domingo, agosto 11, 2024

 

Una anécdota

Iba a ser el Gobierno que transformaría a México, el Gobierno que
echaría para atrás los males que caracterizaban al País y que le
habían impedido la grandeza que le corresponde. La ambición era
grande: sería una transformación del tamaño de la independencia o de
la revolución maderista: para qué limitarse con avanzar decididamente
el desarrollo del País, el crecimiento de la economía o el bienestar
de la población cuando se podía aspirar a LA cuarta transformación. Al
final, lo que queda no es más que otro más de los muchos Gobiernos
mediocres que han distinguido a México: una anécdota más en una larga
historia de penas y pocas glorias.

El Presidente López Obrador llegó a la presidencia en su tercer
intento. Llegó luego de que la ciudadanía agotó todas las
alternativas: al PAN y al PRI. En 2018, un electorado exhausto optó
por darle el beneficio de la duda al candidato que persistía en su
intento por triunfar con la promesa de que corregiría el rumbo y
sentaría las bases para una gran transformación. En repetidas
ocasiones ofreció que no alteraría el orden institucional, que
mantendría proyectos básicos como el aeropuerto y que sería el
Presidente de todos los mexicanos.

En realidad, México necesitaba (sigue necesitando) un Presidente
disruptivo que atacara a los grupos e intereses que han impedido que
el País se desarrolle de una manera equilibrada. Por la forma sesgada
en que se fue desenvolviendo el proyecto reformador que inició en los
ochenta, y cuya lógica era no alterar el orden político imperante, el
País se saturó de grupos políticos, sindicales y empresariales (y
ahora del crimen organizado) dedicados a proteger cotos de caza. Dado
que muchos de éstos eran pilares significativos del viejo orden
priista, las reformas los habían protegido, tolerado o eludido. En
muchos casos, por su capacidad de movilización, especialmente con
algunos sindicatos, había una relación de dependencia (y de amor y
odio) respecto a esos intereses. Sólo un actor político hábil y
dedicado, y no comprometido con el "viejo" orden, podía desmontar ese
entramado para realmente liberar las fuerzas, recursos y capacidades
de una sociedad que, en muchos sentidos, seguía dominada y controlada
por pequeños cacicazgos, como ilustran los estados de Oaxaca y
Chiapas.

Un Presidente disruptivo como López Obrador pudo haber sido el gran
reformador de México, la persona libre de vínculos con aquellos
cacicazgos y, por lo tanto, excepcionalmente capaz de actuar de manera
decidida. Pero no fue así. Priista hasta la médula, así fuese de un
ancestral partido dominante que hacía tiempo dejó de existir, el
Presidente no sólo no actuó en contra de esos grupos, sino que los
arropó y convirtió en parte de su propia estrategia. Una estrategia
dedicada al culto a la personalidad, a la concentración del poder y,
pues, a no mucho más.

Es de reconocérsele al Presidente que, pudiendo haber hecho un daño
monumental, su mayor efecto ha sido el de dividir y polarizar todavía
más a la sociedad mexicana. Sin embargo, ahora amenaza con reformas
que le darían al traste hasta a lo poco que hizo bien. Exhibió muchas
de las falacias que se habían convertido en "mantra" de la endeble
democracia mexicana, especialmente las entidades regulatorias y los
órganos autónomos, promovió proyectos de dudosa viabilidad en el largo
plazo y atacó dogmas arraigados que ameritaban ser desafiados. Es
decir, un récord variopinto en el que dominan los grises. Su gestión
se abocó a generar popularidad, pero no condiciones para un mayor
crecimiento económico, una productividad más elevada o, lo peor de
todo, una mayor probabilidad de que el mexicano menos favorecido vaya
a tener una mejor oportunidad en el futuro, especialmente por su
indisposición a transformar al sistema educativo que tanto le urge al
País, a la vez que destruyó el acceso de la mayoría de los mexicanos
al sistema de salud. La mediocridad no se hizo esperar, así fuese muy
popular. El problema es que no hay nada más efímero que la
popularidad.

Hasta hace algunas décadas, México había sido un foco de atención. En
alguna época lo fue por sus valientes posturas en materia de política
exterior, en otra por haber emprendido importantes reformas
económicas. La atención le granjeaba respecto y acceso; ese acceso
facilitó la transformación de la economía, especialmente de las
manufacturas, llegando a conformar una base exportadora que, junto con
la inversión extranjera, sostiene a la economía del País. En una de
esas paradojas de la historia, el gran beneficiario de las reformas
económicas de las últimas décadas acabó siendo su principal detractor.

En el camino, México prácticamente desapareció del mapa. La
incertidumbre respecto a las reglas del juego, la inseguridad y la
falta de inversión en infraestructura y el ataque sistemático a
quienes son indispensables para el desarrollo del País (como los
generadores de electricidad), han provocado la sigilosa salida de
innumerables inversionistas y, con ellos, de oportunidades futuras.

Se acerca el final de un sexenio por demás mediocre pero no sin
consecuencias, muchas de ellas malas y que, en septiembre, podrían ser
letales. Ojalá que la próxima Presidenta derive las lecciones
relevantes para que su sexenio comience bien y no acabe siendo una
mera anécdota -o una gran crisis.

Luis Rubio

--
Confidencial

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