domingo, febrero 17, 2019

 

Postsovietismo

“El materialismo ha abolido la materia. No hay nada que ponerse y nada que comer.” Andréi Bely, 1920

La historia ya pasó por ahí. Y no funciona.

 

López Obrador es tan sólo el último de los líderes políticos estatólatras que han emprendido versiones, blandas o duras, asiáticas, árabes y hasta tropicales del experimento soviético.

 

La tentación del marxismo a la rusa ha tenido una larga vida porque es una respuesta preparada y aplicable a cualquier circunstancia cuando un régimen, democrático o no, empieza a hundirse en el caos político y económico y acaba en lo que parece ser un callejón sin salida.

 

Muchos críticos han equiparado a López Obrador con los líderes populistas que encabezan ahora democracias iliberales en países como Turquía, Polonia o Hungría. Pero el nuevo régimen que el Presidente está tratando de establecer a marchas forzadas tiene un sabor a viejo, mucho más parecido al orden soviético del pasado que Cuba y Venezuela reprodujeron a su manera.

 

Por supuesto que López Obrador no es el primer político en la historia que ha buscado establecer un régimen de un solo partido, una vertical del poder y concentrarlo en el Gobierno que encabeza.

 

Tampoco es el primero que persigue consolidar una base de apoyo que le asegure la permanencia en el poder. Para eso no se necesita ser marxista. Pero él y muchos de los que lo rodean padecen una inflexibilidad ideológica que habla de otra versión del neosovietismo.

 

López Obrador parece creer genuinamente que la propiedad privada, la riqueza individual y la innovación empresarial son "inmorales". Eso sí es marxismo soviético.

 

Ha emprendido su propia lucha de clases, donde el "pueblo bueno" representa al proletariado y el resto, a una burguesía rapaz y explotadora que se opone al cambio: la sociedad civil y sus organizaciones que insisten en mantener su autonomía.

 

En esta lucha de clases sui géneris, todos los organismos autónomos, incluyendo las organizaciones no gubernamentales (ONG), son el enemigo, porque escapan al control del Estado rector, que en el neosovietismo debe dominar no sólo la política, sino la economía.

 

Estatizar la economía y el apoyo a las empresas paraestatales -como lo quiere hacer López Obrador con Pemex- eran dos de los puntales del sistema económico de planificación central soviético.

 

El Estado acabó por fijar los precios, las cuotas de producción y los modos de distribución en función de criterios que nada tenían que ver con los costos o la demanda -el libre mercado prácticamente desapareció-.

 

Mantenía la ficción del pleno empleo con sueldos muy bajos ("ellos fingen pagarnos, nosotros fingimos trabajar", decían los obreros) y repartía subsidios e inversiones a los sectores prioritarios para el Estado.

 

Durante décadas el grueso de la inversión se dirigió a la industria pesada, especialmente la militar, a costa de los consumidores urbanos y los campesinos, porque el régimen alimentaba también, como nuestro Presidente ahora, una utopía autárquica que ni siquiera un país tan rico como la URSS pudo sostener.

 

Cuando a mediados de los 60 el Gobierno soviético cayó en la cuenta de que el descuido y la ideologización de la política agrícola, montada en el dogma de la colectivización, habían provocado una caída del 50 por ciento de la productividad en el campo, ni el más gigantesco subsidio agrícola en la historia de la humanidad pudo resolver el problema: la URSS empezó a importar de Occidente millones de toneladas de granos anuales.

 

Pero eso era sólo parte del problema: la planificación había oxidado los mecanismos económicos. El crecimiento se había desplomado, abundaban los cuellos de botella, la baja productividad y la corrupción, y un mercado negro del 10 por ciento del PNB.

 

El sovietismo económico se convirtió en el reino de la carestía y el desabasto. Las palabras de Bely se volvieron proféticas medio siglo después: el materialismo había abolido a la materia. Lo mismo pasaría con el neosovietismo años después, en Cuba y en Venezuela.

 

Para colmo de males el sistema se volvió alérgico a las reformas: no había manera de cambiar un sector económico sin provocar una reacción caótica en cadena. Los rusos no han podido desmontarlo aún: el Estado reina supremo sobre la economía.

 

Y también sobre la política, porque el precio del neosovietismo es la libertad: la libertad para crear organismos autónomos -ésos que tanto le molestan a López Obrador- y fortalecer una sociedad civil plural que defienda las libertades democráticas y una prensa libre.

 

Isabel Turrent


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