domingo, octubre 30, 2011

 

La corrupción

Cuando observo o me entero de casos de corrupción me quedo pensando si el País ha cambiado o si permanece igual. Algunas cosas son las mismas por décadas si no es que siglos. Otras cambian con celeridad. ¿Cuál es el verdadero México, el de antes o el de ahora? Si uno ve hacia atrás, es evidente que hemos experimentado profundos cambios, algunos de ellos dramáticos y muchos por demás positivos. De la misma manera, algunas cosas parecen permanentes, inamovibles. ¿Qué será lo permanente, lo que no cede o lo nuevo que se ha construido?

Como tantas cosas en nuestro país, las respuestas son más grises que blancas o negras. Antes, la corrupción era un componente inherente al sistema político. Hoy la vemos como un mal, como una distorsión de un inacabado proceso de modernización. El viejo dicho de los priistas "no me des, ponme donde hay", es reflejo de un sistema político construido por los ganadores de la gesta revolucionaria y dedicado a beneficiar a los suyos. Aquel sistema, aún vivo en más de un rincón, se construyó bajo la promesa de que a quien era leal y se disciplinaba al jefe en turno, la Revolución le "haría justicia", le daría acceso al poder y/o a la corrupción.

Quizá el mayor mérito del régimen priista fue pacificar al País sin dureza excesiva. El País pasó de la violencia extrema de los años de guerra civil a una paz productiva a partir de mediados de los 30, todo ello sin construir un Estado de Derecho, sino más bien una estructura política que, al privilegiar la disciplina, mantenía la paz y la estabilidad. Ese mundo encontró Graham Greene en su libro "Caminos sin Ley" sobre el México de los 30, donde el autor describe un lugar desolado en el que reina la corrupción y el habitante más modesto tiene que aceptar la vida como es: un mundo sin ley y sin la posibilidad de lograr el respeto más mínimo a sus derechos.

Décadas después, los incipientes industriales que promovió el programa de sustitución de importaciones se encontraban con otra faceta de la misma realidad: la Secretaría encargada de la industria era un nido de corrupción donde todo estaba a la venta: los permisos de importación, de exportación y las autorizaciones para invertir. Los empresarios tenían que apoquinar para obtener el permiso o para que no lo obtuviera su competidor, para acelerar un trámite o para paralizarlo de manera permanente.

Cuando vino la apertura a las importaciones y la liberalización económica se hicieron irrelevantes esos controles, la burocracia perdió su poder corruptor y la Secretaría pasó de más de 30 mil empleados a poco menos de 3 mil. Con el fin de los controles desapareció la posibilidad de extorsión, el valor de quienes movían papeles de un escritorio a otro y de quienes lograban la firma del responsable. Aunque retornaron muchos mecanismos indirectos de control y persiste la lógica de controlar, esa corrupción burocrática desapareció de las consideraciones del empresario prototípico. Ahora lo que cuenta es la producción, la calidad y el mercado.

El ejemplo muestra cómo la corrupción no tiene por qué ser permanente. También ilustra la naturaleza de nuestra realidad: aunque muchas cosas cambiaron, muchas permanecen. El México viejo de la corrupción ya no es vigente en algunos ámbitos, pero persiste en otros. No hemos logrado completar un proceso de transición hacia la modernidad, hacia un espacio en el que la convivencia se rige por reglas impersonales en lugar de relaciones personales.

La existencia de dos realidades contrastantes y simultáneas describe a un país que ha cambiado sin proyecto integral de modernización y sin capacidad o disposición de articular un consenso respecto a un objetivo susceptible de entusiasmar a la población. Esa dualidad estuvo presente cuando, al inicio de los 90, el Gobierno reconoció que no se podía ser moderno y a la vez mantener al partido hegemónico a través de partidas directas del erario. La solución que se proponía no tenía nada de moderna: que los empresarios beneficiarios de la modernidad sostuvieran al partido.

La mezcla de tradición y modernidad, corrupción y transparencia ha persistido en estos años de cambio. Al menos hipotéticamente, una posible explicación a muchos de nuestros estragos cotidianos tiene que ver con esa contradicción: donde no acaban de aniquilarse los espacios de opacidad y muchos de los que deberían ser transparentes están lejos de serlo; donde la competencia permanece como un objetivo más que una realidad, pero se intenta avanzar con métodos de antes; donde los espacios de corrupción son demasiados y retornan con mucha mayor celeridad de lo que los otros se evaporan.

Muchos culpan a los políticos, empresarios, sindicatos y gobernantes de toda clase de males porque el sistema se los permite. Sólo hasta que la sociedad desee vivir en un régimen de transparencia y se rehúse a aceptar las reglas de la opacidad y la corrupción, ésta seguirá perviviendo. Para todos es cómodo resolver un problema con una mordida o evitar una molestia con un arreglo "por fuera". Pero la comodidad tiene su contraparte en la corrupción y no se puede cancelar una sin acabar con la otra.

El país que describió Greene hace 80 años sigue teniendo visos de realidad y eso demuestra lo mucho que nos falta por recorrer. Pero el ejemplo de Secofi en los 80 también ilustra las posibilidades que ofrece un cambio estructural profundo. Quizá la tragedia del México moderno -tragedia porque se trata de un entorno que hizo posible el crecimiento y desarrollo de las organizaciones criminales con el fin de los controles del viejo sistema y la ausencia de los que requeriría un país moderno- es que la idea e instrumentos de la modernidad no han permeado entre la mayoría de los integrantes de la clase política ni en la sociedad en general. Además de altamente improbable, esperar a que un gran líder llegue a cambiarlo todo y salvarnos en el camino constituye una forma vieja de intentar construir la modernidad.

El País seguirá siendo corrupto en la medida en que todos así lo sigamos queriendo.

Luis Rubio
www.cidac.org

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¿Eres parte de la solución o del problema? No basta no ser corruptos en lo personal para ser parte de la solución. Hay que ser intolerantes con los corruptos, con los políticos que han saqueado al Erario y que salen en spots de TV sonriendo y diciendo que forman parte de una nueva generación. Hay que ser intolerantes con el corrupto y con quienes lo protegen.

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