gasto público crezca y la economía no?, ¿que las regulaciones se multipliquen y que los políticos vivan desconectados de la realidad?
Como advierten Karsten y Beckman, "la democracia moderna crea incentivos perversos: en lugar de cooperación voluntaria, genera competencia destructiva por controlar el poder del Estado". Así, en vez de producir más riqueza, la lucha política se convierte en una disputa por quién reparte lo que no se ha generado.
Esta no tiene que ser nuestra única opción. No se trata de abolir la democracia, sino de superar esta versión viciada. Necesitamos una cultura ciudadana basada no en el voto cada tres o seis años, sino en la colaboración constante, la confianza, valores compartidos y la responsabilidad mutua.
No hacen falta más caudillos, sino más ciudadanos dispuestos a construir acuerdos más allá del Estado.
México tiene un gran capital cívico desaprovechado. Ciudadanos, empresas y organizaciones ya están resolviendo problemas sin esperar al Gobierno. La esperanza está en las alianzas locales, en la iniciativa con propósito público y en la confianza basada en el compromiso.
No basta con instituciones fuertes: necesitamos comunidades activas, educación cívica y verdadera cooperación. Una sociedad donde el éxito se base en el valor que creamos, no en el poder que conocemos. Donde las soluciones surjan de la colaboración, no de la imposición.
Sin ciudadanos comprometidos, la democracia se vacía. Y sin límites, deja de ser libertad para convertirse en la tiranía de la mayoría.
Vidal Garza Cantú
El experimento
Centrémonos solo en el asunto más grave: la justicia penal. En México -lo sabemos- se resuelve apenas el 0.5 por ciento de los delitos que se denuncian. Se impone, tampoco hay duda, reformar drásticamente un sistema que, con medio millón de muertes violentas y ciento veinticinco mil desaparecidos desde que Calderón lanzara la guerra contra el narco en 2006, garantiza una impunidad casi absoluta para los perpetradores y una obscena vulnerabilidad para las víctimas. ¿El experimento López Obrador-Sheinbaum, que en unos días producirá la elección masiva de jueces, mejorará así sea en una mínima medida esta descorazonadora situación?
Las razones de la catástrofe son múltiples: nuestro sistema penal, con sus variados y contradictorios ordenamientos, está mal diseñado; el modelo acusatorio, que en teoría debía ser un gran avance, ha sido mal implementado; las policías y los peritos están mal pagados y preparados en un marco legal lleno de lagunas; los ministerios públicos y las fiscalías padecen un sinfín de trabas burocráticas y presiones políticas, así como los constantes amagos del crimen organizado; la corrupción continúa alcanzando todos los niveles; el aumento de los supuestos para la prisión preventiva oficiosa viola sistemáticamente la presunción de inocencia; numerosos jueces son incapaces de escapar de la más ciega interpretación de la ley; y, dígase lo que se diga, la tortura y las violaciones a los derechos todavía son práctica común en incontables ocasiones.
¿Destruir de un plumazo la carrera judicial, eliminar en buena medida su autonomía, elegir a todos los juzgadores por voto popular y de paso eliminar los efectos generales del amparo servirá para mejorar las cosas? En absoluto. ¿Puede empeorar un sistema que garantiza la impunidad en el 95.1 por ciento de los casos? Parecería imposible, pero es muy probable que así vaya a ocurrir y que los niveles de impunidad rocen el cien por ciento. Si de por sí los jueces son solo responsables de una pequeña parte del problema, alterar la manera en que serán elegidos no afectará su desempeño. Por el contrario: hacer que los requisitos para ocupar los cargos judiciales sean mínimos, y en una elección donde los ciudadanos no tendrán la menor idea de por quién votarán, provocará que triunfen muchas personas sin la menor experiencia judicial, acentuará el inmenso rezago y ampliará las presiones políticas y las del crimen organizado.
Incluso donde más urgente era un cambio drástico, el experimento López Obrador-Sheinbaum solo agravará el problema. Afirmar cualquier otra cosa es faltar a la verdad y despeñarse en la más burda demagogia. Si cambiamos la mira a otras áreas, donde los niveles de eficacia eran significativamente más altos, pensemos en las materias familiar y civil, administrativa y laboral, mercantil y de otras materias especializadas, las consecuencias del experimento que se iniciará el próximo 1º de junio serán infinitamente más graves.
De nuevo: la mayor parte de quienes resulten elegidos lo serán por la intervención directa del gobierno, de los gobiernos locales o del partido en el gobierno -y, en ocasiones, por el más puro azar-, o bien, con la financiación oculta del crimen organizado o de grupos u organizaciones con distintos intereses particulares, y solo unos cuantos contarán con experiencia judicial en sus respectivas especialidades. La corrupción o los sesgos políticos no disminuirán, sino que aumentarán de manera exponencial. Y al inmenso rezago que ya existe se sumará una masiva curva de aprendizaje. En conclusión, si en México la justicia penal ya era inexistente, ahora -o al menos durante un largo periodo-, no habrá condiciones para una justicia imparcial y expedita en ninguna otra materia.
Con su delirante experimento -que, con su pésimo diseño, ni siquiera el gobierno ni Morena controlarán del todo-, la reforma judicial dará vida a una criatura monstruosa e inmanejable que pronto se rebelará contra sus creadores. Paradójicamente, el engendro bien podría convertirse en la mayor amenaza para el gobierno de la propia Claudia Sheinbaum.
Jorge Golpi
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